EL DELEGADO DEL REY
Extracto de un relato dejado por un padre a su hijo.
El
niño comenzaba a hincharse y su respiración entrecortada hacía prever lo peor;
mi esposa y yo estábamos desconsolados, y casi seguros del fatal desenlace. Yo
era el delegado de Antipas en Cafarnaúm y, aún con todo el poder que tenía,
estaba completamente indefenso. Había gastado ingentes cantidades de dinero con
médicos de todas las culturas: romanos, sirios, cananeos, judíos y hasta
griegos. Nadie sabía cuál era la enfermedad de mi hijo. Unos decían que era
debido a una epidemia, pero en esta ciudad no había habido una epidemia desde
hacía mucho tiempo; otros decían que tuberculosis, culebrilla o disentería,
pero los síntomas no coincidían con esas enfermedades. Un día un vendedor de
pescado, al ver mi desespero, me sugirió:
—Mi hijo vive aquí en Cafarnaúm; pero yo
sé que estuvo en Judea, con un Maestro que tiene fama de curar enfermedades; creo
que venían hacia Galilea, pero no estoy muy seguro. El Maestro vive en Nazaret;
no sé si a lo mejor alguien allí te pueda informar.
Me puse inmediatamente a calcular qué podía
hacer; mi esposa estaba triste y angustiada, porque nuestro hijo ardía en
fiebre. Teníamos que traer paños de agua fresca a todas horas, para aplicarle
compresas; menos mal que mi casa no estaba muy lejos del pozo.
—Estoy desesperado —le dije—; creo
que debería ir a Nazaret.
—¿Y qué vas a hacer allí? ¡Aquí te
necesitamos nuestro hijo y yo! —me dijo apenada.
—Me han hablado de un… —le dije
vacilante.
—Ya me conozco esta historia —me
interrumpió muy ofuscada—; esos médicos tuyos. Quién sabe cuánto costará éste y
seguro que tampoco servirá para nada. Mira que nuestro hijo se muere y tú te
quieres ir a andar por toda Galilea —yo cerré los ojos; solo podía llorar. Era
nuestro único hijo y se iba a morir sin que yo pudiera hacer nada. Mi mujer me
abrazó y también lloró.
—¡Perdóname! Soy muy injusta contigo; yo sé
que no te queda tiempo, pero vives pendiente de nosotros. Yo estoy muy nerviosa
y muy triste, y me desespera no saber qué hacer.
—Yo no lo sé —le dije todavía sollozando—;
a lo mejor este “Maestro” es otra pérdida de tiempo, pero yo ya no veo más
soluciones.
—Creo que lo mejor será aceptar la
voluntad de Yahvé —dijo ya sin fuerzas.
—Yo sí quiero aceptar su voluntad, pero ¿Y
si Yahvé tiene por voluntad curar a nuestro hijo? —le dije—; ¡lo peor es lo que
no se hace! —mi mujer no respondió; solo calló en medio de su dolor.
Esa noche nuestro hijo se puso peor;
perdió el conocimiento y casi no podía respirar. Nosotros no podíamos descansar,
pendientes de lo que pudiera suceder. A la tercera vigilia de la noche le dije
a mi mujer:
—¡Ya no aguanto más! Me voy a Nazaret; me
la juego; ¡o todo o nada!
Ella no me respondió; solo se abrazó a mí;
la tuve que separar con fuerza y me fui a toda prisa. Todavía las estrellas
dominaban el firmamento; no había luna en esa noche de primavera; me fui
bordeando el mar de Galilea y subí la montaña, para adentrarme en el valle; al clarear,
pude ver que comenzaba a sentir la presencia de las margaritas del borde del camino.
Fue un día entero extenuante de camino. “Dios mío: que sea tu voluntad, pero
ayúdame; salva a mi hijo”. Así fui, suplicando a Yahvé lo que se antojaba
imposible. Cuando llegué a Nazaret, comencé a preguntar por Él; me habían dicho
que se llamaba Jesús.
—¿El hijo de María? —preguntó un hombre
que me encontré.
—No lo sé; solo sé que se llama Jesús, y
que es un Maestro que puede curar a mi hijo.
—Pues si es el hijo de María, no sé si
podrá curar a nadie —respondió displicente—. Hemos oído que curó algunas
personas en Jerusalén y en Cafarnaúm, pero aquí no ha querido ayudarnos en
nada.
—¡Dime dónde está, por favor! —le dije
desesperado.
—La casa de María está allí en las
estribaciones de ese pequeño cerro; pegada a la casa de Jacob, el que era su
suegro. —Inmediatamente salí hacia allí. Cuando llegué a la casa que me habían
indicado, me abrió la puerta una señora muy guapa, a pesar de su edad.
—Shallom Aleichem.
—Aleichem Shallom —me respondió.
—¿Sabe dónde puedo encontrar a Jesús?
—Ellos salieron —me dijo.
—¿Quiénes son “ellos”? —pregunté ansioso.
La señora me miró con cariño y me sonrió.
—Mi hijo, con sus amigos. ¿Qué te pasa?
—Mi niño está enfermo; es mi único hijo,
y se está muriendo —le dije, casi llorando—. Usted no se imagina cómo está mi
esposa, porque es muy doloroso ver un hijo que sufre, y no se cura. Usted que
es madre, lo puede entender. —La mujer debió ver mi cara de angustia.
—¡Tranquilízate! —me dijo—, ¿de dónde
vienes?
—De Cafarnaúm —le contesté. La mujer me miró
con una dulzura que no olvidaré; tenía los ojos azules y la mirada limpia. Me
tomó de la mano y sonrió.
