KAERTES
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Curación de dos endemoniados en Gerasa
Apuntes de Santiago, el mayor, sobre el
incidente en Gerasa:
No tengo ni idea de si las nubes se mandan
a sí mismas. Tampoco he visto el alma de los vientos. Pero he visto a un hombre
detener tempestades. Ni mi hermano Juan ni yo lo entendemos. Todavía nos
mirábamos atónitos cuando desembarcamos en Gerasa, al otro lado del Mar: un
territorio hostil al que nos había traído el Maestro, después de la tormenta. No
estábamos aún recuperados por lo que acabábamos de vivir, cuando comenzamos a
caminar hacia Susita, la ciudad de los caballos, que estaba enclavada en la
cima de un cerro; al fondo, una cadena montañosa le servía de marco natural.
Subimos a una pequeña meseta donde había flores
rojas y lirios, en medio de pedruscos. Recuerdo que nos íbamos a sentar en el suelo,
cuando escuchamos fuertes gritos. Eran dos hombres que salieron corriendo de
una cuevas, que parecían sepulcros, y que gritaban con voces de trueno. Nosotros
salimos corriendo muertos del miedo, pero el Maestro se quedó quieto. Los dos hombres
llegaron donde Jesús, y se postraron ante Él: uno estaba desnudo y se contorsionaba,
mientras giraba la cabeza; el otro se golpeaba la cabeza contra las piedras del
suelo. El desnudo entonces, le gritó con una voz tan potente que retumbaba en
las cuevas:
—¿Por qué has venido Jesús, Hijo de Dios?
El que se golpeaba la cabeza contra las
piedras también gritaba:
—¡Seguro, has venido a hacernos daño! ¡No
nos hagas sufrir! —Jesús trataba de tomar de la mano al desnudo, pero éste la
rechazaba.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Jesús.
—Me llamo “legión”, porque somos muchos
los que estamos aquí —contestó el hombre, confesando que tenía varios demonios dentro.
Su voz seguía retumbando, aunque ya no hablaba tan fuerte. El que se golpeaba
contra las piedras le insistía:
—¿Por qué nos haces sufrir? No nos eches
de aquí, ¡Te lo suplico! ¡Vete de aquí! ¡Veteeeeee! —el desnudo le dijo
también:
—¡Sí! ¡Vete de aquí! ¡No nos hagas sufrir
más! —Jesús miró al barranco que tenía a su izquierda, pero el hombre que se
golpeaba contra las piedras le gritó:
—¡No nos mates tirándonos por el barranco!
Si nos vas a expulsar de estos cuerpos, por lo menos mándanos ir a esos cerdos
que están allí —y señaló a los cerdos. Nosotros seguíamos aterrorizados a una
prudente distancia; entonces Jesús miró a donde señalaba el hombre.
—¡Entonces salid de estos hombres e id
donde los cerdos! —les ordenó. Yo no me lo podía creer: ¡Jesús había tenido misericordia
con los demonios!
Los hombres, entonces, dieron un grito,
mientras sus ojos se pusieron completamente blancos y se quedaron como muertos.
En cambio los cerdos, que eran una gran cantidad, salieron corriendo hacia el
barranco, y se despeñaron, ahogándose en el mar. Los dueños de los cerdos, entonces,
salieron corriendo hacia Susita, muertos del pavor.
Los endemoniados, al verse libres, se
pusieron a llorar a los pies de Jesús; entonces el Maestro se quitó su capa y
cubrió con ella al que estaba desnudo; y al que se golpeaba contra las piedras,
le pasó la mano por la frente y quedó curado inmediatamente.
—¡Señor mío! —exclamó el que antes estaba
desnudo.
—¡Santiago! —me gritó Jesús—: tráeles
algo de comer y de beber que tienen hambre.
Yo les llevé los panes y peces que
teníamos, y un pellejo con agua, y comenzaron a comer y a beber. Ambos estaban
completamente desnutridos. “Pobres hombres”, pensé, y comencé también a
limpiarlos un poco, con la ayuda del cananeo. Nos quedamos allí un rato y,
entonces, comenzaron a llegar unos cuantos que vivían en Susita, armados de
palos.
