UNO MAS DIOS, IGUAL INFINITO
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Jesús se va sin que los discípulos lo sepan
Jesús enseña desde la barca de Piedro
La pesca milagrosa
Extracto de una carta de Pedro a Andrés, su hermano.
“Las tilapias del mar de Galilea llevan
los huevos de sus crías durante tres semanas en su boca, para protegerlos; ¿lo
sabíais? Así, mi Padre también os protege sin que lo sepáis aunque vosotros no
os deis cuenta”, nos había dicho Jesús en la noche; hablar de las tilapias, me
recordó que apenas teníamos algo que comer en la casa; entonces, les propuse a
mi hermano Andrés y a los zebedeos, Santiago el mayor y Juan, que nos fuéramos
a pescar cuando ya todos se habían ido a dormir.
—Todos estamos cansados —les dije—yo
también; sé que el día ha sido muy pesado, porque hemos estado ayudando al
Maestro con los enfermos; pero no tenemos nada qué comer, y ya no tenemos
dinero; así que tenemos que ir. —Los tres pusieron cara de cansancio, pero, al
fin, Juan me apoyó:
—Está bien; vamos.
—¿No puede ser mañana? —protestó
Santiago, el Zebedeo, al que se le cerraban los ojos. —Yo negué con la cabeza—Hoy
es una de esas noches sin luna en las que vienen los peces, y tenemos que
aprovechar que no hace mucho frío, porque ya se está acercando el verano.
Al final, los tres aceptaron a
regañadientes; descansamos un rato y nos fuimos al mar. Faenamos hacia el
norte, hacia el sur, en alta mar, cerca de la orilla, y no logramos pescar
nada. Estuvimos toda la noche, pero las redes volvían vacías a la barca,
después de lanzarlas una y otra vez.
—Hemos perdido el tiempo —dijo Santiago, extenuado,
ya casi al alba.
—¡Qué tontería! —dije yo conciliador—.
¡Salir a pescar para nada! Lo siento; yo no pensaba que la noche fuera a ser
así. Además seguramente el Maestro nos esperará con otra jornada difícil.
Me sentía agotado. Además estaba
empezando a desesperarme con mi casa llena de gente a toda hora; ya olía mal,
con toda la gente que dormía dentro, y en el patio. Me dolía la cabeza por el
cansancio; cuando atracamos, entramos en casa y fui a ver a Lilia, mi suegra,
que estaba organizándonos algo de comer.
—¿Dónde está el Maestro? —me preguntó.
—No lo sé. ¿No lo has visto?
—No; quería agradecerle otra vez por
haberme curado, pero no lo veo. —Judas “el Cachas” estaba despierto y me apuntó:
—A veces Él se levanta temprano y se va a
rezar.
—¿Dónde? —le pregunté.
—No tengo ni idea; habrá que ir a buscarlo. —¡Raca!
no podía ser; ¡la noche en vela y, encima, el Maestro perdido!
—Despierta a los demás; vamos a averiguar
dónde se ha ido. —Miré hacia la calle, y ya había varias personas afuera esperando
a Jesús para pedirle su curación. “Dios mío”, pensé, “¿Qué vamos a hacer con
tanta gente?”. Entonces los reuní a todos y les dije:
—El Maestro no está; a lo mejor se ha ido
a rezar o a comprar algo. Tenemos que ir a buscarlo. Yo voy a ir primero a ver
si está aquí en Cafarnaúm con el Cachas y con Santiago su hermano; ellos son de
aquí y este pueblo lo conocemos bien nosotros tres. Nos veremos aquí mismo en
una hora.
Salimos a buscarlo por todo Cafarnaúm, pero
nadie lo había visto desde la noche anterior; a la hora convenida volvimos a
encontrarnos.
—¡Raca!,
¿ahora qué hacemos? —les dije al Cachas y a Santiago.
—Pues tendremos que buscarlo en otro sitio
—respondió el Cachas—. Vamos a tu casa y
ahí decidimos qué hacer. —Llegamos a mi casa y no había señales de Jesús.
—Vamos a tener que ir más lejos.
Dividámonos y nos vemos aquí mismo a la hora de la comida.
—Si quieres, yo voy al mediodía con el cananeo
y con el mellizo —dijo Judas el de Keriot.
—Andrés y yo podemos ir hacia Bethsaidá
con Santiago —dijo Juan.
—Los demás, seguidme —les dije; vamos a
buscarlo en Cafarnaúm otra vez y, si no lo encontramos, iremos hacia Corozaín;
no sé qué más podemos hacer. —Atravesar el patio era ya toda una odisea, por toda
la cantidad de enfermos inquietos con sus acompañantes.
—No sabemos dónde está —vociferé explicándole
a los enfermos por qué no estaba el Maestro—; seguramente volverá más tarde. —Toda
la gente se agarraba a nuestros vestidos. Era desesperante tener tantas
personas agolpadas a nosotros; pegada, asfixiante, amontonada.
—¿Dónde se habrá metido? —le dije a
Santiago el menor, con evidente tono de desesperación; él se encogió de
hombros, haciéndome un gesto de “no tengo ni idea”.
