EL FANTASMA

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


La pesca en tiempos de Jesús
Llamado definitivo de Piedro y Andrés
Llamado definitivo de Juan y Santiago el mayor

Extracto de una carta de Piedro a su hermano Andrés:


A pesar del olor nauseabundo que despedían los peces muertos enredados en la vieja red que descubrí tras la roca, no retrocedí. Hacía ya ocho años que había experimentado la misma sensación cuando, volviendo de pescar, me pareció sentir una presencia escondida tras un arbusto, y descubrí un enjambre de moscas que revoloteaban sobre el cuerpo de un perro muerto.
 “¡Qué asco!”, pensé para mí mismo. “Mis hermanos son un asco”.

Esa red había sido un regalo que me había hecho mi padre, Jonás, cuando yo todavía era un niño. Él era ya una persona mayor, con los ojos hundidos y nariz y mentón fuertes, que había dedicado su vida entera a sacar adelante a su familia. Ese día me encargó seguir con el trabajo que él, su padre y el padre de su padre habían hecho durante toda su vida: ser pescadores; en ese entonces, mi padre no contaba ya ni con la fortaleza ni con la juventud, pero me enseñó a hacerlo como si tuviera las dos.

Soy el mejor”, me decía sin pudor, cuando yo era apenas un muchacho, mientras tiraba la red lanzadera; queda perfecta cuando cae al mar. Tú Simón tienes que aprender a hacerlo como yo. El secreto es estar desnudo dentro de la barca, para que nada se te enrede y puedas maniobrar con ella, y luego para que te puedas lanzar rápido al mar a controlar la red cuando vienen los peces. Así no se te empapa el manto ni la túnica y, si hace frío cuando termine la pesca, puedes ponerte nuevamente tus vestidos sin que se hayan mojado ni ensuciado.

Era verdad: mi padre tenía la agilidad de un gato y se lanzaba al mar desde la barca con una destreza única. Era su técnica preferida; también me había enseñado a pescar con cestos y con la red barredera, pero amaba eso de lanzarse al mar a luchar contra los peces. Nuestra familia había vivido en las orillas del Mar de Galilea desde hacía mucho tiempo, y mi padre agradecía esto a Yahvé todos los días.

¡Un día vosotros os daréis cuenta de la suerte que habéis tenido de haber nacido en Bethsaidá! —Nos decía. Nosotros nos reíamos, porque nos lo repetía muchas veces.

Sí padre; seguro que un día lo veremos decíamos mirando al cielo como pidiendo paciencia—, pero por ahora ayúdanos a contar estos peces.

Y mi padre tenía razón; Bethsaidá estaba muy cerca de Cafarnaúm, que era un cruce de caminos; allí confluía la gente que venía desde Judea hacia el Mar Grande, y la gente que venía de la Decápolis, especialmente de Damasco, con el mismo destino. Por Cafarnaúm ser esa encrucijada, y porque un poco más al sur estaba Dalmanuta, donde había corrientes cálidas que atraían a los peces, el oficio me había llevado a tener mi casa allí,  a orillas del mar. Galilea era importante para el pueblo de Israel; no en vano, de aquí habían salido cuatro de los jueces de Israel, y profetas como Jonás, Eliseo y Oseas.

Nosotros, habíamos vuelto hacía apenas dos semanas, de estar con Jesús de Nazaret en Jerusalén, y la pesca estaba yendo relativamente bien. Yo sabía, sobre todo por Felipe, que el Maestro estaba recorriendo todos los pueblos de Galilea: Cedes, que era una de las llamadas “ciudad refugio” destinadas a ser pobladas por personas a las cuales podrían estar buscando por asesinatos no premeditados, y otros motivos, Corozaín,  Caná, Naím, y los valles de Genesaret y el Esdrelón. Sin embargo, el Maestro no había venido a Bethsaidá, ni a Magdala ni a Cafarnaúm en todo ese tiempo.
Dos semanas sin verlo y, la verdad, extrañábamos sus palabras. El discurso de Jesús nos cautivaba y nos envolvía; nos decía que debíamos creer que el hecho de que el reino de Yahvé viniera a este mundo era la mejor noticia. También nos decía que nos debíamos preparar porque Yahvé estaba cerca y el momento que vivíamos era muy especial. Pero, aunque pensaba en Jesús, el olor me ponía de mal humor.

