EL CANANEO
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Historia de Simón el Cananeo (Zelotes)
Esa
tarde en Jerusalén era negra como la noche, y Ehud había aparecido muerto. Todos
sabíamos lo que le había pasado: Mucius lo había llamado con el fin de
interrogarlo y la moneda más falsa de la Roma imperial había traspasado los
límites, asesinándolo. Teníamos que protestar en el Templo y convocamos
urgentemente a todos nuestros hermanos zelotes.
Solo
la lucha contra nuestros opresores nos iba a liberar, y así lograríamos hacer
de Israel una nación en la cual valiera la pena vivir y criar a nuestros hijos.
Por más poderosos, por más oro y plata que tuvieran, por más cohortes y
mercenarios que trajeran, se iban a tener que ir de aquí. Los romanos,
miserables, habían establecido que judíos de religión recolectaran el dinero
con el que ellos luego mataban a nuestro pueblo. Durante mucho tiempo yo había
sembrado en mi interior un odio tan profundo hacia los opresores, que un día mi
padre me dijo:
—Cálmate Simón; ya verás cuando
seas mayor cómo aprendes a aceptar la realidad.
—Si esto tengo que aceptarlo —había replicado yo—, prefiero no llegar nunca a mayor, y morir en el intento.
Ehud
era cananeo y zelote como yo y, a orillas del Mar Grande, nos habíamos hecho muy
buenos amigos. Él era un hombre fiel a Dios y a su pensamiento. Cuando lo
asesinaron, lo lloré como a un hermano. No entendía cómo podía haber judíos que
no aborrecieran a los romanos, que habían venido a quitarnos nuestra tierra,
nuestro pan de la boca y a asesinarnos en nuestra propia casa. Los zelotes no
estábamos demasiado organizados, pero sí hacíamos muchas acciones en contra de
los romanos.
La
protesta comenzó bien y tranquila pero al poco tiempo se fue complicando cuando
los guardias cargaron contra nosotros. Entre ellos estaba Mucius. Yo tenía mi
puñal en la mano cuando se me echaron encima; Solo recuerdo que trataba de
defenderme, y que me movía como un animal desesperado; en ese momento sentí
algo caliente en mi mano, y me quedé como desconcertado; miré mi mano y me di
cuenta que lo que sentía caliente era sangre; salí corriendo de allí a toda
prisa, tratando de ocultarlo todo. Al poco tiempo, la noticia estaba por toda
la ciudad: Mucius había muerto apuñalado durante la protesta.
Era
el primer hombre que mataba en mi vida y estaba desolado. Yo sentía que todos
me miraban por la calle y sospechaban de mí. “Ojo por ojo, diente por diente”, decía
la Ley. ¿Había querido matarlo? . Yo no lo sabía, pero mi corazón se me iba a
salir del pecho de la angustia que me poseía. Me detuve en una esquina y vomité
todas mis tripas. No sabía a dónde ir. Bajo mi manto tenía el puñal que había
hundido en su pecho. Tenía que ir a lavarme. Hasta las nubes plomizas me acusaban
de mi falta. Pasaron dos oficiales a caballo que casi me derriban. Me buscarían,
me encontrarían y terminaría como Ehud.
Tenía
que huir, y caminé sin pausa hacia levante. Llegué al Jordán extenuado y me
lavé entero; me sentía sucio por dentro y por fuera; entonces lloré mi pecado. Ahora
no pensaba más que en llegar a Cafarnaúm, donde estaría el Maestro Jesús de
Nazaret, a quien habíamos conocido mi amigo Judas y yo en el río. Él me daba
una paz que yo no sabría describir. Apenas descansaba por las noches mientras
caminaba. Estaba huyendo de la justicia y de mi propia consciencia, y lo sabía.
La angustia solo me hacía apurar el paso hacia Galilea, queriendo encontrar
cuanto antes la paz que me daba el Maestro. Aunque me sentía mal, tenía que
aprender a vivir con este sentimiento de haber matado a un ser humano.
Subí
todo el Jordán, caminando varios días, hasta que por fin llegué al Mar de
Galilea y comencé a bordearlo. El lago, con los rayos de sol que comenzaban a
insinuarse por levante, me daba algo de tranquilidad, en medio de mi ansiedad. Pasé
por Tiberias y, cuando me acercaba a Magdala, vi a un hombre que caminaba hacia
mí. Era el Maestro. Se acercó a mí, y me miró. “Soy un pecador”, pensé, “y un
asesino”. Se me veía en la cara; además el Maestro leía los corazones y yo
estaba seguro de que sabía lo que yo había hecho.
—¿Por qué, Simón? —me dijo sin saludarme
siquiera; yo bajé la cabeza—. ¿No sabes que la violencia engendra violencia?
¿Por qué crees que mi Padre ha mandado que no se mate a otro ser humano? No es
por capricho, sino porque cada vida le pertenece y cada persona está en la
tierra está para dar gloria a Dios. Así lo siente su viuda y sus hijos, a quien
tú has dejado sin padre. —Yo ya no me atrevía ni a hablar. Recordé el dolor
intenso que había sentido cuando perdí a mi padre, siendo aún un niño. Me
derrumbé y me postré ante Él, llorando de remordimiento, de tensión y de dolor.
Jesús entonces me miró con cariño y entendió mi arrepentimiento.
—Te perdono tus pecados —me dijo, mientras
me levantaba con su fuerza; yo no entendí por qué me lo decía, pero le di un
abrazo y lloré como cuando estaba en el Jordán, pero ahora mis ojos se
desbordaban. Lloré mi pecho, lloré mi alma de arrepentimiento por mis pecados,
un rato largo, mientras Él contemplaba mi cabeza y me la besaba como si yo
fuera un niño en brazos de su padre. y entonces mi angustia se transformó en la
paz y en la tranquilidad que irradiaba la persona de Jesús. Cuando me calmé, me
sonrió, me enjuagó las lágrimas y me dijo:
—No tengas miedo; de ahora en adelante, solo
vas a hacer el bien; lo sé. Ven conmigo, que tus hermanos te esperan y te
necesitan.
¡qué grande es Dios!
ResponderEliminarDios perdona siempre...
...siempre que estemos realmente arrepentidos.