MAQUERONTE

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


La Fortaleza de Maqueronte
Prisión de Juan el Bautista
Los discípulos de Juan informan a Jesús
Jesús habla sobre Juan el Bautista
¿Qué le pasa al que defiende la justicia?

Extracto de un carta de Nirel, discípulo de Juan el bautista, a Tomás el Mellizo:


Maqueronte es un palacio bien iluminado, pero las mazmorras son oscuras y polvorientas. Lo sé porque visité varias veces a Juan allí. Las aguas azules del Mar Salado eran una pequeña isla en el extenso océano de desierto y Maqueronte estaba allí, enclavado en un pequeño cerro. Una gran fortaleza para defenderse no sé de quién o de qué. Estaba a tres jornadas de Jerusalén, perdida en medio de la nada. A lo mejor por eso mismo le gustaba tanto al rey Herodes Antipas: podía organizar allí sus fiestas sin que nadie murmurara nada, pero todos sabíamos la clase de personas que eran él, su mujer y sus invitados. Juan el Bautista nunca se cansó de proclamarlo al mundo entero y por eso, precisamente, estaba preso, perdido en el polvo de la mazmorra.

Increíble cómo puede llegar a ser de desagradecida la gente. Cuando Juan predicaba, el Jordán estaba lleno de hombres y mujeres escuchando sus palabras; y ahora, que estaba preso, solo unos cuantos amigos nos acordábamos de él. Normalmente nos dejaban verlo, pero había ocasiones en las cuales a los guardias no les servía ni siquiera el argumento del largo camino desde la “civilización” hasta allí.

La última vez que pude ver a Juan fui con mi amigo Jaziel, haciendo el viaje en medio del viento cargado de arena y de las agresivas zarzas del desierto. Llegamos bordeando el monte en donde está enclavada la fortaleza, dominando el desierto; ese monte tenía la cima plana, en forma de meseta, como si un águila gigante hubiera venido a comerse la cumbre. 

A veces los edificios son el fiel reflejo de lo que sus dueños son, y Maqueronte no era la excepción: era la metáfora perfecta de Antipas sentado en su trono, dominando un territorio lejos de su trono. Uno de los guardias, fornido y malencarado, nos hizo entrar y nos ofreció un poco de agua. “Menos mal”, pensé, “por lo menos nos ofrecen algo de beber”. Poco después nos dejaron pasar a ver a Juan.

—¡Shalom aleichem! —nos dijo cuando nos vio llegar.

—¡Aleichem Shalom! —le contestamos a coro.

—¿Habéis venido a ver al rey del desierto? —dijo bromeando. Los dos nos echamos a reír. Menos mal que Juan conservaba su buen humor, a pesar de las circunstancias. La verdad, no tenía mal aspecto. Seguía flaco, como siempre, y no tenía rastros de tortura.

—¿Cómo te tratan, maestro? —le pregunté, un poco triste de verlo preso.

—Bien, Nirel; no me puedo quejar. Incluso algunas veces viene a verme Antipas y conversamos.

—¿Qué? —le dije creyendo que era una broma.

—Sí; en serio —contestó con una sonrisa—. Viene y hablamos; y a él le encanta venir a verme. Lo único que no le gusta es cuando yo le recuerdo sus pecados. Y parece que a Herodías no le caigo muy bien, porque él mismo me cuenta que quiere matarme.

—Por eso te han mandado arrestar. Si Herodes te aprecia, no veo otra razón que el odio de su mujer.

—¿Y qué? ¿Cómo vais? —preguntó para cambiar de tema, y por tranquilizarnos.

—Bien, maestro. Algunos de los nuestros se han ido con tu primo Jesús de Nazaret. Me han contado que ha alcanzado gracia ante Dios, y hace muchos prodigios. Cura todo tipo de enfermos y desvalidos, y me cuentan que hasta ha resucitado a un niño muerto. —Juan dio un respingo y bajó la cabeza. Luego la levantó.

—¿Vosotros creéis que Él es el Mesías? —dijo mientras caminaba dentro de la celda.

—No lo sabemos, maestro —respondió Jaziel.

