EL ADVERSARIO
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Los primos de Jesús
La sinagoga de Cafarnaúm
Curación de un endemoniado
Extracto de un escrito de Santiago el menor, hermano de Judas Tadeo (el "cachas"), y primo hermano de Jesús.—¡Aprende de tu hermano! —exclamó mi padre.
Yo salí de la casa enfadado porque siempre me comparaba con él. La verdad, es que había pasado toda mi infancia soportando el hecho de que mi hermano fuera el preferido de mi padre; o, por lo menos, eso parecía. Me fui a rumiar mis pensamientos y me senté a mirar las montañas. Y allí, sentado, solitario, mirando al valle del Esdrelón, pensé que me padre podía tener razón. Y si mi padre tiene razón, ¿qué tendría que hacer para cambiar? Yo no lo sabía; era solo un muchacho joven y sin experiencia, que tiene rabietas. Mi hermano era muy bueno; era la verdad. Y yo no era malo; también era verdad.
Después de un rato, volví a casa y abracé a mi madre; no recuerdo si lloré, pero sí recuerdo el sentimiento de “me he equivocado y no sé en qué”. En los brazos de mi madre, sentía el bálsamo del verdadero amor. Nuestra madre; ¡qué personaje! caminaba más aprisa que nadie e incluso hasta pescaba; era muy versátil, porque era buena en todo, o una “todera”, como a ella le gustaba decir. Muchos años pasaron de ese episodio de mi vida, hasta que finalmente conseguí definitivamente la paz cuando comprendí que, sencillamente, mi hermano y yo éramos diferentes.
Mi madre, y María la madre de Jesús: eran ambas guapas y de contextura similar; parecían de la misma familia, a pesar de que no tuvieran nada que ver, porque el parentesco entre nosotros venía de nuestros padres, que eran hermanos; eran muy amigas, siendo concuñadas, y hasta tenían el mismo nombre. Mi padre y el tío José eran judíos, de Belén, el pueblo del rey David. “Tenéis sangre de reyes”, nos decía mi padre, orgulloso, y los tres hermanos nos reíamos porque los padres son siempre los encargados en las familias de conservar el “linaje” de las familias.
Sin embargo, eso no era lo que dominaba en nuestro pensamiento. Judas, mi hermano, y yo estábamos desconcertados, porque conocíamos a Jesús desde pequeño. Él siempre había sido un hombre bueno aunque, en la familia de mi padre, mi tío José Él, tenían fama de no ser muy cuerdos. Pero nuestro desconcierto venía de que Jesús podía ser un primo con muchas virtudes, pero de ahí a curar enfermos, y hacer tantos signos, había un mar entero de distancia. Él tenía más o menos la edad de mi hermano, y eran muy amigos.
Nuestra familia había vivido en Nazaret hasta que yo tuve diez años, y luego mi padre decidió que nos fuéramos a vivir a Cafarnaúm; pero, de vez en cuando, ellos venían desde Nazaret a visitarnos, o nosotros íbamos allí. Mi primo Jesús era algo extraño; se levantaba cuando estaba todavía oscuro, y no se acostaba especialmente temprano; le encantaba conversar, eso sí, y se conocía las escrituras como nadie.
Recordaba ese sentimiento de niñez y adolescencia, cuando caminábamos con Jesús desde Corozaín y recuerdo muy bien esos días, porque esa visión de mi primo Jesús cambió para siempre. Un viernes, íbamos bajando desde el monte, desde donde el mar de Galilea se veía majestuoso. Jesús caminaba con la mano abajo, apenas rozando las plantas que se encontraba en el camino, como si las estuviera apaciguando. No había una sola nube en el cielo y el campo estaba tapizado de hierba verde.
—¿Os gusta la primavera? —nos preguntó. Judas, el de Keriot, le respondió:
—Es mi estación preferida del año. En Keriot, mi pueblo, no hay muchas flores, entonces no se puede disfrutar mucho. Pero aquí en Galilea es diferente. Pareciera como si la tierra entera brotara desde abajo y floreciera.
—A mí me gusta más el invierno —repuso el mellizo—; en primavera ya estoy sufriendo de calores. El invierno es serio.
—Serias son todas las estaciones —terció mi hermano Judas—; mira el otoño como desnuda a los árboles.
—Mirad —nos dijo Jesús—: a veces cuando estamos mal, o cuando tenemos un revés económico, nos preocupamos y nos angustiamos, porque no vemos la salida. Pero no nos damos cuenta de que el sol está ahí para los buenos y para los malos; para los ricos y para los pobres. La lluvia está ahí para todos también; las vistas al mar; las sonrisas de los niños. Las mejores cosas de la vida no cuestan dinero: ni el sol, ni la luna, ni en agua, ni los frutos del campo; y mi Padre las ha puesto ahí para todos. Por eso debemos vivir agradecidos con Él. Y no solo ha puesto el cielo, y las flores y los mares y los frutos, sino también a nuestras madres, a nuestros hermanos, y a nuestros padres. No olvidéis nunca que Yahvé sabe lo que queremos, antes incluso de que nos atrevamos siquiera a pensarlo, como os he dicho varias veces.
