CAUSA Y EFECTO

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


¿Cómo se debe rezar?
¿Cómo debemos dar limosna?
"Por sus frutos los conoceréis"
"Si quieres, puedes limpiarme"
Jesús saca siete demonios de María Magdalena

Extracto de una carta de Tomás, el mellizo, a Leví (Mateo)

—Mamá; yo pensé que eso era lo mejor —le dije a mi madre, cabizbajo.

—Hijo: no debiste haberle preguntado a nadie, y haber hecho lo que te dije; ¡yo no te digo las cosas por decirlas! —me respondió y se fue enfadada.

Ni siquiera recuerdo, entre las nubes del tiempo, el motivos la bronca de mi madre, pero recuerdo su semblante como si lo estuviera viendo ahora mismo. Ese tipo de educación me convirtió en una persona rígida y desconfiada. Mi madre tenía esa mentalidad de los viejos a los que les había tocado la guerra con los romanos, y solo veían el mundo de manera oscura y rigurosa. Así crecí, en un ambiente muy cerrado, cercano a los fariseos, y había estado acostumbrado a que no existiera efecto sin que lo produjera una causa. Además, nunca pensé que lo que veía era el reflejo de la realidad; siempre pensaba que debajo de las personas había mala fe e hipocresía. Sin embargo Jesús me enseñó que no; que las apariencias te podían engañar; incluso que había intenciones buenas, muchas veces ocultas, que eran las verdaderas causas de lo que se veía.

Bajábamos desde el camino de Corozaín mientras veíamos la majestuosidad del Mar de Galilea; la vista desde allí, me recordaba a cuando éramos pequeños y nos quedábamos mirando los pequeños hormigueros en la tierra; así se veían, pequeñitos, los poblados a la orilla del mar: Bethsaidá, Cafarnaúm, Magdala, Genesaret y Tiberias.

—¿Lográis ver al fondo, en la otra orilla, las ciudades de los gerasenos? —preguntó Jesús. Nosotros entornábamos la vista para tratar de ver más lejos, pero no lo lográbamos.

—Hoy no está el cielo especialmente claro, Maestro —le contesté yo.

—Y sin embargo allí están, ¿verdad mellizo?

—Sí Maestro, supongo.

—Tendrás que aceptar —argumentó Jesús—, que a veces las cosas no son como parecen.

—Sí Maestro; yo sé que así es. Es como cuando veo a alguien rezar por la calle; la consecuencia lógica es pensar que ese hombre que reza es un hombre bueno.

—¿Y tú crees que rezar por la calle está bien?

—No lo sé Maestro; imagino que sí.

—Mellizo, rezar es siempre bueno; pero uno no tiene por qué ir anunciando lo bueno que hace, porque hay muchos hipócritas que les gusta ser vistos en las esquinas, en las sinagogas y en el Templo, para que todo el mundo diga: “mira ¡qué piadoso!” pero ellos, al recibir las alabanzas de los hombres, ya recibieron su recompensa; y qué es mejor, ¿recibir la recompensa de los hombres o recibir la recompensa de Dios? —yo no supe qué responder; Jesús se quedó mirándome, y luego afirmó—: es posible que los que sean alabados por los hombres puedan ser despreciados por Dios; porque los valores de Dios no son los mismos de los hombres. Ese tipo de gente, que alaba a los hombres, alababa también a los falsos profetas, mientras apedreaba a los enviados de mi Padre. Yo te digo que es mucho mejor tener un momento de intimidad con tu Padre Dios, en un sitio privado, y así Él te escuchará de verdad; porque no lo haces por el interés de ser alabado por los hombres, sino porque de verdad necesitas su cercanía y su consejo.

—Maestro, ¡pero uno no puede hacer el bien, encerrado en su habitación! —protestó Judas el Cachas.