¡Qué asco!dije de nuevo al ver los peces muertos, pero esta vez en voz alta. Al menos, la brisa se llevaba la concentración de olores que desprendía la red. Sin esperar un instante, le grité a mi hermano con evidente desagrado:

¡Andrés! Ayúdame a limpiar esta porquería.

En esa época nadie podía pescar sin la aprobación de los romanos, quienes habían dispuesto la formación de grupos de pescadores, con el fin de poder controlar mejor el pago de los impuestos. Así, mi padre se había asociado con Zebedeo, otro pescador de la zona, y ambos encargaron la construcción de las barcas con las cuales pescábamos. Aunque en Galilea el ambiente de dominación romana no era tan molesto como en Jerusalén, la gente obedecía, no fuera a ser que aplastaran una rebelión, y muriéramos todos en el intento. En general, los galileos éramos gente de paz; llevábamos una vida tranquila; no vaga, pero tranquila.

—¡Andrés! —grité otra vez ya un poco enfadado.

Mi hermano era hombre muy simpático, y todos en el pueblo lo querían un montón. Sabía ganarse el cariño de sus amigos, por ser un hombre bueno, generoso y con muy buen humor. Recuerdo incluso una vez, que pasó la noche en vela ayudando a Santiago, el de Zebedeo, a remendar su red y a arreglar nuestra barca. Era seis años menor que yo pero, de mis cuatro hermanos, era con el que mejor me entendía.

A ver Simón… ¿Qué pasa? ¿A qué viene tanto escándalo? —me dijo un poco impaciente.

¡Pues que habéis dejado todo hecho un asco!

Padre no la quiere limpiar.

¿Qué dices?

Me ha dicho que quiere que la red huela mal me quedé mirándolo como si él fuera un fenicio en Roma. Mientras lo miraba, se estalló de risa.

¡Has caído! me dijo sin parar de reír. Andrés era así: tenía siempre una broma a flor de piel y, al final, no te quedaba más alternativa que reírte tú también, cuando te dabas cuenta de tu propia tontería. Claro que yo estaba serio; muy serio.

Ven y te echo una mano me dijo con esa sonrisa amplia que le llenaba la cara, y nos pasamos la tarde entera lavando las redes, hablando tonterías, y acordándonos del abuelo Elad.

¿No has visto ese tipo?me preguntó al rato, frunciendo el ceño. Negué con la cabeza sin hablar.

Ha pasado por aquí varias veces, como un fantasma. Quién sabe qué querrá. —Puse cara de extrañeza, pero no dije nada. No sabía de lo que me hablaba. Seguí hablándole de cómo jugaba con nuestro abuelo, cuando él me lanzaba hacia arriba, como si me fuera a enviar al cielo de donde vine.

¡Cómo me reía con Elad!

Esperame dijo¿Por qué no me haces caso? Te digo que un fantasma anda por la orilla del lago, y tú te haces el sordo.

¡Qué va! Eres tú por tomarme del pelo; como con el olor de las redes.

¡Qué no, Simón!protestó¡Es en serio! ¡El “fantasma” ha pasado ya varias veces!

Ay, venga Andrés; ya estás muy mayorcito para creer en fantasmas. Más bien vámonos, que ya padre debe estar preocupado por nosotros.

Como mi padre y el Zebedeo eran socios, entonces sus hijos Santiago y Juan, Andrés y yo, íbamos a ser los herederos del negocio. Seguir al Maestro a Jerusalén nos había distraído demasiado, y nuestros padres estaban bastante molestos, con todos menos con Santiago. Pero estaban molestos con él, no porque no hubiese querido venirse con nosotros a la ciudad santa, sino porque le había tocado en suerte quedarse ayudándoles a faenar, mientras nosotros estábamos en la fiesta.

—Tenemos que salir a vender peces fuera de Cafarnaúm —nos había dicho mi padre cuando llegamos a casa, después de la Pascua—; estamos estancados. Ya lo he hablado con Zebedeo, y él está de acuerdo. Y para lograrlo, tenemos que aumentar nuestro ritmo de pesca.

