EL TECHO DE PIEDRO

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


El patio de la casa de Pedro
Curación de un paralítico descolgado del techo
El perdón de los pecados

Relato de Andrés acerca de un incidente en casa de Piedro:


Piedro estaba irritado. Su casa se había convertido en la casa de todos en Cafarnaúm; y no solo de los habitantes de la ciudad, sino también de todo el que pasaba por allí. Nosotros nos reíamos de él, porque vivía con un desasosiego que no lo dejaba vivir. Colaborábamos en todo lo que podíamos, pero a él esto no le bastaba; a veces parecía que nos quisiera echar de su casa. Por eso, lo que sucedió ese día se quedó en mi memoria, como pocos acontecimientos.

Regresábamos una noche de andar por Naím y Bethsaidá y, cuando llegamos a Cafarnaúm, vino a la casa de Piedro toda suerte de enfermos, gente con fiebre, cojos, mudos, y lisiados de todo tipo, para que el Maestro los curara. Si hubiéramos cobrado, seríamos ricos, pero yo siempre me acordaba de las palabras del Maestro: “Gratis lo recibisteis; gratis lo debéis dar”.

A la mañana siguiente Jesús se levantó como siempre a rezar, antes de que nos despertáramos los demás; le encantaba ver salir el sol. “Ver al amanecer, me hace sentir más cerca de mi Padre”, decía, porque los amaneceres en el lago eran espectaculares, vistos desde Cafarnaúm y sus montañas. Lo vi llegar con Simón, el cananeo, quien parecía que hubiera llorado. Simón siempre había sido un tipo raro, difícil de entender. Yo no sabía por qué el Maestro lo tenía con nosotros, y tampoco entendía por qué otros como Leví y Judas de Keriot estaban dentro de sus preferidos. Pero en ese momento yo juzgaba por las apariencias, y no con la profunda rectitud que emanaba el alma del Maestro.

Esa mañana, después de rezar, Jesús casi no fue capaz de entrar a la casa porque había gente desde la noche anterior esperando su llegada. La verdad era que ya nadie podía entrar en casa de Piedro; ni siquiera él mismo. Había que esquivar camillas, sillas, basura, animales y, sobre todo, enfermos.

La casa era muy sencilla: se entraba por el patio, y, al final de éste, estaba la puerta por la cual se llegaba a un espacio de estar donde se ubicaba un pequeño sitio de cocina, desde el que se entraba a unas cuantas habitaciones; tenía un terrado superior al que se accedía por unas escaleras exteriores situadas en el patio. Estaba construida en piedra enfoscada con mortero y cal; apenas tenía muebles y se veía un poco descuidada; desde que Sara, su mujer, había muerto, Piedro había abandonado casi todo lo que constituía su vida, refugiándose en su trabajo: sus cosas estaban manga por hombro porque Sara, su mujer, era quien le daba ese complemento de orden en su vida y ese equilibrio que ahora se le notaba perdido.

Ese día estábamos completamente desbordados con la gente y, para completar el cuadro, al poco tiempo de llegar Jesús se presentaron en la casa unos fariseos y unos escribas, que querían hablar con Él de todo lo referente a la Ley y los profetas, y de la relación del hombre con Dios. Cuando comenzaron a hablar la casa se llenó, si fuera posible, aún más de gente; y después, se llenó también el patio. El calor del verano, hacía el ambiente de la casa, si cabe, aún más sofocante y desesperante. Piedro casi ni hablaba de lo oprimido que se sentía. De repente se comenzó a escuchar un golpeteo en el techo, y a caer mortero sobre los que estábamos abajo. Todo el mundo se quedó callado, sin saber si era un terremoto, o qué era lo que sucedía, hasta que comenzaron a caer pedazos grandes de piedra del techo y vimos cómo asomaban en el techo cuatro cabezas, como cuatro frutos de un árbol que nos estuviera cubriendo. Todos estábamos desconcertados.

—¿Qué hacéis? —comenzó a gritar Piedro, desesperado, y con los ojos como platos— ¡Estáis locos! ¡Estáis destruyendo mi casa! ¡Bajad ahora mismo!