—Si Judas; pero del bien que haces no se tiene por qué enterar nadie. Si das limosna con la mano derecha , por ejemplo —Jesús levantó la mano derecha y escondió la otra por detrás—, la mano izquierda no se tiene que enterar; pero tu Padre, que sí la ve, te lo recompensará. Y lo mismo cuando ayunes: no debes ir por la calle como un cadáver, quejándote de tu ayuno —Jesús estiró la cara, imitando a un cadáver y todos nos reímos—. Te aseguro que ése que se queja ya recibió su recompensa cuando la gente piense: “pobre hombre, que ayuna”; en cambio, si sonríes, lavas tu cara y perfumas tu cabeza, nadie se va a dar cuenta de que estás ayunando. Solo tu Padre Dios se enterará, y entonces te lo recompensará.

—Maestro: los fariseos rezan y ayunan con mucha frecuencia —le dije yo.

—Sí mellizo, pero muchos de ellos lo hacen precisamente para quedar bien y se pasan la vida criticando a los demás. ¿Os imagináis un ciego guiando a otro ciego? —Todos se rieron—. ¡Claro! Os reís porque os imagináis, con razón, que los dos ciegos caerán ambos en un hoyo. ¿Verdad? Así mismo si tú tienes una viga en un ojo, no puedes decirle a tu hermano: “Ven, yo te quito la paja que tienes en el tuyo”. ¡No puedes ser así de hipócrita! Primero tendrás que quitarte la viga que tienes en el ojo, y así podrás ver claramente la paja en el ojo de tu hermano, para quitársela. Pues a mi Padre le duele cuando criticáis a un hermano y no sois capaces de criticaros primero a vosotros mismos. ¿Quieres que tu Padre Dios te haga caso? Despójate de tu soberbia, sé bueno con tu hermano y ten misericordia de él; entonces, tu Padre tendrá misericordia de ti.

—Pero Maestro, la voluntad de Dios es muy difícil de saber porque uno no tiene quién se la diga; es decir: Dios está en el cielo, y nosotros estamos en la tierra; ¿cómo puedes saber tú, o cualquiera de nosotros, su voluntad? —le preguntó Simón el cananeo.

—Simón puedes estar seguro de que, si haces lo que crees que es la voluntad de Dios, Él mismo se encargará de poner lo que falte para que todo salga bien. Imagínate una casa; sabes que no podrá sostenerse si no tiene buenas bases; pues la casa es vuestra vida interior, y la base de esa casa es cumplir la voluntad de Dios; y, para cumplirla, debéis poner por obra todo lo que yo os he enseñado. Así, vuestra casa estará fundada sobre roca sólida, y aunque caiga la lluvia, y el río crecido se venga contra la casa, vuestra casa interior no se caerá.

—Maestro, ¡cómo se nota que has trabajado en el negocio de la construcción! —le dije yo; todos se rieron, y Él también—Pero el problema es que en el mundo hay mucha confusión; hay cosas que parecen buenas y no lo son tanto; hay otras que parecen malas pero luego se convierten en buenas; entonces si todo lo que vemos puede ser apariencia, cómo podremos saber si algo viene de Dios, o no? —pregunté.

—Ya verás, mellizo, que cada higuera va a dar higos; y que cada zarza va a dar espinos; el árbol se conoce por sus frutos: si es un árbol bueno, dará frutos buenos; y si es malo, dará frutos malos. Así es igual con los hombres. El hombre bueno de corazón, da siempre frutos buenos; en cambio el hombre malo saca frutos malos de su corazón malo. Y siempre los sentimientos del corazón de una persona salen a través de su boca cuando se desborda su corazón, como se desborda una fuente cuando está llena; y, dependiendo del corazón, se desborda en palabras buenas o malas.

Jesús entonces echó a andar montaña abajo. Todos pensábamos que iba hacia Cafarnaúm, pero tomó el camino de Magdala, un poco más hacia el mediodía. Mientras caminaba, iba enseñando:

—Nosotros queremos aprender a rezar, Maestro —apuntó Santiago el mayor—; ¿cómo podemos pedir a Dios cosas sinceramente y sin hipocresía?