Dos horas más tarde volvimos a mi casa y,
por fin, allí estaba el Maestro. Tomás lo había encontrado, mirando el lago
desde el monte. “Tenemos que irnos por toda Galilea, a todas las aldeas vecinas”,
le había dicho. “¡Pero todos estamos abajo en Cafarnaúm!“, le respondió Tomás. “Además,
hay demasiada gente que te está buscando. Vamos y luego hacemos lo que dices”.
Al fin logró convencerlo, pero Jesús no
alcanzó ni a llegar al patio de mi casa, por la multitud que había esperándolo.
Hablaba con algunos de los enfermos; a otros simplemente les sonreía y quedaban
curados. Mientras Jesús con ellos, Santiago, Juan, Andrés y yo decidimos ir a
la orilla del lago a lavar las redes porque estaban bastante sucias desde que
las habíamos dejado esa misma mañana, llenas de vegetales del fondo y pequeños
peces que se pegaban a las redes, pero que no servían para comer ni para
vender.
Jesús fue bajando hasta nosotros; no
paraba de hablarle a la multitud pero eran tantos, que apenas lograban
escuchar. Jesús me había dicho, algunos días antes: “¿Has oído, como el sonido
se oye más claro, si hay agua cerca?” Y era verdad. Desde la barca se escuchaba
todo lo que se hablaba en la orilla y, obvio, también se escucharía en la
orilla lo que hablábamos en la barca. Era como si el sonido rebotara en la
superficie del agua, y se multiplicara. Así que Jesús continuó caminando por la
playa, hasta que se instaló en mi barca con el fin de poder hablar más
cómodamente.
—Apártate un poco de tierra, para que me
escuchen mejor —me dijo. Yo obedecí, mientras Él continuaba enseñándoles. Nosotros
lavábamos las redes, y apenas nos enterábamos de lo que les decía hasta que, al
poco tiempo, los despidió.
—¡Venga! ¡Ahora vamos mar adentro! —ordenó
Jesús con decisión, mientras me hacía señas con las manos para que comenzáramos
a remar.
—¡Pero desde allí no te escucharán! —protesté
sin darme cuenta por el cansancio que las enseñanzas a la multitud ya habían
terminado.
—¡Venga, que ya los he despedido! ¡Rema mar
adentro! —Sin decir nada más, Andrés y yo llevamos la barca como a unos
cuarenta codos. Juan y Santiago nos siguieron en la suya.
—Ahora quiero que pesquéis —nos dijo. Yo
miré a Andrés, que levantó las cejas como diciendo “No sabe lo que dice; no perdamos
más el tiempo”; entonces me dirigí al Maestro, y le dije:
—Hemos estado faenando toda la noche. De
hecho, casi no hemos dormido. Pero hoy no hay peces; no sé qué les pasa, pero
no están en los lugares donde normalmente pescamos. —Lo miré, y me sonrió.
—¡Echa la red! —me ordenó, haciendo la
mímica de quien lanza la red muy lejos.
—Está bien —le respondí levantando las
cejas, sin mucha confianza—. Voy a echar la red, pero solo porque tú me lo
dices —y eché la red. Cuando fui a sacarla, estaba muy pesada; miré a Andrés, que
sonreía, pero yo no; yo estaba asustado. La red se estaba rompiendo por la
cantidad de peces que habíamos cogido. Andrés, el Maestro y yo, la sosteníamos
desesperados. Andrés gritó:
—¡Zebedeos! ¡Aquí! ¡Pronto!
Yo no fui capaz de gritar, porque estaba aturdido;
Juan y Santiago comenzaron a remar hacia nosotros, porque los gritos de Andrés llevaban
más angustia que premura. Cuando llegaron a nosotros y vieron esa cantidad
impresionante de pescado, no se lo creían. Subimos a las dos barcas tantos
peces, que teníamos que achicar el agua que se nos entraba. Todos estábamos desconcertados
y con miedo, porque todo lo que estaba sucediendo carecía de toda lógica. Yo no
había puesto de mi parte sino la obediencia en sus palabras, pero Él había
multiplicado, en mucho, lo poco que yo había hecho. Definitivamente si
contábamos con Él, todo lo podíamos lograr.
Cuando, extenuados, terminamos de acopiar
los peces y subimos la red ya vacía, comencé a pensar que tenía a Jesús a mi
lado y a entender que Él era Dios; no era posible que alguien convirtiera el agua
en vino, curara cualquier enfermedad y que, además, hiciera aparecer tal
cantidad de peces en un lugar donde no había. Todos los hombres somos
pecadores, pero mis faltas me apabullaban y, al pensar que estaba con el Hijo
de Dios, solo pude postrarme ante Él y decirle:
—¡Vete de aquí, Señor! ¡No soy digno de
estar junto a ti!
El Maestro vino y me abrazó; Él solo
quería estar con nosotros, y no le importaba que fuéramos pecadores, o que fuéramos
torpes; es más: callaba nuestras palabras de arrepentimiento con abrazos. Entonces
miré al cielo azul, llené mis pulmones y
suspiré, feliz; una sensación de paz infinita recorrió mi cuerpo y, cuando bajé
la mirada, me encontré con su sonrisa.
Definitivamente, si contamos con Él, todo lo podemos conseguir.
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