Piedro intentaba avanzar, sin éxito, entre la multitud para detener a los “destructores”. La escena era casi irreal, si no fuera porque la estábamos viendo con nuestros propios ojos. Se veían ya solo las alfardas que sostenían el techo del daño que estaban causando los que estaban arriba porque, aparte del mortero que seguía cayendo al suelo, se veía que estaban quitando parte de la cubierta por encima. Ahora todo el mundo hablaba, comentando lo que sucedía, mientras Piedro seguía tratando de abrirse camino hasta el patio, para poder subir a detener a los que estaban dañando su casa, pero era imposible para él llegar hasta ellos.

—¡Esta casa es mía! ¡Dejadme pasar! —gritaba, sin lograr avanzar.

Los de arriba comenzaron a bajar lentamente a un paralítico en su camilla por el techo, sostenida por una colección de sábanas atadas, hasta que lograron ponerlo en el suelo. A mí me parecía una muestra increíble de amistad la que mostraban éstos que bajaban a su amigo desde el techo con el fin de ponerlo delante de Jesús, siendo capaces hasta de destruir la casa de un extraño; hacía falta mucho amor y mucho valor para hacer una cosa de estas. La gente hablaba, murmuraba, y no sabía qué hacer. Jesús se levantó del lugar donde estaba sentado y le dijo al enfermo:

—¡Confía en Dios, que yo te perdono tus pecados!

No lo dijo de manera solemne, ni con pompa, sino como si simplemente quisiera ayudarle a llevar el peso de su pasado. La gente, al escuchar lo que estaba diciendo Jesús, se quedó completamente callada. Solo en la puerta se seguían escuchando las voces de Pedro que no dejaba de gritar, sin poder avanzar entre la multitud. Los escribas y fariseos, comenzaron a mirarse unos a otros; casi todos estaban incómodos por lo que acababan de escuchar y se les notaba la cara de desaprobación.

—¿Perdonar los pecados? —escuché que le susurraba uno a otro— ¡Dios es el único que puede perdonar los pecados! —La mirada de Jesús solía ser dulce con los humildes, pero era como una espada con los soberbios.

—¿Qué estáis pensando? —les preguntó, mientras los miraba profundamente, como si indagara en el fondo de su alma— ¿Quiénes sois vosotros para juzgarme? —El fariseo que acababa de decir esto, al escucharlo, se ruborizó; otro sonreía nerviosamente. Jesús continuó:

—¿Vosotros qué habríais hecho por este enfermo? —el Maestro miraba a un lado y a otro, queriendo encontrar fortaleza en la mirada de alguno, pero ninguno se atrevía a enfrentarse con Él— ¿Habríais sido capaces de curar a este hijo de Abraham, o de perdonarle los pecados? ¿Qué pensáis que sería más fácil? —hizo una pausa y continuó—. Pues yo le perdono sus pecados, porque es más importante la salud de su alma que la de su cuerpo, y porque a este hombre le hacían más daño sus pecados que su cuerpo; pero para que entendáis que el Hijo del hombre tiene el poder en la tierra de perdonar los pecados, voy a curarlo. —Cambió de un plumazo la mirada de espada, por la mirada dulce y tomó al paralítico por su brazo, diciéndole con fuerte voz:

—¡Levántate! —El paralítico, ante el asombro de todos, se levantó pero inmediatamente se postró llorando ante Él. Jesús le dijo, con una sonrisa:

—¡Venga! Toma tu camilla y vete a tu casa. —El paralítico gritaba, lleno de emoción:

—¡Gloria a Dios! ¡Bendito sea el nombre del Señor!

Tomó su camilla con las sábanas y saltaba de alegría; ahora sí, la gente estupefacta se apartaba por donde caminaba el hombre, hasta que salió al patio; algunos de los que lo veían avanzar estaban asustados. Piedro seguía gritando, ya en el terrado, y uno de los cuatro que habían bajado el paralítico le dijo:

—¡No te preocupes, hombre, y deja de gritar que no estamos sordos! Yo soy albañil; ya verás que te voy a arreglar este techo, y te lo voy a dejar perfecto. —Piedro no le escuchaba y seguía gritando entre aspavientos. Jesús, debajo de él, solo sonreía.

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En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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