QUIERO MISERICORDIA
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Vocación de Mateo
"Misericordia quiero y no sacrificios"
Extracto de una carta de Mateo a Piedro
—¡Eres escoria! —dijo uno que pasó por mi
lado.
—¡Vete y muérete en el mar! —añadió otro.
Yo ya ni me molestaba en responderles; Me trataban como a un traidor, y lo entendía.
No era fácil comprender que alguien se aliara con tu invasor y enemigo. Me miraban
mal especialmente cuando me veían entrar en la sinagoga; a veces, incluso, prefería
los viernes irme a Corozaín aunque allí también hubiera algunos que me hacían
mal ambiente.
Ser publicano daba dinero, no digo que
no, porque éramos los que recogíamos los impuestos para pagar al imperio, y los
romanos eran muy generosos con nosotros, Además la vida del publicano era
bastante cómoda, porque no te tenías que deslomar sembrando, ni pastoreando, ni
pescando.
Una noche regresaba a mi casa y las
calles estaban desiertas; yo siempre había huido de la oscuridad, pero cuando
me convertí en publicano, el miedo era mucho más grande, por todo el ambiente
hostil que sentía a mi alrededor. Siempre que caminaba miraba hacia todos los
sitios, como prevención, pero eso no impidió que una noche dos hombres con el
rostro cubierto se me echaran encima a pegarme y a apalearme. Después de este
ataque, el que tuve que cubrir mi rostro fui yo, para ocultar las magulladuras y
los golpes. Incluso, uno de los golpes me dañó irreparablemente el ojo
izquierdo. Habíamos pasado así de los miedos a las certezas: estaba en peligro
real.
—¿No has visto ese tumulto? —me dijo un
día el delegado del rey— Es una multitud impresionante que está escuchando a
Jesús de Nazaret; bueno, en realidad Él se pasa más tiempo curando que
enseñando. Tú podrías ir a que te cure el ojo.
—¿Yo? —dije negando con la cabeza— ¡Si yo
soy un publicano! A mí no me va a curar.
—¿Y por qué no?
—Porque no; yo lo he visto pasar por
aquí, pero ya sabes que los publicanos no somos bien vistos —le dije señalando
mi ojo perdido.
—¡Bien vistos! —exclamó el delegado y
soltó una risotada.
Un día, el Maestro Jesús fue a la casa
del pescador que vivía a la orilla del mar. Había tal algarabía, que yo me
acerqué a la casa pero era imposible entrar porque toda la gente se agolpaba
para verlo y escucharlo o, simplemente, para curiosear. Apenas alcancé a mirar
por la ventana y fueron solo unos instantes, pero la manera en que hablaba de
Yahvé, de su misericordia y de su amor por los hombres, me había dejado
encantado.
Yo pensaba que Yahvé me iba a juzgar con
dureza por ser publicano, pero Jesús hablaba en otros términos; en los términos
del corazón; y cuando se habla en los términos de corazón, se habla más de las
buenas o malas intenciones, no de los hechos simples y planos. En realidad,
juzgar a alguien por las apariencias es muy fácil. Como dice un filósofo romano
“Pronto se arrepiente el que juzga apresuradamente”
El discurso de Jesús no era como el que
utilizaban los doctores de la Ley, a quienes también había escuchado, que solo
definían lo que se debía hacer y lo que no, y los terribles castigos por no
obedecer la ley. Jesús iba más allá, porque hablaba de la relación del hombre
con Dios y de la manera cómo nos debíamos tratar entre todos los hombres. Después
de escucharlo en la casa del pescador, volví feliz al sitio de la recaudación,
donde estaba trabajando. Al rato, estaba discutiendo con un herrero cuando pasó
Él. Nunca olvidaré su mirada cuando me dijo:
—¡Ven conmigo! —y me señaló el mar. —Yo miré
a ver si había alguien detrás de mí, pero no; era a mí a quien quería llamar;
además, sin darme cuenta, comencé a ver perfectamente por el ojo que tenía mal.
