EL LINAJE DE LA MUJER

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


La viuda de Naím

Resurrección de un niño

Escrito de una mujer llamada Livi, a petición de José, un discípulo del Señor.


Dios estableció, desde el principio, enemistad entre el linaje de la serpiente, y el linaje de la mujer. Yo creo que a mí me tenía dominada la serpiente, porque vivía rodeada de desgracias. Para comenzar, había nacido en un hogar destrozado y, desde que era pequeña, vi a mis padres discutir sobre casi todo; así que cuando mi padre me anunció que me iba a casar, me pareció que era la mejor manera de salir del infierno en que se había convertido mi vida.

Yo era muy joven entonces, como todas las chicas de Galilea que se casaban; nuestro matrimonio había sido acordado por nuestros padres, pero desde que conocí a Jabub, mi esposo, me pareció que mi vida era él, y nada más que él. Conocí el amor por él y fui muy feliz a su lado. Jabub era un hombre normal; no era demasiado fuerte, pero sabía sembrar casi cualquier semilla, y yo le ayudaba a recolectar los frutos de su trabajo.

Vivíamos felices en el valle de Jezrael, a los pies del monte Moreh; el valle era fértil, y también mi cuerpo. En el valle crecía el trigo y las flores con una exuberancia que no se veía en casi ningún rincón de Israel, y en mi cuerpo creció Drori, nuestro hijo. Nació cuando yo tenía apenas dieciséis años, y Drori fue nuestra vida. Lo cuidábamos con mucho esmero y él era la luz que iluminaba nuestros días. Sin embargo todo cambió súbitamente, cuando sobrevino la enfermedad de Jabub, mi marido. Una tarde, llegó muy cansado y se metió a la cama temprano.

Al día siguiente estaba ardiendo en fiebre. Pensé que era una calentura pasajera cuando a los dos días se levantó, y se fue a trabajar. Yo no quería que Drori se acercara demasiado a Jabub para no exponerlo a que se contagiara de la fiebre, pero cuando llegué del campo me encontré a Jabub desplomado en la entrada de la casa, y a Drori llorando a su lado. El niño apenas tenía tres años.

Jabub empeoró. Su túnica estaba empapada en sudor al día siguiente. Solo me pedía agua; estaba sediento todo el día y comenzaba a desvariar. Yo rogué a Yahvé por él, pero todo fue inútil. A los dos días comenzaron los delirios, y Jabub hablaba y gritaba en la cama cosas ininteligibles. Drori y yo también enfermamos; yo me pasaba el día poniéndole compresas de agua fría a mi marido por todo el cuerpo, para intentar bajarle la temperatura, pero todo fue inútil. A los cuatro días Jabub había muerto.

Salí a llamar a los vecinos e intentar que me ayudaran a enterrarlo, en medio de mi propia fiebre, pero nadie quería acercarse a nosotros y ni siquiera querían salir de su casa por miedo a contagiarse; entonces me di cuenta que nadie me iba a ayudar, y que iba a tener que hacerlo todo yo sola. Lo envolví en unas sábanas limpias y lo monté, como pude, en un pequeño carro que teníamos para mover las cargas de trigo; lo llevé a enterrar con Drori llorando a mi lado, y con el corazón roto por el dolor de perderlo.

Enterré a mi Jabub en medio de lágrimas profundas, porque él era mi amor y mi vida. Volví a casa con Drori, y estuvimos allí, casi sin comer, durante catorce días. Seguramente nos habíamos contagiado de su mortal enfermedad, porque mi niño y yo teníamos una fiebre que nos quemaba por fuera, y un dolor muy hondo que nos quemaba por dentro. Al poco tiempo vino el hermano de mi marido con la cara protegida, para no contagiarse, y se llevó las pocas monedas que Jabub tenía; las viudas en Israel estábamos completamente desprotegidas por la ley, y no teníamos derecho ni siquiera a la herencia de nuestros maridos; afortunadamente no le interesó el campo que había dejado mi marido y me permitió vivir en él. Yo me quedé a solas con Drori, sin saber qué hacer ni cómo vivir. Jabub se había encargado de todo en nuestra casa y ahora estaba yo completamente desprotegida y enferma, con mi hijo.

Quería pensar en el profeta Job, pero el dolor era muy superior a mis fuerzas. Job había perdido todo, como lo había perdido yo, pero él le había dicho a Dios con mucha fe:

Desnudo salí del vientre de mi madre,
y desnudo tornaré allí.
Yahvé me lo dio,
Yahvé me lo quitó.
¡Sea bendito el nombre de Yahvé!

