DOCE AÑOS NO SON NADA

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Resurrección de la hija de Jairo

Apuntes encontrados en la sinagoga de Cafarnaúm. 
Parece ser que uno de sus jefes los dejó guardados en una estantería, antes de irse a vivir a Jerusalén.


Una tarde que volvía de la sinagoga, Bosem nuestra hija cayó enferma, comenzó a vomitar sangre y a retorcerse en medio de fuertes dolores.

—¡Vete a buscarlo! —me dijo mi mujer, hablándome de Jesús de Nazaret, un profeta del que todos hablaban, porque decían que curaba a los enfermos que se lo pedían; ni siquiera le importaba que el enfermo fuera un extranjero o que la curación fuese en sábado.

—No es fácil, mujer; ya sabes cómo lo odian los fariseos. Yo soy el encargado de la sinagoga y, si voy a buscarlo, no me lo perdonarán —le repliqué.

— Es mucho más importante la vida de Bosem que lo que piensen de ti los fariseos o los que vayan a la sinagoga; si te expulsan, nos iremos a Corozaín, o a Naím, o a donde sea, ¡pero con nuestra hija viva!

Cafarnaúm se había convertido en un cruce de caminos importante por lo que, en la sinagoga, se podía encontrar gente de todas las regiones de Israel, y de todo tipo: fariseos, saduceos, partidarios de Herodes y hasta publicanos; y yo, como jefe de la sinagoga, tenía que estar pendiente do todo. El Nazareno se había ganado la enemistad de todos estos grupos, pero la gente común lo seguía por todas partes. Sus enemigos solo intentaban desacreditarlo, tratando de encontrar errores en su doctrina, y hasta habían llegado a afirmar que estaba endemoniado. 

Y Jesús era más manso que nadie con los humildes, pero implacable con los soberbios. Así lo demostró un día de los que estuvo en la sinagoga: curó a un hombre que tenía la mano seca en sábado, mientras los escribas y fariseos lo acusaban de violar el día sagrado. Él se encaró con ellos y los acusó de ser unos hipócritas porque eran capaces de salvar a una de sus ovejas en sábado, pero no de salvar a un hombre.

Mi mujer comenzó a llorar, desconsolada, mientras abrazaba a Bosem. Ella tenía toda la razón: la vida de nuestra hija era más importante que todo. Decidí irme cuanto antes a la casa de Simón, un pescador de Bethsaidá, que vivía en Cafarnaúm y que era uno de sus más fieles seguidores. Incluso el patio de entrada de su casa se había convertido en una especie de campamento.

Cuando llegué, me dijeron que no estaba; que había salido en una barca, hacía ya dos días.

—Por favor dile que ha venido Jairo —le dije a su suegra que me abrió la puerta—; soy uno de los jefes de la sinagoga. —Ella asintió.

Me volví a casa, y volvía mis ojos de vez en cuando hacia el mar, pero no guardaba muchas esperanzas de que Jesús viniera a buscarme, porque Él viviría bastante ocupado rodeado de gente que quería, aunque fuese, tocarlo. “Hay que estar pendientes”, me dije a mí mismo.

Vinieron mis cuñados a casa y comenzamos entre todos a montar guardia, para llegar a Él cuanto antes. Un par de veces me gritó mi mujer que llegaba una barca, y yo salí a toda prisa a buscarlo. Era una falsa alarma; era otro pescador que llegaba de alta mar. Bosem, nuestra hija, se apagaba lentamente y ya no hablaba; sus labios se habían rajado y estaba con una delgadez impresionante de no comer ni beber, porque todo lo devolvía. A los tres días de estar haciendo guardia, mi mujer gritó:

—¡Jairo! ¡Vienen dos barcas! ¡Pueden ser las que traen al Maestro de Nazaret!

Yo fui, y miré por la ventana. “Puede ser”, pensé, pero no estaba seguro. Fui a ver a Bosem, que respiraba estirando el cuello como si no pudiera hacerlo de otro modo. “Se muere”, pensé y me puse a llorar como un niño. Cuando los pescadores ya estuvieron más cerca de la orilla, comencé a escuchar a lo lejos el jaleo y el griterío, y supe con seguridad que sí eran esas las barcas en las que venía Jesús, porque la gente acudía en masa a verlo. “Si no voy rápidamente, seguro que termina yéndose a algún otro pueblo, y mi hija morirá”, me dije a mí mismo. Así que salí calle abajo, corriendo, en medio de otras personas también bajaban a verlo y era difícil avanzar.

Tardé muchísimo en llegar a la casa de Simón, pero logré con dificultad abrirme paso a empellones como pude.

—¿Quién se cree usted? ¿El dueño del pueblo? —me gritó uno de los que había empujado en mi loca carrera.

Yo no hice caso a nada de lo que decían, ni en lo más mínimo, hasta que llegué a la orilla del mar. Jesús estaba allí, sentado, curando a un mudo y conversando con la gente. Sus discípulos estaban extenuados de remar; se veía que venían de lejos. Era una tarde de invierno, de aquellas en las que el frío se mete hasta los huesos, y Jesús estaba solo con su túnica. ¿Dónde estaba su manto? Me acerqué como pude y me postré ante Él:

—¡Maestro! ¡Por fin te encuentro! ¡Te ruego que vengas a mi casa!

—¿Qué te pasa? —me preguntó, sonriendo.

—¡Mi hija se está muriendo, Maestro! ¡Es mi única hija! Pero si tú vienes e impones las manos sobre ella, seguro que se salvará. —El Maestro vio tanta angustia en mi cara, que se compadeció de mí. Se levantó y comenzó a andar. Uno de sus discípulos protestó:

—¿A dónde vamos ahora? ¡Llevamos todo el día remando, y lo que queremos es descansar!

