EL MEJOR MEDICO
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Curación de la hemorroísa
Testimonio de una mujer samaritana:
Con mis pequeños dedos intentaba abrir los
pesados párpados de mi padre.
—¡Papá! ¡Despierta que hoy está haciendo
un día muy claro y se está viendo el Mar Grande! —Como mi padre no me escuchaba, o se hacía el dormido, le dije otra vez, pero
más fuerte y al oído—: ¡Que se está viendo el Mar Grande!
—Voy hija —dijo mi padre aún con legañas
en los ojos—¿Por eso me despiertas?
—¡Si padre! —grité entusiasmadísima—¡Es
que no se ve todos los días! Y cuando avanza el día ya no se va a ver, porque
llega la calima. —Esa palabra la había aprendido de sus labios y me la había
enseñado justamente para mostrarme cuando la “calima” no nos dejaba ver el mar.
Nosotros vivíamos en la vieja ciudad de Samaría,
que ahora llaman Sebaste, una ciudad muy importante de la región que lleva el
mismo nombre, y yo era aún una niña. Nuestra casa estaba cerca del teatro que
había hecho construir Herodes y desde allí se podía ver el Mar Grande solo en
los días muy claros; de hecho, yo solo lo vi unas cuatro veces en mi vida.
—A ver, hija —dijo mi padre, levantándose
con dificultad—Sí. Allí está —dijo al ver una pequeña línea azul en el
horizonte—. ¿Te gusta mucho verlo, no?
—Me encanta, papá. Siempre que vea el
mar, pensaré en ti —le dije con una sonrisa. Él vino, y me dio un abrazo,
mientras me besaba en la cabeza. —Fue la última vez que tuvimos la conversación
padre – niña, porque ese mismo día me hice mujer, y cambió mi vida para
siempre.
Mi madre era una mujer dura, y poco
comunicativa. Había sufrido mucho porque su padre había sido asesinado por los romanos,
cuando ella apenas tenía seis años. Su madre, mi abuela, apenas había logrado
sacar adelante cinco hijos, de los cuales mi madre era la segunda; y a los
mayores les toca siempre más duro, porque siempre tienen que ayudar más a sus
padres; bueno, en este caso a mi abuela.
Ese mismo día, un poco más tarde, yo no
entendí nada cuando vi la sangre en el suelo. Pensé que me había hecho daño con
algo, y llamé a mi madre.
—¿Qué te pasa? —preguntó preocupada.
—¡Me he hecho daño! —le dije, pero no
sentía ningún dolor, ni me había golpeado con nada.
—¿Dónde? ¿Con qué?
—No lo sé —mi madre me quitó la túnica,
revisó y me sonrió:
—No te has hecho daño, hija; es que ya
eres una mujer.
Ahí mi madre comenzó a explicarme cómo
nacen los niños. Yo no entendía nada, pero ese no fue el problema. El problema
fue que nunca más se secó la sangre. Me venía en cualquier momento, y yo intentaba
no manchar nada; me sentía sucia a toda hora, y no podía tener un minuto de
paz. Para colmo, mis padres no se acercaban a mí con el fin de no quedar
impuros, porque la Ley establece que el contacto con la sangre genera impureza.
Cuando mis padres murieron, yo terminé
por aceptarlo: era mi destino, y así lo había querido Yahvé. Había terminado
por vivir sola, para no contaminar a nadie. ¿Pero por qué era tan injusto Yahvé
conmigo? Desde los diez años tenía este problema, y yo ya tenía veinticuatro.
Es decir, que llevaba más de la mitad de mi vida con esta esclavitud, y nunca
se lo había contado a nadie. Entonces comencé a buscar médicos que me liberaran
de mi enfermedad, pero todo esfuerzo era inútil. Ni los masajes en el estómago
con hojas de higuera; ni los baños con leche de oveja vieja; ni beber agua con
mirto en ayunas. ¡Nada me servía!
Nada, hasta que me contaron de Jesús de
Nazaret, un Maestro que curaba todas las enfermedades. “¡Hasta resucitó un
muerto!”, me dijeron. Yo no me atrevía, ni siquiera, a soñar con mi curación; iba
a tener ese problema hasta que me muriera, y descansara con mis padres. Sin
embargo, otro día me contó una vecina: “ese hombre ha hecho andar a varios cojos,
y ha devuelto la vista a muchos ciegos”. Yo no decía nada; solo mis padres
habían conocido mi desgracia, y mi vecina no iba a ser la primera en
averiguarla.
—¿Y dónde está ese galileo? —pregunté
haciéndome la desentendida.
—Vive en Cafarnaúm —me dijo con ironía—. Pero
a ti no te sirve para nada, porque a ti no te duelen ni siquiera los dientes.
“No lo sabes tú”, pensaba yo, y el
pensamiento en el Maestro de Galilea comenzaba a rondarme la cabeza, como una
mosca alrededor de una fruta; y mientras tanto yo me seguía escondiendo. “La
esenia”,
me llamaban, porque vivía como una eremita. Un día me quedé pensando: “¿Y si todo
lo que me cuentan del Maestro fuera verdad? Ir desde aquí a Galilea solo me va
a tomar dos o tres días, y puedo terminar con catorce años de sufrimiento y
aislamiento si el Rabbí me cura. Perder una semana no me va a afectar en nada y
en cambio, si me curan, voy a poder vivir tranquila el resto de mis días”.