Me levanté del sitio de los impuestos, inmediatamente, y lo seguí sin pensarlo dos
veces. Me acerqué y le dije:
—¡Gracias Maestro! —Casi todos los del
grupo que lo seguían me miraron mal cuando íbamos caminando. Yo hice ademán de
quedarme atrás, pero Él les dijo con firmeza:
—Os presento a Leví, que se unirá a
nosotros. —Los vi hablar en voz baja, me imagino que reprobando el hecho de que yo fuera
publicano. Yo, para romper un poco la tensión, me acerqué a Él y le dije en voz baja:
—Maestro, os invito a cenar esta noche a
mi casa. ¿Queréis venir?
—¡Claro que sí! ¡Gracias! —me respondió
en voz alta—. Muchachos: esta noche cenamos en casa de Leví —y añadió en voz
baja—: sé que tendrás que preparar cosas; Así que, si quieres, vete y nosotros
iremos en la noche. —Yo asentí mirando al suelo, al sentirme descalificado por
sus discípulos.
Me fui a mi casa, y comencé a organizar
todo para la cena. Invité entonces a varios amigos míos, y a otros dos
publicanos, por si la cosa se ponía fea; yo no quería estar solo con unos
agresivos que pudieran armar algún jaleo mayúsculo en mi propia casa; no era la
idea que yo tenía.
Cuando llegó la hora de la cena, habían llegado como diez invitados,
antes de que llegara Jesús con sus discípulos. Ellos eran como quince, así que
hicimos tres mesas y en la de la mitad estaba el Maestro conmigo; yo no estaba
exactamente a su lado, sino a dos puestos del lugar donde estaba Él. Entonces
llegó uno de los que lo seguían y se acercó diciéndole, con toda su mala
intención:
—Maestro; fuera dos fariseos nos han
dicho que cómo es posible que comamos con publicanos y pecadores. —Lo dijo
fuerte, con el fin de que todos escucháramos. Jesús le respondió:
—¿Quiénes tienen la necesidad de un
médico, los que están sanos o los que están enfermos? Los enfermos, ¿verdad? Y
qué vale más, ¿un sacrificio en el Templo, o una obra buena con un hermano?
Tenéis que olvidaros de rencillas y aprender que Yahvé quiere que nos
parezcamos a Él, que solo piensa en el amor que nos tiene; además Él es Padre
de todos. Por eso ha dicho por boca del profeta Oseas:
Misericordia quiero, y no sacrificio,
y conocimiento de Dios más que holocaustos.
—Si lo pensáis bien, lo entenderéis
claramente.
Yo no había pensado muy bien cuales
podían ser las consecuencias de estar con Jesús, pero iba a suponer un cambio
radical en mi vida; además yo sentía que no tenía la suficiente fuerza que me
permitiera enfrentarme a todos sus discípulos, y quién sabe a cuántos más, que
no mirarían con buenos ojos el hecho de que yo anduviera con ellos. Cuando ya
quedábamos pocos en la cena, de hecho solo quedábamos sus discípulos y yo, fui
donde Jesús y le dije en voz baja:
—Maestro: en realidad, yo no siento tener
la dignidad como para estar en esta mesa contigo —Jesús me miró con su mirada
penetrante y me dijo:
—Tú ven conmigo, que a ti no te tiene que
importar si hablan bien o mal de ti.
Miré hacia la puerta, y vi a dos de los
que andaban con Él, hablando entre susurros. Uno de ellos me miró con odio, y
escupió al suelo. Yo volví a mirar a Jesús, y me puse a pensar que Jesús nos
había llamado a todos, y de que Él nos aceptaba como éramos, independientemente
de nuestro pasado. En realidad nadie tenía más o menos méritos para estar con
Él; solo existía el hecho de que Él nos hubiera escogido y amado, antes que
nosotros a Él. Seguir a Jesús era dar un salto al vacío y dejar nuestra
comodidad atrás. Cuando internamente tomé la decisión, volví a mirarlo y ambos sonreímos.
El delegado del rey iba a tenerse que buscar a otro publicano que recogiera sus
impuestos.
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