—Santiago, la oración es muy sencilla; no penséis que diciendo muchas palabras vais a rezar mejor o a ser más escuchados; lo verdaderamente importante es que lo hagáis con humildad y sinceridad. Pensad que vuestro Padre sabe lo que necesitáis, mucho antes de que vosotros siquiera os deis cuenta. Por eso, cuando recéis, habladle al oído; decidle con cariño vuestras cosas. Pedidle, rezadle y, si es necesario, lloradle. ¡Es vuestro Padre, y vuestro Padre nunca se olvida de vosotros, porque Él siempre quiere que tengáis lo mejor! Por eso, no todas las personas que recen mucho van a entrar en el reino de los cielos. Muchos van a venir ese día y me van a decir: “¡Señor!, ¿pero no rezábamos mucho? ¿No dijimos profecías? ¿No echamos demonios, e hicimos milagros en tu nombre? Y yo les diré: “Nunca os he escuchado, porque rezabais sin buena intención en vuestros corazones. Así que no os conozco, ¡ni sé quiénes sois!

Cuando estábamos ya descendiendo llegando a Magdala, de repente, de una cueva cuya apertura miraba hacia el mar, salió un leproso. No caminaba hacia nosotros sino que nos advertía, con las manos, para que no avanzáramos más, porque no quería contagiarnos de su lepra. Sus ropas parecían trapos colgando, como si la lepra le alcanzara también al vestido. Todos retrocedimos, pero Jesús se quedó quieto. El hombre, entonces, puso sus rodillas en tierra y vino caminando sobre las rodillas hacia el lugar donde estaba Jesús. Su cara estaba completamente cubierta de llagas y sus vestiduras manchadas de sangre y podredumbre. Avanzaba cada vez más, y nosotros retrocedíamos lo propio, no solo por el peligro de contagio, sino por el asco que nos daba. El Maestro permanecía quieto. Cuando el leproso llegó cerca de Él, se postró, puso su cara sobre la tierra, y le dijo:

—¡Señor, yo soy un pobre hombre! No soy nadie para pedirte esto pero yo sé que, si tú quieres, me puedes limpiar —Jesús se conmovió; estaba enternecido por la manera humilde y llena de fe con la que el leproso se lo había pedido, así que se sentó a su lado, en el suelo; lo levantó hasta que el leproso también quedó sentado y lo abrazó. Luego lo recostó contra su pecho, lo besó en la cabeza y le dijo, mientras le pasaba sus manos por la cara:

—¡Quiero que quedes limpio! —Él se tocó la cara y, al ver que estaba limpio, comenzó a gritar:

—¡Gloria a Yahvé en el cielo! ¡Gloria al Hijo de Yahvé! —y lloraba a moco tendido y le besaba las manos.

—No le digas a nadie que yo te he curado —le advirtió Jesús—. Solo ve, y ofrece a Dios la ofrenda que ordenó Moisés. Así, los sacerdotes tendrán tu testimonio. —Jesús y él se levantaron del suelo, pero el hombre no dejaba de gritar y saltar, mientras llegábamos al pueblo. Nada más llegar, comenzó a hacer justo lo contrario de lo que le había ordenado el Maestro:

—¡Jesús de Nazaret me ha curado! —gritaba en medio de la calle—¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

Y salieron de todas partes a ver al leproso, y a ver a Jesús. No podíamos caminar, de toda la gente que salía a nuestro encuentro, y a tratar de tocarlo; después de un rato vino el leproso al que le habían cambiado la ropa y que olía bien y parecía recién lavado. Una mujer del pueblo, que parecía muda, vino arrastrándose por el suelo, como si fuera una serpiente; pero cuando estaba por llegar donde Jesús, éste se levantó, como si no le importara. Todos nos quedamos callados, porque Jesús no se quedaba indiferente ante el dolor. La mujer, entonces, levantó la mano, y Jesús fue donde ella estaba; la tomó de la mano y la levantó del suelo. En ese momento la mujer gritó con una voz ronca y profunda, que parecía hacer eco en el aire:

—¡Tú eres el Hijo de Dios! —Jesús miró a la mujer un momento, pero comenzó a caminar hacia Cafarnaúm. Cuando llevábamos varios estadios, exclamó:

—Los demonios están enfadados y ¡van a intentar de detenernos por todos los medios!

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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