—A mí ya me habían contado muchos de los prodigios que salen de sus manos, pero no sabía que hubiera resucitado a un muerto —dijo Juan admirado.

—Sí maestro; el hijo de una viuda.

—¿Y dónde está Él?

—Está casi todo el tiempo en Galilea. En Cafarnaúm, casi siempre. Aunque camina mucho entre los pueblos y las aldeas vecinas. Pero hay un problema —le contesté.

—¿Cuál?

—Yo creo que las autoridades lo espían; yo he visto gente de todo tipo alrededor suyo, y no creo que todos estén escuchándolo con buenas intenciones; me preocupa que termine arrestado, así como tú.

—Es más importante el mensaje que todo lo demás —me respondió. Estuvimos conversando con Juan como una hora; luego vino un guardia para informarnos que el tiempo de visita había terminado. Juan nos tomó de las manos y nos dijo:

—Quiero que vosotros dos vayáis donde Jesús y le preguntéis si Él es el Mesías, o si debemos esperar a otro.

—Maestro, el pueblo de Israel lleva mucho tiempo esperando el Mesías. ¿Por qué crees que podría ser Él?

—No lo sé, Nirel. Vosotros preguntadle —zanjó Juan.

Salimos de Maqueronte, apesadumbrados. Nos dolía mucho ver a Juan encerrado. Él era una persona de Dios; una persona buena, y no merecía lo que estaba pasando. “Volveré a verlo”, pensé. “Aunque tenga que venir solo, vendré”. 

Subíamos al Jordán, bordeando el Mar Salado. Ya notábamos el cambio de temperatura que llega con el otoño, y comenzaba a hacer mucho frío en las noches, y calor durante el día, como era natural en el desierto. Era raro el Mar Salado; el único mar que yo conocía en el cual uno flota sin nadar, y el único mar en el que no hay peces.

Lo dejamos atrás, y a los cuatro días, ya nos habíamos puesto en el Mar de Galilea. Al día siguiente, bordeándolo, llegamos a Cafarnaúm. A los primeros a los que les preguntamos por Jesús de Nazaret, nos dijeron:

—Preguntad en la casa de Simón el hijo de Jonás, un poco más al norte, en la orilla. —No tuvimos que hacer mucho esfuerzo por encontrarla, porque el patio de entrada a la casa estaba lleno de enfermos y de gente; incluso algunos habían montado tiendas improvisadas. Preguntamos y el Maestro no estaba allí.

—¿Y ahora qué hacemos? —me preguntó Jaziel.

—No lo sé; esperar, me imagino.

Averiguamos, y nos dijeron que estaba en un monte, cerca de ahí, en el camino de Corozaín. Así que nos fuimos monte arriba. Había gente que bajaba dando gloria a Dios, como poseídos de un espíritu celestial. Cuando logramos llegar, había un gentío muy grande; Jesús estaba hablando con la gente, y le traían enfermos que curaba inmediatamente. ¿Cómo era eso posible? Jaziel y yo nos mirábamos y no lo entendíamos; nadie podía curar, así como curaba Él, si no venía de Dios. Nos acercamos, en una pausa de su enseñanza, y le dije:

—Maestro: acabamos de estar con Juan el Bautista, en la prisión fortaleza de Maqueronte.

—¿Cómo está Juan? —nos preguntó sin que le pudiéramos decir nada más.

—Bien, Maestro; está bien, pero está preso —le dijimos tristes—; es una situación muy desagradable. Yo creo que lo tienen encarcelado, más por la influencia de la mujer de Antipas, que por el rey mismo, porque Juan nos ha dicho que baja muchas veces a las mazmorras, y habla con él. —Yo hice una pausa; Jesús sacudía la cabeza, desaprobando lo que pasaba. Nos miró a los ojos y nos sonrió; su sonrisa nos daba una paz que no sabíamos explicar y aliviaba nuestro dolor; yo continué—: Maestro: Juan quiere saber si tú eres el Mesías, o si debemos esperar a alguien más. —Jesús se quedó pensando un pequeño lapso de tiempo y nos dijo:

—Si queréis, podéis ir a contarle a Juan lo que habéis visto: los ciegos, que antes no veían, ahora pueden ver, los cojos sueltan sus apoyos y son capaces de andar, a los sordos se les abren los oídos, los muertos vuelven a la vida, y los pobres se acercan al reino de los cielos. ¿Qué se puede pensar acerca de mí?