—Es este que está aquí, el que está con
túnica blanca —dijo el porquero señalando a Jesús—; expulsó a los demonios
mandándolos a los cerdos, que se ahogaron en el mar. —Entonces, uno de los
líderes de aquella región le dijo a Jesús.
—¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Por qué
habéis desatado a estos hombres, y por qué están completamente calmados? ¿Qué
ha sucedido? —Jesús no decía nada. El hombre seguía hablando, desconfiando de
nosotros—: Estos hombres vivían en los sepulcros, y nadie se atrevía a venir
por aquí. Nosotros los habíamos atado con cadenas y grilletes. ¡Responded! ¿Quién
los ha soltado? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿De dónde venís?
—De Cafarnaúm —contestó Jesús.
—Esto me parece muy raro —le dijo el hombre,
mirando de reojo y entornando los ojos, mientras caminaba golpeando las rocas del
suelo con el palo que llevaba en la mano, en tono amenazador. Jesús y los demás
callábamos. Él insistió:
—No tendríais que estar haciendo nada de
este lado del mar. ¡Idos de aquí! Nosotros no queremos judíos de este lado. No
nos hace falta vuestra presencia. ¡Fuera!
—¡Sí! ¡Idos de aquí! —gritó una mujer que
los acompañaba.
Jesús entonces, comenzó a caminar hacia el
mar y nosotros lo seguimos. El que antes estaba dándose golpes contra las
piedras se fue con los gerasenos dando voces de alabanza; todos le ordenaban
que se callara, pero él gritaba más fuerte.
Cuando llegamos abajo, miramos hacia
atrás y vimos que el que antes estaba desnudo aún nos seguía, envuelto en la
capa del Maestro. Cuando llegamos a la orilla, Jesús dio la orden de que
Piedro, Santiago el menor, Simón y yo lleváramos las barcas, mientras mientras
Él y los demás caminaban por la orilla hacia el norte, buscando un sitio donde
dormir porque ya estaba muy tarde para volver a Cafarnaúm.
—Si queréis un sitio donde dormir —dijo
el hombre curado, adivinando nuestras intenciones—, allí en esas rocas hay una
cueva espaciosa. —Todos lo seguimos y entramos en la cueva. Pescamos allí unos
cuantos peces, e hicimos fuego a la entrada de la cueva. Cenamos con el hombre
y pasamos allí la noche.
Al día siguiente, estábamos recogiendo
todo para irnos, y el hombre continuaba siguiéndonos. Tanto que, cuando ya nos
estábamos montando a las barcas, el hombre quería venirse con nosotros.
—¡Kaertes! —le gritó el Maestro con una
sonrisa.
—¿Cómo sabes mi nombre? —le preguntó
desconcertado el hombre.
—¡Quédate aquí en Gerasa! Vuelve a tu
casa, con los tuyos, y cuéntales las cosas grandes que ha hecho Dios contigo. —Kaertes
obedeció y se quedó quieto, como una estatua, mirándonos desde la orilla, con
la capa del Maestro puesta, hasta que desde mar adentro no lo vimos más.
El Maestro había salvado la vida de dos
hombres, y había hecho el esfuerzo de cruzar el Mar entero, solo por ellos dos.
Imagino que Kaertes y su compañero nunca sabrán que fue Dios mismo el que los
salvó, como muchas veces nosotros no somos capaces de ver la mano de Dios en
tantas cosas que nos suceden en la vida.
Remamos todo el día hacia Cafarnaúm,
tanto que nos dolía el brazo ya de tanto esfuerzo. Cuando nos estábamos
acercando a la orilla, vimos una multitud esperándonos.
—¿Dónde estabais? —preguntó uno que
estaba en tierra.
—En la otra orilla —dijo Piedro.
—¿Dónde los gerasenos?
—¡Allí mismo! —Comenzamos a atracar, y se
presentó un hombre que le dijo a Jesús:
—¡Maestro! ¡Mi hija se está muriendo!
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