—Mi Hijo lo va a curar, estoy segura.
—¿Y por qué está tan segura?
—Porque mi Hijo cura a todo el que se lo
pide; yo lo sé; cálmate, confía en Yahvé y verás que todo sale bien —me lo dijo
con una seguridad tan plena que yo comencé a tranquilizarme. ¿Cómo era posible
que esta señora me infundiera tanta confianza?
—¿Pero dónde se han ido?
— Probablemente estén en Caná, aquí cerca
—hizo una pausa, y señaló el camino por donde yo había venido—; pero Él me ha
dicho que tiene pensado irse a Cafarnaúm y quedarse a vivir allí.
—Gracias señora —le respondí con gratitud.
La madre de Jesús sonrió y se despidió. Yo no sé qué había sucedido, pero su
sonrisa y su confianza me habían devuelto la paz.
Tenía que encontrar a Jesús; no podía con
mi alma del cansancio, pero tenía que lograrlo. Las estrellas de la noche ya
comenzaban a salir en el firmamento y la bóveda celeste se cerraba; seguro que
en menos de dos horas podría llegar a Caná. Yo ajustaba casi dos días sin
dormir, pero mi hijo era más importante que mi cansancio; alguna nube se
rebelaba al buen tiempo y seguía allí desafiante ante el manto de estrellas que
comenzaba a derrotarla. Cuando llegué a Caná, comencé a preguntar por Jesús en
todas las casas, hasta que alguno me dijo:
—Es posible que esté en la casa de Ptolomeo;
su hijo es amigo suyo —me dijo rascándose la cabeza.
—¿Y podría decirme dónde está?
—Sí; está a dos calles de aquí, hacia
abajo; hacia el lecho seco del río. Si Jesús está en Caná es posible que lo
encuentre allí.
—Gracias.
—De nada.
Así que salí a casa de Ptolomeo, pero me
encontré con la misma respuesta: Jesús no estaba en Caná. A lo mejor vendría,
me dijo, porque seguramente su hijo pasaría a verlo. “Lo mejor será esperarlo
aquí”, pensé. ¡Qué impotencia! “Yahvé; ¡Ayúdame!”, le dije abatido. Busqué un
lugar dónde descansar y me quedé dormido, casi sin querer; no sé exactamente cuánto
dormí, pero me despertó un perro que se puso a olisquear mi cara, y a lamerme;
me levanté de una salto y volví a preguntar por Jesús, pero ni rastro. Yo me
sentía extenuado. ¿Qué debía hacer? ¿Volver a Cafarnaúm? Estaba considerando
todas las posibilidades cuando justo antes de la comida, sentí que había un
revuelo importante, porque llegaban varios caminantes a la ciudad. Fui
rápidamente al lugar donde escuchaba el ruido, y pregunté quién venía.
—¡Es Jesús de Nazaret! El de la túnica
blanca —me dijeron. Jesús estaba hablando mientras caminaba:
—No tenéis fe —estaba diciendo—; ¡Si no veis
señales y prodigios no creéis! —Yo corrí y me postré ante Él.
—¿Qué te pasa? —me preguntó; me tomó de
la mano y me levantó del suelo. Yo estaba temblando del cansancio y de la
angustia.
—Mi hijo se está muriendo —le dije—; ¡ayúdame!
Yo sé que si bajas a Cafarnaúm podrás curarlo.
—¿Acabo de llegar a Caná, y tú me pides
que vaya ahora a Cafarnaúm?
—¡Por favor, Maestro! ¡Ten piedad de
nosotros! Baja conmigo, te lo suplico. Mi mujer y yo estamos desesperados. —Jesús
me tomó de la mano, me levantó y me miró a los ojos; yo sentí el mismo cariño
de su madre en sus manos y en sus ojos.
—¿Tú crees que puedo curarlo? —me
preguntó.
—Señor, he venido a buscarte porque sí lo
creo.
—Has luchado mucho por encontrarme y tu
fe te ha liberado. Vete a Cafarnaúm, que tu hijo vive.
Me lo decía con tal seguridad que yo le
creí; era la misma seguridad que infundían los ojos de su madre. Salí con rapidez
hacia mi casa. Iba muy ansioso y corría, así que me caí un par de veces; el
cansancio no me dejaba coordinar mis movimientos; pero desde que había mirado a
Jesús a los ojos, la angustia se me había pasado. Cuando iba camino de Tiberias,
me fui a la izquierda por un atajo hacia Cafarnaúm. Iba ya por Tabha, cuando vi
que venían dos de mis criados corriendo hacia mí.
—¡Tu hijo está bien! —me dijeron felices.
Yo los abracé; luego me senté en el suelo y me arrebujé en mi manto y me eché a
llorar como un niño. Mis criados me trataban de levantar, pero yo seguía
llorando.
—¡Bendito sea el cielo! —dije en medio de
mis lágrimas, mezcla de tensión, agradecimiento y oración—. ¿Y cuándo se ha
puesto bien?
—Ayer mismo,
antes de la comida; a la hora séptima.
—¡Bendito sea el cielo! —volví a decir. Cuando
llegué, mi esposa y mi hijo salieron a mi encuentro. Estaba sonriente, lavado,
perfecto. Nos abrazamos los tres.
—¡Hueles mal papá! —me dijo nuestro hijo.
Yo no pude más que reír entre lágrimas con mi mujer. Me puse a pensar que Yahvé
había premiado mi esfuerzo y mi insistencia. Miré al cielo y recordé los ojos
de Jesús; y los de su madre.
Comentarios
Publicar un comentario