LA OBEDIENCIA DE LA NATURALEZA
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Tempestad en el Mar de Galilea
Jesús calma las aguas del mar
Jesús y los discípulos van a Gerasa
Extracto de una carta de Judas "el Cachas" a Lucas.
Aún, después de tantos años, no encuentro
las palabras si pienso en definir lo que sentí en ese momento, porque era una
mezcla de admiración, gratitud y pavor profundo; y, sin embargo, son
sentimientos tan diferentes y contrapuestos, que es difícil sentirlos al mismo
tiempo.
Existen unas normas naturales en el mundo
que son fijas: el sol sale por levante y se oculta por poniente; la gente nace
y luego muere; los ríos fluyen hacia el mar y las estaciones traen exuberancia,
calor, frío o madurez; y así con todas las cosas de este mundo. Pero cuando
alguna de estas leyes deja de cumplirse, es señal de que Dios está en medio, como
cuando Josué detuvo el sol en Jericó. Y así sucedía con Jesús; de otra manera
no podía explicarse que los muertos volvieran a la vida o que se curaran los
enfermos incurables.
—¿Nos vamos al mar? —nos preguntó el
Maestro ese día. Yo miré al mellizo, que me sonrió.
—¡Vamos! —dijimos los dos al tiempo.
—¡Piedro, venga! Hoy no has hecho
trabajar a los zebedeos más de la cuenta. ¡Debes estar descansado! —dijo Jesús
bromeando.
—¡Zebedeos zánganos! —exclamó Andrés,
riéndose— ¡Venga!
Y nos fuimos todos al mar. Teníamos atracadas
allí dos barcas en Cafarnaúm: la de Piedro y la de los zebedeos. Así que
tomamos las dos, y nos montamos los doce en ellas; también vinieron otras
barcas, porque todos querían estar cerca de Jesús; pero cuando vieron que
algunas nubes negras aparecían en el cielo, las demás se devolvieron a
Cafarnaúm mientras nosotros permanecimos en el mar, y seguimos mar adentro.
Era un alivio tener a Jesús solo para
nosotros, porque cuando estábamos con la multitud casi no podíamos respirar ni
hablar, porque que el Maestro dejaba de ser “nuestro”, y se convertía en “el Maestro
de la multitud”; cuando era “nuestro”, el Maestro se volvía más íntimo y
cercano con nosotros. Sentíamos como que nos hablaba al oído a cada uno, y así todos
nosotros podíamos sacar un mejor provecho de lo que hablábamos con Él.
En la barca de los zebedeos iban ellos
dos, junto con Judas de Keriot, Felipe, Santiago mi hermano,
y el cananeo; en la de Piedro, que era más grande, estábamos Jesús, el mellizo,
Leví, Andrés, Natanael, Piedro y yo; atrás estaba remando yo con el dueño de la barca,
que éramos los más fuertes, y delante los otros cuatro. Comenzamos a conversar,
contando cada uno cotilleos de las cosas que sucedían en nuestros pueblos.
Jesús estaba cansado y se fue a echarse una cabezada en la proa, donde Piedro
guardaba las cosas que quería proteger del sol y de la lluvia, que esa tarde ya
comenzaba a caer sobre nosotros.
Era invierno; el cielo encapotado se
cernía sobre nosotros y la lluvia nos calaba los huesos, mientras luchábamos
contra el mar. Yo solo sentía mi respiración agitada y rítmica, mientras
intentaba remar fuertemente con Piedro que también jadeaba. El viento comenzó a
arreciar, y las olas se volvieron más grandes, mientras la barca parecía una hoja
llevada por el viento. El Mar de Galilea es un mar cerrado pero eso no impide
que, cuando hay ventiscas fuertes, se levanten grandes tormentas y olas que
dificultan bastante la navegación. Piedro, como sabía que nosotros teníamos
miedo, comenzó a bromear desde popa. Se puso de pie, y hacía equilibrio como si
estuviera encima de un caballo brioso.
—¡Oeeeee! —gritaba cada vez que pasábamos
sobre una ola mientras nosotros nos aferrábamos a los bordes de la barca,
nerviosos por lo que estaba pasando; nunca habíamos visto el mar así. Piedro era
muy ágil, y seguía haciendo equilibrios imposibles con los brazos como si fuera
un ave de las que se ven en el mar, y como si estuviera planeando. Otra ola
grande, y otra vez Piedro:
—¡Oeeeee!
