EL HERRERO QUE QUERÍA SER GRANDE

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Historia de Natanael (Bartolomé)
Curación de dos ciegos
El grano de mostaza
"La luz se debe poner encima del candelero"
La palabra debe ser como la levadura

Natanael a su queridísimo hermano Piedro:


Jesús quiso venir donde nosotros, a su pueblo amado; y de todos los sitios que podía escoger, escogió a Galilea como el centro de su predicación; y nos escogió a doce, de los cuales once éramos galileos. Nadie podrá negar que le tenía amor a esta tierra.

Sin embargo, tú eres la cabeza de la barca que nos saca de Galilea y nos lleva por el mundo entero. El Maestro te escogió para ir delante, en la misión de propagar la buena noticia de que Dios está aquí entre nosotros; seguramente eres muy consciente del deber ser de tu labor, pero no sé si recordarás la primera explicación que nos dio Jesús sobre el mensaje que debíamos propagar.

Fue una noche muy íntima; estábamos agotados y, quizá por eso, se quedó grabada en el fondo de mi ser: debíamos ser la luz que iluminara el mundo; aunque sonara muy grandilocuente, así es como debía ser.

Que el amor que nos trajo el Señor, esté siempre contigo.


Mi padre lo había perdido todo y ese día nuestra familia cambió para siempre. Cuando mi madre vio a mi padre llorando, se derrumbó ella también; y eso que nosotros nunca habíamos sido ricos, pero no vivíamos mal. Nuestra familia vivía en Caná, muy cerca de un wadi. Desde ese día, todos mis hermanos y yo tuvimos que comenzar a trabajar, y mis padres se convirtieron en seres muy severos y rígidos, convencidos de que en la exigencia estaba la clave del éxito en la vida.

Como respuesta a ese cambio, yo me convertí en una persona insegura y tímida. Y como reacción a mi timidez, la ironía comenzó a ser parte esencial de mi vida; hacía chascarrillos sobre todo lo que sucedía. Mis amigos se reían de lo lindo, y eso me daba seguridad. No lo hacía por ridiculizar a los demás, ni por burlarme de ellos; solo como una reacción inmadura a mi timidez.

Comencé a trabaja cerca del mar de Galilea, en la herrería de Benjamín. Allí conocí a Felipe de Bethsaidá. Él había sido pescador, pero había abandonado la pesca, porque no era feliz trabajando en ese oficio. Hacíamos aparejos e instrumentos metálicos de todo tipo: ganchos, horquillas, barras de labranza, arados y yunques. No duró mucho Felipe con la herrería; no pasó mucho tiempo hasta que se hartó y se dedicó a las uvas; a cultivarlas y a recogerlas.

Fue entonces cuando me invitó a ir con él a Jerusalén. Yo tenía sueños de hacer cosas importantes en mi vida: quería vivir en grandes ciudades, ser alguien en la vida, pero nunca imaginé que fuera a ser elegido a trabajar para difundir la buena noticia de que Dios estaba entre nosotros. A mí me eligió junto con otros once impresentables. Y esa difusión tuvo un principio; aún recuerdo todo como si hubiera sido ayer.

Estábamos extenuados después de llegar de Gerasa donde Jesús de Nazaret, un maestro de Galilea que hacía prodigios y conocía las escrituras como nadie, le había dado su capa a un endemoniado que estaba desnudo. Habíamos casi pasado la noche en blanco por la tempestad, y habíamos estado en la casa del jefe de la sinagoga, donde Jesús había resucitado a una niña.

El Maestro caminaba con decisión hacia la casa de Piedro, y todavía estaba sin la capa. Entramos en el patio de la casa de Piedro, en el cual ya casi no había gente; era de noche y hacía mucho frío. Jesús se detuvo, y un par de hombre se le acercaron. Uno era alto y flaco, y el otro gordo y bajo; formaban una pareja rara, pero curiosa.

—¡Hijo de David! ¡Ten compasión de nosotros! —le dijeron; yo miré a Judas, el de Keriot, y le dije en confidencia:

—¡Ya no puedo más! No puedo ver un enfermo más. Necesito descansar y dormir.

—¡Ten compasión de nosotros, y cúranos! —insistió uno de los hombres. Jesús les preguntó:

—¿Qué os pasa?

—Que somos ciegos, Maestro.

—¿Y vosotros creéis que os puedo curar?

—¡Claro Maestro! Tú eres el enviado de Yahvé. —le dijo el ciego sonriendo. Entonces Jesús les tocó los ojos e inmediatamente recobraron la vista.

—¡Bendito sea el nombre de Dios! —dijo el que siempre había hablado
.
—¡Bendito sea! —dijo el que no había hablado hasta ahora y llorando, se postró ante Él —el primero también lo hizo, y le dijo:

—Gracias Maestro Jesús —y le besaba las manos.