—¿Quieres decir que trabajemos más? —pregunté.

—Sí; tenemos que trabajar más. ¿Tú qué opinas? —preguntó mirando a Andrés.

—Pues que ya estamos trabajando bastante; Santiago y Juan tampoco dan más. Además los peces del lago son los que son. No podemos pretender sacar más peces si no hay más.

—Podríamos ir mar adentro, no sé. Siempre pescamos en Dalmanuta, y es obvio que el pescado se va acabando. Mañana, desde luego, no volváis sino es con la barca llena.

—Hablaré con los de Zebedeo, a ver qué dicen.

Al día siguiente, nos levantamos antes del amanecer y nos fuimos mar adentro a ver si teníamos mejor suerte, mientras los de Zebedeo pescaban más hacia Cafarnaúm. Ya se comenzaban a ver las luces del alba, cuando Andrés me alertó:

—¿Ves? Ahí está el fantasma del que te hablé. —Miré hacia la orilla y vi a un hombre con túnica blanca.

—Ese es un hombre común y corriente, Andrés —protesté—; no es ningún fantasma—. Habíamos pescado muy poco durante la noche, entonces yo me fui un poco más hacia la orilla. El “fantasma” se había sentado en una de las rocas de la orilla. Cuando nos acercamos, reconocimos a Jesús.

—¡Maestro! —le grité. ¿No estabas por otros pueblos de Galilea?

—¿Y es que esto no es Galilea? —me respondió; Andrés se rio con su ocurrencia.

—Sí, claro —le dije—, pero no habías venido a los pueblos del lago. ¿Y dónde están los demás que estaban con nosotros?

—En Corozaín. Yo me he levantado muy temprano a rezar.

—¡Bastante temprano! —apunté—; ¡Apenas está saliendo el sol! —Llegamos a la orilla y nos dijo:

—¡Vámonos! —Andrés y yo no comprendimos y lo miramos desconcertados, por lo intempestivo de su propuesta.

—¿Ahora mismo? —le pregunté, como queriendo pensarlo más despacio.

—Ahora mismo.

—¿Y dejamos todo?

—Todo.

Yo sabía lo que implicaba irnos en ese momento: no volveríamos; era jugárnoslo todo por el Maestro. Por un lado, me preocupaba dejar la barca, porque nuestro padre iba a tener que volver a faenar solo con sus trabajadores; pero, por otro lado, creía que no habíamos sido tan felices como en el tiempo que habíamos pasado con Jesús. Yo estaba dispuesto a irme con Él, porque Jesús nos había mostrado una nueva manera de ver la vida; miré a Andrés como buscando su aprobación, pero él ya se había bajado de la barca.

—¡Venga, vámonos! —nos dijo cuando llegamos a la orilla—. Si os gusta tanto la pesca, yo haré que seáis pescadores de hombres

Jesús comenzó a caminar. Ya estaba a una prudente distancia; miré a Andrés y le susurré:

—Vale la pena.

—Vale la pena —me contestó sonriendo. No olvidaré jamás la mezcla de sensaciones: preocupación y liberación. Pero la sensación de preocupación se esfumaba viendo a Jesús sonreír mientras bordeábamos el lago. Cuando llegamos cerca de Cafarnaúm, allí estaban los Zebedeos con su padre, remendando las redes dentro de su barca. Jesús les gritó:

—¡Juan! ¡Santiago!

—¡Maestro! —le dijo Santiago—, ¿cuándo has venido?

—Estamos en Corozaín. ¡Venid conmigo!

Andrés levantó los brazos detrás de Jesús y los movía con aspavientos. Yo no pude menos que reír viendo cómo gesticulaba mi hermano. Vi que los Zebedeos hablaban con su padre, y se bajaban de la barca. Fue la última vez que vi con vida al viejo Zebedeo, que se quedó solo en la barca. Nosotros nos fuimos caminando con Jesús; ninguno de nosotros cuatro hablaba; solo se escuchaban nuestra respiración subiendo la montaña, como un preludio del largo camino que nos esperaba en la vida. “Vale la pena”, pensé otra vez, como le había dicho a mi hermano; y las barcas y los peces comenzaron a surcar el cielo, camino del horizonte.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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