Yo ya me estaba comenzando a enfadar con
él, porque todos estábamos asustados de verdad con la tempestad, y él jugaba
con ella como si fuera un niño al que mece su padre. Miré al Mellizo que estaba
un poco más adelante y vi que estaba completamente empapado. Piedro seguía
retando al mar, hasta que llegó “la ola verdadera”: una ola muy grande que lo
tumbó sobre el suelo; se golpeó en la cabeza con el borde de la barca, y
comenzó a sangrar. La ola lo inundó todo, al punto que nos estábamos hundiendo.
Yo ya estaba muy preocupado, así que pasé por encima del mellizo y de Leví que estaban
delante de mí, y desperté a Jesús.
—¡Maestro, Maestro! —le grité—,
¡Sálvanos! ¿No te importa que muramos ahogados? —Entonces Él se levantó,
todavía medio dormido. Movió las manos hacia el viento, y le gritó al mar:
—¡Cállate y quédate quieto! —En aquel
momento, se calmó el viento, y las olas del mar se serenaron en una calma total.
Nosotros nos quedamos boquiabiertos; ¿cómo había sido eso posible? El Mellizo
estaba pálido y seguramente yo también. Entonces nos dijo:
—¿Por qué habéis tenido miedo? —nosotros
no entendíamos su reacción. ¡Obvio que teníamos miedo! Yo no dije nada, pero miré
a los de la otra barca, y también estaban desconcertados porque no sabían qué
era lo que había pasado—. ¿No tenéis fe después de todo lo que habéis visto y
oído? —insistió Jesús. Todos estábamos empapados y, con esto que nos estaba
diciendo el Maestro, estábamos también avergonzados. Jesús miró a Pedro con la
sangre en la cabeza y le dijo:
—¿Y a ti qué te ha pasado? —entonces vino
a su lado, le pasó la mano por la cara, e inmediatamente quedó curado.
—¿Por qué tenéis tan poca fe? —nos dijo—.
¡Venga! ¡Seguid remando hasta la otra orilla!
—Maestro, ahí están los gerasenos, que
son gentiles y peligrosos —le insinuó Leví. Jesús no dijo nada; se limitó a
hacer señales con las manos indicando que siguiéramos remando.
Los gerasenos, el pueblo que vivía al
otro lado del mar, eran enemigos de Israel desde hacía mucho tiempo: unos
gentiles, que no respetaban a nuestro Dios, y que algunas veces pasaban a
Galilea a hacer destrozos y robos. Ni ellos se fiaban de nosotros, ni nosotros
de ellos.
Susita, la ciudad de los caballos fundada
por los Ptolomeos, era su población principal; pertenecía a Siria y era parte
de la Decápolis, una federación de diez ciudades que gozaban de cierta
autonomía aunque eran todas de dominación romana. Tenían una cultura griega muy
arraigada y creían en varios dioses. A los romanos, obviamente, les daba igual
la cantidad de dioses en los que creyeran, con tal de que pagaran cumplidamente
sus impuestos.
—¿Dónde vais? —nos gritaron desde la otra
barca; Jesús los miró, levantó las cejas, y siguió haciendo la mímica de quien
rema con fuerza, mientras sonreía.
El mellizo me miró y me sonrió también
sin saber qué decir. Ninguno sabía qué decir, porque nos estábamos metiendo en
la boca del lobo; a mí no me hacía mucha gracia estar cerca de gente que tenía
fama de no respetar a los demás, pero el Maestro se había empeñado en seguir
adelante. Seguro que iban a intentar robarnos y era muy posible que nos
hicieran daño. A mí, y a los demás, se nos metió el miedo en el cuerpo.
Nuestra barca llegó primero a la orilla, y
Jesús nos animó a que nos bajáramos. Comenzamos a andar; yo miré al cielo, que
estaba azul; era increíble, teniendo en cuenta la tormenta que acabábamos de
presenciar. Había muchos arbustos pequeños en medio de pedruscos, aunque a lo
lejos en las montañas se adivinaban pastos verdes y árboles frondosos.
Al poco tiempo atracó también la barca de
los Zebedeos. Yo me había quedado un poco atrás para esperarlos, y vi que Juan
venía corriendo hacia mí.
—Cachas, ¿por qué hemos venido aquí? —me
preguntó, preocupado— ¡Esta zona es muy peligrosa! Alguna vez hemos bajado de
Bethsaidá hasta aquí, con mi padre, y hemos tenido problemas. ¡Devolvámonos
ahora mismo! —Yo solo miré a donde estaba Jesús, y vi que seguía caminando con
decisión hacia Susita.
—Se ha empeñado en que viniéramos —le respondí
a Juan. No entendíamos lo que había pasado con la tempestad y por qué nuestros
vestidos estaban limpios. El mellizo me dijo en voz baja:
—¿Quién es Jesús, que hasta el mar y el
viento le obedecen?
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