EL VINO NUEVO
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Reunión del Sanedrín
El sentido del ayuno
Parábola del ayuno en las bodas
"Vino nuevo en odres nuevos"
Curación de un hombre con la mano seca
Documento sin encabezado,
atribuido a un fariseo:
La reunión se llevó a cabo en la noche,
en el más absoluto secreto, porque era mejor que nadie se enterara. Me habían
encargado desde Jerusalén que así fuera, y así debía ser. Era la respuesta a una
noticia que había corrido como el agua: un hombre estaba apropiándose de la ley y
los profetas, enseñando por todas partes doctrinas contrarias a nuestros
principios.
—No sé hasta dónde ha podido llegar la
acción demoníaca del galileo —dije para comenzar.
—Yo lo he escuchado personalmente, y ha
llegado demasiado lejos —respondió la voz de Shemtov, que sonaba profunda y
alarmada—. No podemos permitir que esto continúe.
—¿Y qué podemos hacer? —pregunté, mientras
me acariciaba la barba.
—Solo hay una solución —me respondió—,
pero las autoridades nos tienen que respaldar.
—“Eso” está hecho, pero me pregunto cuál
podrá ser nuestra estrategia; porque son muchos los que lo siguen —afirmé.
—Pues lo mejor podría ser comenzar por desacreditarlo
ante sus propios seguidores. Si la gente se da cuenta de que Él mismo no cumple
los preceptos de Yahvé, y que no tiene respuestas ante nuestras acusaciones, la
gente comenzará a irse; ha habido muchos como Él, anteriormente, y han
terminado como Él terminará.
—Es muy buena idea —dijo Nuriel, otro
fariseo de la tribu de Rubén—; si queréis, podemos ir los tres y confrontarlo
—la conversación había llegado al punto justo en que yo quería. Cuando se trata
de individuos peligrosos como estos, no había otra solución.
Cuando terminamos, me fui a mi casa. Yo
sabía que el galileo estaba en el pueblo, y quedamos Nuriel, Shemtov y yo, en
pasar al ataque el día siguiente. Me quedé dormido fácilmente, pero por la
noche comencé a sentir, que estaba cayendo por un abismo. Yo sabía que iba a
morir y la oscuridad lo inundaba todo. Un gran mar de fuego lo consumía todo;
veía a otros hombres conmigo, que parecían tizones encendidos; me rodeaban y me
quemaban, en medio de las más profundas tinieblas; vi en ese espacio
inconmensurable un rincón donde esconderme, y entonces sentí un olor que no voy
a olvidar, como entre podrido y guardado y escuché una voz profunda que me
decía: “ese rincón es el sitio que tengo preparado para ti; ahí vas a estar por
toda la eternidad”.
En ese momento desperté de la pesadilla, con
todo mi lecho empapado en sudor; pero el sudor no era causado por el verano
sofocante en el que estábamos, sino porque el plan todavía estaba a medias. Es
posible que la sola confrontación no fuera a bastar para contener al galileo.
¿No había sido taxativo Yahvé con Moisés? Había impuesto unas leyes clarísimas,
y las costumbres que nos habían enseñado nuestros mayores engrandecían esa ley
y marcaban nuestra existencia. Tuve que salir al exterior de la casa; era la
cuarta vigilia de la noche, y no iba a ser capaz de dormir un instante más.
Llegó
el alba y con ella un poco de paz. El encuentro era en la mañana, pero yo
estaba desasosegado. Cuando llegó la hora convenida, nos encontramos en la
sinagoga y justamente ahí, estaba el galileo con sus discípulos. Les hice una seña y nos acercamos. Yo no quería indisponerlo con
un ataque directo, o sea que le dije de la mejor manera posible:
—Tú tomas a Juan el Bautista como a un buen
ejemplo de hombre recto, ¿verdad?
—Sí —me contestó Jesús disimulando una
sonrisa; esa era el tipo de actitudes que a mí me ponían muy nervioso—. Juan el
Bautista es uno de los hombres más justos que he conocido.
—Los discípulos de Juan ayunan; tú los
has visto, ¿no? y oran con mucha frecuencia —el galileo asintió—; nosotros, los
fariseos, también lo hacemos. ¿Pero, por qué tus discípulos no lo hacen?
—¿Has ido alguna vez a una boda? —me preguntó
con un toque de superioridad; yo no entendía por qué quería hablar de las bodas—.