Yo no tenía ni su fortaleza ni su fe. Aún era casi una niña y sentía que la vida se me iba sin mi marido. Drori lloraba mucho, pero yo apenas lo escuchaba con mis vestidos empapados por el sudor, mientras solo escuchaba el dolor de mi corazón. Le daba algo de comida, de vez en cuando, y algo comía yo, pero estábamos muriéndonos lentamente, en medio de los nuestros escalofríos. Un día escuché que alguien llamaba a la puerta, pero yo apenas oía cosas ininteligibles.

—¡Livi! —gritó luego una voz desde fuera—: ¿Estás bien?

Yo ni siquiera pude contestarle nada; Drori lloraba desconsolado y enfermo; yo solo veía una luz que entraba desde el exterior, y una mano que me pareció la de un ángel, dándome de beber. Luego dio de beber a Drori. Al poco tiempo salió, pero volvió con algo de comer. Al día siguiente volvió, y así todos los días de esa semana; así, Drori y yo nos fuimos recobrando lentamente.

Era la mano salvadora era Mazal, mi vecina, la que nos había salvado. La fiebre iba desapareciendo lentamente de los dos, y comenzamos a recuperarnos. Creo que más que la desnutrición lo que nos estaba matando, o por lo menos a mí, eran la soledad y el dolor. A los dos días, Mazal se llevó la ropa sucia y la trajo limpia y seca. Luego nos llevó a Drori y a mí a lavarnos al pequeño arroyo, al pie del monte Moreh, y nos lavó amorosamente. Mazal me había devuelto la confianza en el género humano. Venía todos los días a cuidarnos, a darnos de comer, y a jugar con Drori. ¡Bendita sea Mazal!

—Tienes que volver a trabajar —me dijo un día, preocupada.

—Tienes razón. Yo sé que no me vas a durar toda la vida —le dije; me aferré a ella como una niña pequeña y lloré; lloré mucho.

—No es por eso Livi —me dijo secando mis lágrimas—, tienes que recuperar tu vida.

—¡Mi vida era Jabub! —protesté—. ¡Y Yahvé me lo quitó!

—No Livi. La vida es dura, pero exactamente por eso vale la pena vivirla. Ahora tu vida tiene que ser Drori; Drori necesita a su madre. Lo tienes que sacar adelante y tú eres la que tiene que despertarse, y trabajar para que tu hijo sea alguien en esta vida.

Y así fue. Drori se convirtió en mi vida. Volví lentamente a trabajar con el trigo, recordando todo lo que hacía Jabub y, la verdad, lo hice bien. Mazal venía de vez en cuando a vernos, y Drori jugaba con sus hijos. ¡Bendita sea Mazal! Algunos días salíamos las dos a caminar; un día me confesó que a su marido no le gustaba que ella viniera a visitarme. “¡Ya sales a visitar a esa loca!”, le decía.

—Mazal: que sepas que esta loca te debe la vida —le dije yo con los ojos vidriosos—; y Drori también.

Drori crecía, y crecía también nuestro pequeño negocio. En los ojos de mi hijo veía su sonrisa, y su felicidad era mi felicidad. Él me ayudaba a trabajar todos los días, y yo estaba muy orgullosa de poderle dejar este negocio, para que él pudiera ganarse la vida cuando yo ya no estuviera en este mundo. Es lo que todos los padres queremos: que nuestros hijos tengan una manera honrada de trabajar.

Todo iba bien hasta que un día, cuando Drori tenía doce años, las nubes oscurecieron nuevamente mi vida, y las tormentas inundaron otra vez mi corazón. Solo escuché sus gritos. Se había caído de la escalera, cuando estaba acomodando sacos en el granero. Cayó mal caído y se golpeó contra las piedras del suelo; se le salió un hueso de la pierna derecha y la cabeza le sangraba. Solo atiné a salir a buscar a Mazal, ahora sí, como una loca.

—¡Se ha caído! —le grité desde fuera de su casa. Inmediatamente salieron ella y su marido—¡Se ha caído! —insistía llorando—. Se ha caído… —dije ya casi sin fuerza.

—¿Pero qué ha pasado? —me preguntó.

—¡No lo sé! Estaba en el granero y se cayó. Me imagino que estaría acomodando sacos. —Llegamos al granero y el suelo estaba lleno de trigo desparramado por todas partes. El marido de Mazal tomó en sus brazos a Drori, que ya no hablaba. Cuando llegamos a casa, ya no respiraba.

—¡Drori! —le gritaba yo—; ¡Mi Drori!