Llegamos a Cafarnaúm, y nos fuimos a mi casa; mi madre nos recibió con una sonrisa y cuidaba también a todos los demás como si fueran hijos suyos.
—¡Me has traído a mis hijos ¡—le dijo mi madre a Jesús, con una sonrisa amplia.
—Sí tía María; y también a los hijos de los pescadores —dijo extendiendo la mano hacia Piedro, Andrés, Juan y Santiago.
—¿Qué tal estás, madre? —le pregunté dándole un abrazo.
—Bien hijo; os echo de menos, pero estoy muy bien. Ya me han contado todo lo que habéis hecho en los pueblos vecinos —dijo, mirando a Jesús.
—Sí tía María; mi Padre es muy bueno y quiere que nosotros vayamos por todas partes ayudando a la gente —le contestó Jesús. Mi madre no entendió muy bien lo que decía, porque asociaba “mi padre” al tío José, su cuñado, pero mi primo hablaba de su padre Dios.
Por la tarde, ayudé a mi madre a preparar la comida del día siguiente, porque en sábado no se debía trabajar, mientras el Maestro conversaba con los demás y por la noche me quedé conversando con ella hasta que ya nadie estaba despierto. Mi madre había sido en mi casa quien daba el equilibrio a la familia y era el punto alrededor del cual giraba todo. En muchas casas suele ser así, pero yo no lo sabía. Como siempre oyes a los padres dando voces y mandando, crees que son los padres los que hacen andar la casa; nada más lejano de la realidad. Son las madres las que convierten la casa en un hogar. Cuando terminamos de hablar, me abrazó y me dijo con un toque de melancolía:
—Estoy preocupada, hijo.
—¿Y por qué? —ella no supo qué contestar, y me dijo a punto de llorar:
—¡Bendito seas, Santiago!
—¿Pero, por qué lo dices, madre? ¿Qué te pasa?
—No sé, hijo; debéis tener mucho cuidado. Simplemente le pido a Yahvé que te bendiga —me dijo mientras me besaba.
—Que duermas bien, madre.
A la mañana siguiente era sábado, y nos preparamos para ir a la sinagoga; normalmente nos poníamos vestidos limpios y blancos, porque queríamos estar bien arreglados. “La limpieza del alma debe ir acompañada de la limpieza del vestido”, solía decir mi madre. Cuando llegamos, todas las mujeres se fueron “detrás de la reja”, como decía mi padre, porque en las sinagogas solo se permitía entrar a los hombres al recinto principal del edificio, y las mujeres tenían que ir a unas estancias adjuntas que estaban separadas por unas rejas. A mi padre, esto le parecía absurdo y a mí también.
Jesús tomó asiento bajo la mirada de todo el mundo, y bajo la tutela de las magníficas columnas que sostenían el bello techo con artesonado protegido por aceite marrón y brea.
Comenzó a hablar con una propiedad y una soltura que cautivaba a todos. Sus ojos se clavaban en cada uno de nosotros y nos explicaba el sentido de cada una de las lecturas. Había allí un hombre alto y desgarbado, de tez morena y de ademanes erráticos con una túnica marrón y sucia, que no llevaba mantilla que cubriera su cabeza ni cinturón que ciñera su cintura; sus ojos eran oscuros como la noche más cerrada. De repente se puso de pie, señalando a Jesús y comenzó a gritar:
—¿Por qué vienes aquí? ¡A nadie le importas tú! ¡Vete de aquí! —Era una voz oscura y siniestra que retumbaba en toda la sinagoga. Toda la gente se apartó del hombre, que seguía gritando en tono furibundo:
—¡Vete de aquí! —repitió—¡Que te largues, te he dicho! ¿Has venido a acabar con nosotros? ¡Yo sé que quién ereeees! —gritaba, señalándolo—, ¡Yo lo sé! ¡Eres un hombre santo que viene de Dios! —cuando dijo esto, Jesús hizo un gesto con la mano, deteniéndolo. El hombre se quedó como paralizado; luego le mandó con voz fuerte:
—¡Cállate y sal de ahí!
Entonces el hombre cayó en el suelo, en medio de todo el mundo, retorciéndose en una serie interminable de movimientos inverosímiles. Inmediatamente sus ojos se le pusieron en blanco, dio un grito que tuvo que haberse escuchado hasta en el mar, y se quedó inmóvil. Un hermano del hombre que había caído se agachó a socorrerlo; puso la mano en su corazón y gritó:
—¡Está muerto!
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