Al final me decidí y me fui a Galilea. No
fue una decisión fácil, pero la tomé. Salí una mañana clara, lo recuerdo
perfectamente. En el camino, comencé a ver que el paisaje cambiaba
completamente mientras me acercaba a Galilea: de los pequeños cerros con
piedras con vegetación escasa de la región donde yo vivía, a las llanuras
fértiles, llenas de vida y de flores de Galilea; y, no sé por qué, pero viendo
la exuberancia de la naturaleza en esa región, tuve la certeza interior de que
mi vida iba a cambiar como cambiaba el paisaje.
El sol de invierno me calentaba, como me
arrullaban en mis recuerdos los abrazos de mi padre, y la vista en el horizonte
me ilusionó más cuando vi por primera vez el Mar de Galilea. Comencé a bajar
hacia el mar, y reconocía en él la voz de mi padre que me llamaba y me daba
ánimos. El mar ya no era una pequeña línea en el horizonte al amanecer, sino
una inmensidad que me quería tener para sí; que me quería envolver en sus
brazos, como lo hacía este mar cerrado.
Cuando llegué a Cafarnaúm, vi muchos
enfermos y una gran cantidad de gente en el patio de la casa donde vivía el
Maestro, pero Él no estaba. Había salido a navegar con sus discípulos desde
hacía tres días. Comencé a averiguar, y las historias de curaciones prodigiosas
aumentaban y aumentaban. Mi ilusión se hacía cada vez más grande, cuando
alguien me dijo que incluso su sombra curaba. A mí me pareció un poco exagerado,
pero inmediatamente busqué un sitio dónde quedarme: un mesón por lo menos; un
sitio con una cama.
—¿Sola? —me preguntaron, mirándome de
arriba a abajo.
—Sí —contesté comenzando a enfadarme.
—Pero si va a estar sola, no puede traer
hombres a dormir.
Si las miradas pudieran matar, creo que el
posadero estaría tapado con tierra. El hombre, al ver mi cara de enfado, me
llevó a mi habitación sin objetar nada más. Los prejuicios siempre rondaban a
una mujer en Israel; además yo era una mujer sola y esa soledad apaleaba en un país
como este, donde las mujeres está dicho que no se pueden valer por sí mismas; cuando
dices algo en público, la gente tiene prejuicios y te mira como si hubieses
venido de la luna, por el simple hecho de ser mujer; en cambio, cuando algún
hombre dice una estupidez hay algunos que hasta lo alaban. Mi padre me había
enseñado otra cosa muy diferente: yo soy una criatura de Dios y, por eso, tengo
una dignidad que supera todos los prejuicios de la gente.
Esperé un día y miraba hacia el mar, cada
vez que podía, pero no veía barcas que vinieran de lejos; solo algunas que
pescaban cerca de la orilla. La soledad del mar intentó depositarse en mi
corazón, pero yo me rebelé. “¡Tengo que seguir esperándolo! ¡Jesús me va a
curar!”, pensé. Subí un poco hacia la montaña para ver mejor, pero tampoco vi
nada. Así que, sin quererlo, me quedé dormida en el campo, bajo la luz tenue de
la tarde.
Me despertó un alboroto y, en un
principio no entendí nada por el sueño que aún tenía; sin saber cómo, comencé a
bajar la montaña a toda prisa. Tenía que encontrarme con este Maestro como
fuera. El gentío era impresionante. La gente que antes estaba en el patio de
esa casa, ahora rodeaba al Maestro. Era imposible acercarse siquiera.
Vi hacia dónde se dirigía y yo me
adelanté un poco, por otra calle; pero cuando el Maestro llegaba donde yo estaba
me comenzó a empujar la gente que lo rodeaba, y ya quedé lejos de Él. “O hago
el esfuerzo de mi vida, o no lo voy a poder ni ver”, pensé. Así que me armé de
valor y comencé a empujar yo también con todas mis fuerzas y, mientras caminaba,
me acercaba un poco más. “Si lograra por lo menos tocar su vestido”, pensaba yo,
“me podría curar”. Metía las manos entre la gente, pero no lo lograba, hasta
que pude por fin tomar el borde de un vestido y sentí un hormigueo en mi cuerpo
que cambiaba mi enfermedad y mi vida; tenía la certeza de que estaba curada. Jesús
se detuvo y empezó a gritar:
—¿Quién me ha tocado? —La gente lo miraba
y no entendía.
—¿Quién me ha tocado? —volvió a
preguntar, mirando hacia todos lados. La gente se quedó callada. Yo estaba muy
avergonzada, porque sentía que me había curado tocando su vestido, y me podía
reñir si se había enfadado.
—Maestro —le dijo uno de sus discípulos
desconcertado—, aquí hay mucha gente; todos te apretujan por todos lados.
—Alguien me ha tocado, porque he notado
que alguien se ha curado. —Como todos se miraban entre sí, yo me comencé a
ruborizar. La gente me miraba más y más y mi rubor me delataba. Yo estaba
asustada y temblorosa, así que lo único que pude hacer fue tirarme a los pies
del Maestro llorando y diciéndole:
—He sido yo, Maestro; ¡Perdóname!
¡Pensaba que si tocaba tu vestido me iba a poder curar! —Yo no dejaba de llorar
a sus pies, pero Él me levantó; no me atrevía a alzar mi mirada, pero Él me
tomó de la barbilla y me hizo mirarlo. Sentí en su mirada la misma mirada de mi
padre; sus ojos eran azules como el mar que él me había enseñado a amar. Me
abrazó y yo comencé a llorar con más intensidad. Entonces, con una sonrisa
dulcísima, me dijo:
—¡Has tenido confianza, hija! ¡La fe que
tengas te va a salvar siempre! Vete en paz —en ese momento, vinieron dos
hombres que le dijeron a uno que acompañaba al Maestro:
—¡Tu hija ha muerto! ¡Deja ya de molestarlo!
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