—Iré y se lo diré Maestro —le dije.

Al despedirme, y mirarlo a los ojos, entendí que había en Él un corazón bueno. Los ojos de Jesús eran un papiro abierto, donde se leía lo más profundo de su ser. Creo que se me habían borrado, de un plumazo, todas mis prevenciones. Y ya había entendido por qué Juan nos había mandado a verlo: simplemente quería que siguiéramos a Jesús. Él nos lo había dicho en alguna ocasión: “Se necesita que Él vaya creciendo cada día más, y yo vaya disminuyendo“.

Volvimos a Maqueronte con la respuesta, pero ya no nos dejaron ver a Juan. Yo lo tenía claro: tenía que volver al lugar donde estaba Jesús. No me importaba hacer el camino de vuelta a Galilea; más tarde me hice su discípulo. El mellizo, uno de sus mejores amigos, me contó un tiempo después que cuando nosotros nos habíamos ido a Maqueronte Jesús le había dicho a la multitud:

—¿Qué visteis cuando pasabais por el Jordán? Un hombre que se vestía con ropas lujosas no, porque los hombres que visten con ropas lujosas están en los palacios. Bueno, Juan también está en un palacio —dijo Jesús irónico; todos se rieron—, pero no es el rey. ¿Entonces qué? ¿Qué visteis? ¿Un profeta? —Jesús miró entornando los ojos, a ver si alguien decía algo, pero nadie sabía que decir—; ¡Juan es mucho más que un profeta! Él es el mensajero del que escribió el profeta Malaquías. ¡Y sin embargo no le hicieron caso! Es como si unos niños estuvieran en una plaza tocando la flauta y la gente no bailara. ¡Pero si les tocan canciones fúnebres tampoco lloran! Juan no comía pan ni probaba el vino y le decían que tenía un demonio. En cambio, el Hijo del hombre come y bebe, como cualquier persona normal, y dicen de Él que es un comedor y bebedor, amigo de publicanos y pecadores.

—¡Escuchadme bien! ¡Juan es el más grande! Pero os voy a contar un secreto: incluso el que vaya a ser el más pequeño en el reino de los cielos, será mucho más grande de lo que ha sido él en la tierra. Y os advierto que Juan está sufriendo la injusticia y la violencia, porque defiende la justicia del reino de los cielos; y si vosotros hacéis lo mismo, os sucederá como a Juan y recibiréis injusticia y violencia por parte de los poderosos de este mundo.

—Maestro —le había dicho Andrés, quien también había sido discípulo de Juan—: ¿cuál es el principal mensaje de lo que enseña Juan?

Juan tiene el poder de Elías, Andrés. Mucha gente de Israel, lo aceptó. Pero hubo algunos, sobre todo escribas y fariseos que, con su soberbia, lo rechazaron; y rechazando a Juan, estaban rechazando también el plan de Dios. A los soberbios no les sirven los grandes profetas, porque juzgan según su soberbia, no según la verdad; que sepáis que la sabiduría se demuestra por la humildad, y la humildad lleva a aceptar las obras buenas que las personas hacen por los demás.

Estas palabras se me quedaron en la cabeza; todavía cuando estoy hablando de Él me gusta recordar que el más sabio es el más humilde. Yo no iba a poder ver nunca más a Juan con vida, pero entendí su muerte cuando Jesús, un tiempo más tarde, nos dijo en sus enseñanzas: “Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, se queda sin moverse y el sol lo seca; pero si muere, produce mucho fruto, porque quien ama su vida, la pierde; y quien aborrece su vida, en este mundo, la conservará para la vida eterna”.

—Os lo repito —insistió Jesús—: si defendéis la justicia, van a venir a buscaros, como han hecho con Juan. Vosotros no os dais cuenta, pero nos acechan. Están en Judea y aquí mismo en Galilea. De manera que debéis saber a qué os atenéis si estáis conmigo.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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