—¡Venga Simón! ¡Que no es para tanto! —le dijo otro de los que estaban con él. Y me siguieron. 

Casi no podíamos andar, porque eran muchos los que querían ver y tocar a Jesús. Caminamos un rato largo, con mucha dificultad; yo solo pensaba en llegar a tiempo, pero la gente no nos dejaba avanzar. Para colmo, el Maestro de pronto se detuvo.

—¿Quién me ha tocado? —preguntó. Yo le decía:

—Maestro, ¡vamos que se muere! —pero Él insistía:

—¿Quién me ha tocado? —insistió. Una mujer se postró ante Él llorando. Yo también lloraba; mi hija se estaba muriendo y Jesús estaba preocupado por esta mujer. La levantó y le dijo:

—¡Tienes que tener confianza, hija! ¡La fe que tengas te va a salvar siempre! —Yo pensé inmediatamente en la fe que yo tenía, que no era mucha, la verdad. Si el Maestro se metiera en mi interior, y lo viera, no sé si querría seguir adelante hasta mi casa. Interiormente me avergoncé y pedí a Yahvé: “¡Yahvé, Dios de Abraham! ¡Dame la fe que me falta!”, pero en ese momento llegó uno de mis criados corriendo y dijo:

—¡Tu hija ha muerto! Deja ya de molestar al Maestro.

Cuando me dijo eso, yo ya no pude más. Me tumbé en el suelo a llorar. La muerte se instalaba también en mi corazón, haciendo que sus brazos oscuros me llevaran al dolor más intenso. La gente me miraba sorprendida de ver a alguien como yo, llorando, pero incluso mi cuerpo se rebelaba a aceptar su muerte. Hacía unas dos horas que había salido de mi casa en busca del Maestro, y ahora Bosem se había ido para siempre y ya no volvería a ver su sonrisa. Jesús me tomó del brazo y me levantó; me sonrió, y me dijo:

—¡No tengas miedo! ¡Basta que creas y se salvará!

—¡Pero yo ya no tengo más fe! —le dije entre lágrimas—. Él sonrió y comenzó a andar. Me tomó de la mano, y casi que me arrastraba.

Cuando llegamos, ya la casa se había llenado de vecinos y de gente que lloraban. Mis cuñadas gritaban desde dentro con mi mujer. Afuera unos flautistas ensayaban para tocar música en el funeral. Según la Ley, Bosem tenía que ser enterrada en menos de ocho horas desde su muerte, y parecía que mi mujer se había tomado la preparación en serio. Salió a mi encuentro y me abrazó, llorando también. No podíamos hablar ninguno de los dos; solo llorar. Como había otras personas llorando estridentemente.

—¿Por qué lloráis de esta manera? ¡Dejad de armar este escándalo! —exclamó Jesús, dirigiéndose a todos los que estaban en el patio de ingreso a la casa. Todos nos miramos extrañados, pero Jesús insistió—: ¡Idos de aquí ahora mismo que la niña no está muerta! Solo se ha dormido un momento. —Mis cuñados que estaban cerca, comenzaron a reírse de Jesús.

—Éste está loco —decían—. ¡Yo la he visto, y está muy muerta! —Jesús ignoró los comentarios y nos dijo:

—Zebedeos, Piedro: venid conmigo.

Nos hizo señas a mi mujer y a mí, para que viniéramos con Él también, y fue directamente hacia la habitación de Bosem. entramos, yo me arrodillé ante ella y lloré. Mi mujer le había alisado su pelo negro y la había arreglado con una corona de margaritas blancas y pequeñas, para ponérsela en la cabeza. Cuando me calmé un poco, me retiré de la cama y abracé a mi mujer. Jesús entonces miró hacia arriba; todos miramos, a ver qué sucedía en el techo, pero Él estaba rezando a su Padre, y nosotros no nos dábamos cuenta; entonces tomó a Bosem de la mano y le dijo con fuerte voz:

—¡Niña! ¡Levántate! —Bosem se incorporó y todos retrocedimos; yo me caí al suelo; Bosem se levantó y abrazó a su madre. A ella, y a todos los demás que estábamos allí, se nos heló la sangre. Después del miedo inicial, los discípulos del Maestro ayudaron a levantarme, y entonces dijo Jesús:

—No tengas miedo, Jairo. Más bien dale algo de comer, porque la niña está muy débil.

Tenía razón el Maestro; yo tenía miedo, porque mi hija estaba muerta y había vuelto a la vida; Bosem me abrazó a mí también, mientras el Maestro sonreía. Yo lloraba emocionado, mirando a los ojos de mi hija. ¡Jesús la había traído de vuelta a la vida! Había hecho un milagro demasiado grande, aún con la poca fe que yo tenía, y hasta me había arrastrado a mi propia casa para hacerlo. Yo me postré ante Él, como abajo en la orilla del mar, y mi mujer hizo lo mismo.

—No le contéis a nadie lo sucedido —nos pidió.

Yo asentía, pero no lograba entender lo que había pasado. Mi mente estaba embotada. Algunos días después, yo escuché al mismo Jesús que decía: “No se puede esconder una ciudad, que está en la cima de un monte”. Así había sido la curación de nuestra hija; un prodigio que había sido tan grande como una ciudad, y era imposible de ocultar. Sin embargo, un fariseo que había venido a casa, me dijo con la más mala de las intenciones:

—Sabes que nosotros los fariseos somos los que nombramos los jefes de la sinagoga; tú, despídete de tu puesto, porque has creído en ese blasfemo.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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