—¡No le contéis a nadie! —les dijo Jesús.

—¿Y cómo quieres que nadie lo sepa? —dijo el primero que se había postrado ante Él, entre la risa y las lágrimas—, ¡si me has devuelto la vida! —Jesús los miraba con compasión, cuando apareció otra persona con uno que parecía tarado.

—¡Oh no! —exclamó el mellizo, y se sentó en el suelo del patio. Juan y Santiago el menor, lo imitaron.

—¡Maestro! ¡Ayúdale que está mudo! —gritó el acompañante —Jesús lo puso en frente de Él y dijo:

—¿Hace cuánto tiempo que está así?

—Desde su nacimiento, Maestro —respondió el acompañante. Jesús miró fijamente al mudo, y el mudo sonrió. Entonces Jesús sonrió también y lo abrazó.

—¡Gloria a Yahvé en el cielo! —dijo el mudo en voz baja, pero cuando vio que podía hablar lo dijo gritando—: ¡Gloria a Yahvé en el cielo!

Nosotros nos pusimos a reír. Yo miré al mellizo, otro de los nuestros, y el mellizo hizo ademán de desmayarse, blanqueando los ojos. Judas de Keriot y yo, nos reímos, y el Maestro se unió a nuestras risas, nos pasó el brazo por encima de los hombros a los dos, y entramos todos a la casa. Comenzamos a organizar algo de comer. Allí dentro, Santiago el menor le preguntó:

—Maestro, ¿cómo vamos a lograr conservar todo lo que nos has enseñado?

—Te diré cómo, Santiago: ¿has visto un grano de mostaza?

—Sí Maestro —le dijo Santiago—; es así de pequeñito —y juntaba casi el índice con el pulgar, entornando los ojos para acentuar algo que es minúsculo. Jesús y los demás sonrieron.

—Pues cuando ese grano de mostaza tan pequeñito, se siembra, es una semilla así como has hecho tú con los dedos; igualmente, así de pequeña es la palabra que habéis recibido; pero si la meditáis en vuestro corazón y aprovecháis el mensaje la palabra crecerá, como crece la semilla de la mostaza, y terminará por ser un árbol frondoso donde pueden venir las aves del cielo, cobijarse con sus hojas y anidar en sus ramas.

“¿De dónde saca tantos ejemplos?”, pensaba yo. Era una pena que la gente solo viniera a ver a Jesús solo por la curiosidad, o por la novedad de ver a alguien que curaba todas las dolencias. Yo pensaba, en cambio, que valía la pena escuchar sus enseñanzas, porque en sus palabras se escondía toda la sabiduría que venía de nuestro Padre Dios. Yo me acordaba del salmo que decía:

Atiende, pueblo mío, a mi doctrina.
Dad vuestros oídos a las palabras de mi boca.
Abriré mi boca a las sentencias,
y evocaré las enseñanzas de los tiempos antiguos.

Jesús, como si adivinara mis pensamientos, nos dijo:

—¿Vosotros cuando encendéis una lámpara, la ponéis debajo de una tinaja, o debajo de la cama?

—¡No! —dijimos todos a coro riéndonos por la ocurrencia de Jesús.

—¡Pues eso! Las enseñanzas que escucháis aquí deben ser la luz de vuestro corazón; y esa luz la debéis utilizar para ponerla encima del candelero, y que pueda iluminar a todos los que están en la casa. Las enseñanzas deben ser como cuando una mujer toma una porción de levadura y la mezcla con tres porciones de harina. ¿Y qué le pasa a la harina? Que fermenta, se hincha y se puede meter al horno para hacer el pan y alimentarnos a todos. Vosotros tenéis que ser la luz para los hombres y la levadura que logre fermentar la harina del amor a Dios en la gente. ¿Os gusta el pan?

—¡Mucho, Maestro! —dijo Santiago el menor, en medio de la risa general, porque él y su hermano tenían fama de comer en abundancia.

—Pues, aunque no lo creáis, la gente ahí fuera tiene hambre del pan que crece con las palabras que yo os he enseñado. ¡Y están esperando ansiosos que vosotros los alimentéis! ¡Vuestros ojos y vuestros oídos tienen que estar agradecidos y dichosos! Porque os aseguro que muchos profetas desearon con mucha intensidad ver y escuchar lo que vosotros estáis viendo y escuchando, y no lo consiguieron. ¡Y no os podéis quedar con ese pan únicamente para vosotros, sino que tenéis que darlo a los demás, para que dejen de tener hambre! —El Cananeo, otro de nuestros compañeros, se estaba durmiendo del agotamiento; Jesús vino donde él estaba y le dijo al oído:

—¡Nos vamos a Nazaret! —el Cananeo se despertó asustado y dijo:

—¡No, por favor!


Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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