Imagino que sí —yo asentí con la cabeza—; y me imagino que recordarás en las
bodas la música, el shofar, los
regalos, el vino; pero, ¿has visto en la boda, alguna vez, tristes a los amigos
del novio? —yo negué con la cabeza, y Él hizo lo mismo— ¡Claro que no! ¡Están
bebiendo y comiendo porque están en una fiesta! Y, ¿qué pasa cuando la fiesta
se acaba? Que el novio se va y la vida de todos vuelve a la normalidad; ese
día, los invitados vuelven a sembrar, o a pescar o a arar o a apacentar sus ovejas.
Y, ¿sabes qué? También podrán comenzar a ayunar.
—Comprendo, Maestro —dije sin entender
del todo, pero por sonar conciliador.
—Cada cosa debe ir en su lugar: por
ejemplo, nadie que tenga un vestido viejo y roto va a querer cortar un pedazo
de un traje nuevo para remendarlo. ¿Te imaginas? —todos los que estaban
escuchando se rieron, y yo también—. Lógicamente ya, aparte del vestido viejo
remendado con una tela diferente, tendría un vestido nuevo con un hueco, y así estropearía
los dos vestidos. O ¿qué tal si te compraras un vino nuevo? Seguramente no lo pondrías
en pellejos viejos, porque querrías tener el vino un tiempo largo para
añejarlo. Y si lo pones en pellejos viejos, con el tiempo, esos pellejos que
son más débiles se podrían abrir y se perdería el vino. En cambio a un vino
viejo le vienen muy bien los pellejos viejos, porque ya está bueno de sabor y
no necesita estar añejándose mucho tiempo; así los pellejos viejos le dan el
reposo que el vino necesita.
—Pero Maestro, ¿qué tiene que ver eso? Nos
preocupa ver que tus discípulos no respetan el sábado, siendo el respeto del
sábado un mandamiento de Yahvé. Un amigo os vio atravesando unos sembrados de trigo
y estabais desgranando trigo con las manos, para coméroslo.
—¿Tú crees que la Ley debe estar por
encima de las necesidades de los hombres? —me dijo Jesús con una mirada seria. Yo
lo miré, y no sabía qué responder, así que preferí callar.
—La Ley está hecha para el bien del
hombre, y no el hombre para el bien de la Ley. La Ley no es un capricho de mi
Padre sino que está puesta por Él, con el fin de que el hombre sea feliz sobre
la tierra; yo sé que la mayoría de la gente toma los mandamientos de mi Padre
como si fueran una carga, pero no es verdad; los mandamientos son las reglas
mínimas que ha establecido mi Padre para que seáis más felices. —Yo estaba
mudo. ¿Los mandamientos eran para nuestra felicidad? Yo no lo entendía así; los
mandamientos eran una imposición dura y, algunas veces, una carga muy pesada.
Jesús continuó:
—¿Te imaginas, por ejemplo, un mundo
donde estuviera permitido mentir? Nadie podría diferenciar entre la verdad y la
mentira, y sería un caos porque nadie podría asomarse al corazón de un hermano
sin desconfiar de él. ¿O te imaginas un mundo donde estuviera permitido
asesinar? Tendríamos que refugiarnos en nuestras casas y no salir a la calle;
es más: ni siquiera dentro de los muros de nuestra propia casa podríamos estar
seguros.
—Por eso te insisto en que la Ley está
hecha para el bien del hombre. Cuando el rey David estaba huyendo de Saúl, entró
en la casa de Dios con los que lo acompañaban, con el fin de refugiarse. Él y
sus compañeros tenían hambre; y Abiatar, el sacerdote, no tenía pan común para darles;
así que les dio el pan de la proposición, que solo podían comer los sacerdotes.
¿David violó la Ley? —Me preguntó, mirándome de soslayo. Yo no sabía qué responderle.
—Además ¿Está permitido para un sacerdote
trabajar en sábado o no? ¡Claro que sí! Porque ese trabajo es en servicio del Templo
y de Dios. Los sacerdotes, por ejemplo, circuncidan en sábado y nadie los
cuestiona por hacerlo. El Hijo del hombre es más grande que el Templo y, por
consiguiente, puede opinar sobre el sábado. El profeta Oseas lo dijo, inspirado
por mi Padre, que prefiere que tengamos misericordia con los demás, a que
hagamos muchos sacrificios. Si seguís ese mandato no vais a juzgar, con
vuestros prejuicios, a tanta gente inocente.