Mazal apenas me abrazaba, también en medio de lágrimas. Su marido acomodó a mi hijo en la cama. Yo lloraba y gritaba; ya ni me acuerdo qué gritaba. Estaba arrodillada besándolo y acercándolo a mi pecho. Sentía que la sangre de su cabeza se mezclaba con mis lágrimas. Mi hijo ya no respiraba y su sangre lo inundaba todo; también mi corazón.

Cuando me calmé un poco envolvimos a mi hijo con unas sábanas limpias, que perfumamos previamente. Mazal había lavado el cuerpo muerto de Drori, y le había puesto aceite; yo no era capaz ni siquiera de mirarlo. No podía bendecir a Yahvé, como Job; tampoco podía maldecirlo, porque no se maldice a Dios, pero yo no tenía tanta fortaleza para aceptar que mi hijo con doce años se me iba para siempre. Ahora sí, mi vida no tenía ningún propósito. Mazal me había dicho que Drori debía ser mi vida, y así había sido. Nada tenía sentido ya sin él. Yo no hablaba; estaba como muerta, pero despierta.

No tenía a quién avisar de su muerte; mi familia no existía, y mi vida tampoco. Algunos vecinos vinieron. Me decían cosas que yo no entendía. Algunos pedían perdón por no haber venido a ayudarme cuando murió Jabub. ¿Dónde estás, mi Jabub? Mi buen Jabub…

—¿Por qué, Dios mío? —gritaba yo desconsolada—. ¿Por qué? —repetía varias veces. Mazal, me abrazaba y me besaba la cabeza.

—¡Cálmate! —me decía—. Sh, sh —me insistía, mientras me consolaba.

El sol de la tarde iluminaba el monte Moreh, en cuyos árboles ya comenzaban a dorarse algunas hojas. Yo no hablaba. Mazal y su marido habían arreglado todo. ¡Bendita sea Mazal! Me levantaron, porque yo no tenía ya fuerzas, y comenzamos a caminar, hacia las puertas de la ciudad, con el cadáver de Drori. Adelante, unas amigas de mi amiga, hacían de plañideras. Nunca entendí por qué existían las plañideras en los entierros; como si el dolor que yo sentía no fuera real y hubiera que traer gente que llorara por mí. Éstas se echaban en el pelo polvo y ceniza, que habían sacado previamente de los hornos y lloraban, como lloraba mi corazón. Mazal me llevaba del brazo y yo caminaba como podía.

Cuando salíamos de la ciudad, vimos una gran multitud que venía hacia nosotros. Un hombre de la multitud, con túnica blanca, se acercó a mí, me miró con una compasión que yo sentí en lo más profundo de mi ser.

—¡No llores, mujer! —me dijo mientras me sonreía y me tomaba de la mano.

Yo no podía devolverle la sonrisa; no era capaz ni de mirarlo a los ojos. Me llamó la atención que me pidiera que no llorara, porque no había dejado de hacerlo desde que Drori se había caído de la escalera. Las plañideras de Mazal seguían gritando, pero el hombre les hizo un gesto para que se callaran. Todo el mundo hizo silencio que se podía sentir en el alma; entonces el hombre se acercó a la camilla en la que traíamos a Drori; apenas se veía su carita entre las sábanas que lo abrigaban; el hombre le acarició la mejilla con mucho cariño. El marido de Mazal y los otros tres que lo llevaban cargado, lo pusieron en el suelo. El hombre me miró a los ojos, volvió a sonreír, y luego se dirigió a mi niño muerto diciendo con fuerza:

—¡Muchacho! ¡Te hablo a ti! ¡Levántate!

Drori, súbitamente, abrió los ojos; casi todos los que estaban allí retrocedieron, muertos de miedo. El niño se incorporó y se levantó; el Señor lo tomó de la mano y me lo entregó. Yo no podía hablar; estaba completamente muda. La herida de su cabeza había desaparecido y su pierna derecha estaba perfecta. Mazal y su marido miraban aterrorizados. Yo no tenía miedo; solamente estaba sorprendida, pero feliz con mi Drori, y lo abrazaba llorando.

El hombre que lo había curado me miraba tan intensamente, que parecía que quien me miraba era su corazón. Eran los ojos de Dios que me decían que debía bendecir a Yahvé siempre. ¡Bendito sea Yahvé! Y ¡Bendito sea su enviado! Yo solo lloraba y acariciaba a mi hijo que estaba vivo y bien. ¡No me explicaba cómo había sido eso posible! Este hombre era el mismo Dios, era la única explicación; dueño de la vida y de la muerte. En ese momento sí me acordé de Job, y pedí perdón a Yahvé por no haberlo bendecido cuando estaba perdida en las tinieblas de mi corazón.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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