EL SIERVO DE IULIUS

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


La fe te cura
Curación del criado del Centurión
"No soy digno de que entres en mi casa"

Documento atribuido a un anciano de Cafarnaúm:

—Señor Nehemías: vengo de parte del centurión —me dijo apurado el criado que acababa de tocar a mi puerta—. Él necesita que venga usted a su casa.

—Por supuesto; voy ahora mismo; pero, ¿qué necesita de mí?

—No lo sé; está muy nervioso y agitado. Tenemos un problema muy grande: uno de sus criados se está muriendo.

—¿Y qué puedo hacer yo? —le pregunté.

—No lo sé, mi señor; por favor, solo venga a su casa.

—Sí, sí —le dije—; iré ahora mismo contigo.

Salimos en medio de la noche, atravesando unas pocas calles; Cafarnaúm no era una ciudad grande y sus calles estrechas, invitaban a la confidencia.

—¿De dónde eres? —le pregunté.

—Soy egipcio, mi señor —me respondió.

—¿Y hace mucho tiempo que estás con Iulius? —el criado me miró curioso de que yo me interesara por él.

—Desde que nací, mi señor —yo asentí lentamente, mientras seguíamos caminando.

—¿Y qué opinas de Iulius? —el criado  sonrió, y miró al suelo diciendo:

—Es el mejor amo, mi señor; yo he visto a otros amos maltratar a sus esclavos; los amarran y les ponen el collar que dice la leyenda en latín: “Tene me ne fugia et revoca me dominum meum”, o sea: "Retenme para que no escape, y devuélveme a mi dueño”, En cambio, el amo Iulius nos trata como a gente de su casa y hasta ha hecho que nos enseñen a leer—. Yo levanté las cejas en señal de admiración; no me podía creer tanta bondad.

Iulius era un hombre recio, de mentón fuerte, facciones angulosas y ademanes exquisitos. Aunque era un romano rico lo habían destinado a Cafarnaúm, probablemente como castigo porque no estaba de acuerdo con algunas de las ideas del emperador Tiberio. Ya se sabe que el poder envilece y muchos poderosos quieren acallar las voces contrarias a su gestión, abusando de su poder, especialmente cuando la soberbia los obnubila. Cuando lo asignaron aquí a Cafarnaúm, Iulius ni sabía dónde quedaba este rincón perdido del imperio; sin embargo, aceptó el encargo con resignación. En Roma le hablaron muy mal acerca del pueblo de Israel, pero luego se fue dando cuenta de que los galileos éramos gente buena y, desde que llegó, había sido un mandatario generoso que nos había ayudado bastante.

Cuando llegamos a su casa; el criado me pidió que esperara en el amplio recibidor y, al poco tiempo, apareció el dueño de la casa:

—Nehemías —me dijo Iulius—, te he mandado llamar porque estoy seguro de que tú puedes ayudarme. Me daba vergüenza pedírtelo, pero sé que tú me comprenderás.

—Dime Iulius —le dije con curiosidad, mientras lo saludaba—; no te preocupes.

—Lucio, el delegado del rey me ha contado que hay un Maestro bueno de Nazaret que cura a la gente.

—Si —le dije—, seguramente habla de Jesús de Nazaret.

—Ése mismo —me dijo—. Y yo quisiera pedirle el favor de que cure a Kariv, mi siervo, que ha sido como un hermano para mí; él vive conmigo desde que yo tenía apenas diez años. Fue primero fue siervo de mi padre y luego me ha seguido sirviendo a mí. He estado rezando con insistencia a Esculapio, el dios romano de la medicina, para que le calme los dolores, pero no me escucha. También he estado intentando calmarlo con remedios caseros, pero sufre muchísimo, y no se logra curar.

—¿Y qué quieres de mí?

—Sé que no soy nadie para pedirle este favor al nazareno;  pero a lo mejor si tú, que eres israelita como Él, se lo pides, el Maestro podría devolverle la salud a mi siervo; Yo nunca he sido especialmente religioso, porque los dioses romanos no han sido benévolos conmigo, pero a lo mejor el Dios de vuestros padres pueda ayudarme.

—¿Y qué es lo que le pasa? —le pregunté.

—Todo comenzó cuando se cayó del techo hace unos días, y se hizo mucho daño. Ahora no se puede ni mover de la cama, y se ve que tiene varios huesos rotos; no es capaz siquiera de respirar de los dolores tan agudos que tiene. No creo que vaya a sobrevivir esta noche, porque su respiración parece la de un hombre viejo, aunque solo tiene treinta y ocho años. Ya está delirando. —Me quedé pensando un momento y le dije:

—Voy a decirle a Mahir, mi amigo, que me acompañe y así podremos pedírselo los dos. Jesús es muy compasivo y seguro que, si ve dos ancianos angustiados, nos hará caso a los dos.

—No sabes cuánto te agradezco, Nehemías. No lo pido por mí, de verdad, pero ver a Kariv, en la situación en la que está, me destroza el corazón.