—Pero, Maestro, nosotros hemos aprendido
de nuestros padres que hay que cumplir unos preceptos y que, si no los
cumplimos, Yahvé nunca nos va a perdonar —Jesús me miró, entornó la mirada, y
me dijo:
—¿Tú perdonas a tus hijos cuando se
equivocan o cuando hacen algo que no está bien?
—Siempre, Maestro.
—Pues tu Padre Dios también te perdona
siempre que te arrepientes de haberlo ofendido; por eso tienes que vivir
siempre feliz, porque Él no vive pendiente de tus errores, sino de tu felicidad.
Después de decir esto, se despidió y se
fue a la sinagoga a seguir enseñando. Yo me quedé mirando a mis compañeros, sin
saber qué decir. Las cosas no habían salido como pensábamos. Sin embargo,
Shemtov nos dijo en todo confidencial:
—Creo que tengo la solución. Conozco un
hombre enfermo que ni siquiera sale de su casa. Podríamos traerlo el sábado a
la sinagoga y, por ser sábado, Él no podrá curarlo.
—¿Y si lo cura? —pregunté yo.
—¡Pues si lo cura, quedará desacreditado
ante su gente, por violar el sábado! —la verdad, era genial la propuesta de
Shemtov.
El sábado siguiente, le trajimos el
enfermo. Él estaba hablando, cuando vio a al hombre que traíamos con la mano
seca y paralizada; la verdad, era bastante repugnante ver a este hombre con una
mano que parecía podrida, dentro de una sinagoga en la cual se supone que todo
debe ser limpio y decente para el servicio de Dios. Jesús miró al hombre y
todas las miradas se dirigieron a él. La mano podía tener trazas de sangre y
entonces todos los que allí estábamos, temíamos quedar impuros si llegaba a
tocarnos. Jesús comenzó a hablar y comenzó a mirarnos uno a uno.
—Este hombre ha venido enfermo a la
sinagoga, y hoy es sábado. ¿Si alguien de aquí pudiera curarlo, estaría
prohibido? —preguntó mientras miraba a su alrededor; ninguno le respondió—Imagino
que vosotros pensaréis que sí porque, según vuestra tradición, no se deben
hacer “reparaciones materiales” los sábados. ¿Curar a alguien, según vosotros,
es entonces una “reparación material”? —; entonces Jesús se levantó y se
dirigió al que tenía la mano seca—: ¡levántate tú también! —Él se levantó, y se
puso en medio con Jesús.
—Os insisto: ¿El día sábado está
instituido con el objetivo de hacer el bien o de hacer el mal a los hombres? —dijo
mirándonos—; ¿se debe salvar una vida en sábado, si se puede, o hay que dejarla
perder? —ninguno sabía qué responderle—. Supongamos que vosotros tenéis una sola
oveja y se os cae a un hoyo un sábado, ¿no la agarráis y la sacáis enseguida? ¡Claro
que sí! ¡Para que no se muera la oveja! ¡Pues un hombre vale mucho más que un
animal, porque es un hijo de Dios, hecho a su imagen y semejanza! ¡Y claro que
se puede hacer el bien, aunque sea en sábado! —Nosotros seguíamos callados. Él
volvió a mirarnos y, con una mezcla de enfado y tristeza, dijo al hombre:
—Extiende tu mano. —Él la extendió. Jesús
lo tomó con sus dos manos, desde el codo, y fue recorriendo todo el brazo hasta
llegar a los dedos. Cuando terminó, la mano del hombre estaba perfectamente
curada. Todos en la sinagoga hicieron un ruido de exclamación, y el hombre se
postró ante Jesús. Él lo levantó y sonrió. Cuando salimos, nosotros y los demás
fariseos estábamos llenos de rabia, y conversábamos con unos representantes del
rey.
—Éste quiere pasar por encima de la Ley —decía
un conocido mío—y blasfema. ¡Y sabéis que la blasfemia está penalizada con la
muerte!
—¿Pero cómo es posible que alguien pueda
hacer estos prodigios, si Dios no está con Él? —respondió otro—; es evidente
que solo Dios tiene el poder de curar, como lo hace este hombre.
—¿Y por qué entonces ordenó Yahvé guardar
el sábado? —le dije—. ¡Este hombre debe morir! Hablaré con los del Sanedrín en
Jerusalén.
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