—No te preocupes; ya te traeré su respuesta. —Me fui de allí directamente a la casa de Mahir; era muy buen amigo mío y, al saber que la petición venía de Iulius, aceptó con agrado la petición de ir a buscar al Maestro.

—Vamos a casa de Simón, el pescador —me dijo—. Seguramente lo encontraremos allí. —Simón, originario de Bethsaidá, se había venido a vivir a Cafarnaúm, porque aquí le quedaban más cerca las aguas de Dalmanuta, aguas ricas en peces. Simón era un buen hombre también; seguro que él también nos ayudaría a convencer al Maestro. Llegamos a la casa, que estaba llena de gente, pero Jesús no estaba allí.

—Se ha ido a Corozaín, nos dijeron.

Entonces nos fuimos a la media montaña, en el camino, a esperar su llegada, para lograr verlo antes de que llegara al pueblo. Era pleno verano, y los días eran largos. Así que comenzamos a hablar sobre muchas cosas, mientras veíamos el ancho Mar de Galilea que depositaba pequeñas dunas doradas en la orilla: su familia, la mía, Galilea, Herodes; en fin: hablamos de todo lo que dos hombres mayores hablan: la familia, y la política. De repente, me dijo Mahir:

—Mira allí abajo, viniendo de Genesaret. ¿No ves esa cantidad de gente? Tiene que ser Jesús. Nadie camina con tanta gente al lado.

—Tienes razón. ¡Vamos! —le respondí, ansioso—. Si no llegamos antes de que entre a la ciudad, ya no podremos hablar con Él.

Así que echamos monte abajo rápidamente, con tan mala suerte que Mahir se cayó y se hizo daño. ¡Qué mala suerte! Ya la muchedumbre que seguía a Jesús hacía imposible acercarse. Por fin, después de mucho empujar, logramos llegar y abrirnos paso entre la multitud; cuando nos encontramos con Él, yo le hice un breve gesto de reverencia y le dije:

—Maestro: hay un centurión romano en Cafarnaúm; un buen hombre, que tiene un criado que se ha caído porque estaba trabajando en el techo de su casa, y está muy grave sufriendo grandes dolores. El centurión te pide, con toda humildad, que cures a su criado, porque lo quiere como a un hermano. De verdad que él ha sido muy bueno con todos nosotros, los hijos de Abraham, desde que llegó a vivir a Cafarnaúm. Incluso la sinagoga de la ciudad donde tú enseñas ha sido construida por él.

—Está bien —respondió Jesús, sonriéndonos con cariño—.; voy a ir a curarlo. ¡Vamos!

Comenzamos a caminar; durante el camino, nadie decía nada. Yo confiaba en que el Maestro podría curar al siervo de Iulius. Jesús caminaba con mucha decisión mientras sus discípulos trataban de hacerle camino entre la gente; nosotros lo seguíamos jadeantes. Cuando estábamos llegando, salieron de casa de Iulius unos amigos suyos que vinieron hacia nosotros.

—Maestro: Iulius te manda a decir que no te molestes en entrar en su casa, porque él no se siente merecedor de que lo hagas.

—¿Ya no quiere que cure a su siervo?

—¡Claro que sí! Pero es que él no cree en el Dios de nuestros padres y, por eso, no se consideraba digno de ir donde ti. Él entiende de asuntos de autoridad, porque cuando él manda, los demás obedecen. Por eso, él dice que tú también puedes ordenar, con una sola palabra, que su criado se cure, sin entrar siquiera en la casa, y seguro que se curará. —Jesús levantaba las cejas, casi sin creérselo. Parpadeó un par de veces, se dirigió a los que lo seguían, y les dijo:

—¡Nunca he visto una fe tan grande en Israel, como la de este extranjero! Mi Padre quiere que todos los hombres vengan a estar con Él en el reino de los cielos, pero yo estoy seguro de que allí veremos a muchos que vendrán de levante, de poniente, del mediodía y del norte; y, sin embargo, habrá muchos hijos de Abraham que van a ser arrojados a las tinieblas exteriores, porque nunca confiaron en la bondad del Padre. —Luego miró a los amigos de Iulius y a nosotros y nos dijo:

—Él lo ha creído así. ¡Y así será! —Yo le besé la mano y salí corriendo. Cuando llegamos, llamé a la puerta. Adentro se escuchaban gritos de felicidad. Nos abrieron, y vimos que el siervo de Iulius se había levantado de la cama, con una sonrisa en los labios, sin saber de dónde venía su mejoría.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¡Me siento más fuerte que nunca! —Iulius se arrodilló y comenzó a besarnos las manos en señal de agradecimiento. Lo levantamos, y nos dio un abrazo.

—¡Esperad! —nos dijo—, debo rezar —se arrodilló de nuevo y comenzó a rezar a nuestro Dios, pausadamente, convencido de que sus dioses solo eran arcilla y piedra.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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