DICHOSO ADÁN
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Cleofás, el hermano de San José
Jesús se traslada a vivir a Cafanaúm
Curación de la suegra de Pedro
Relato de Judas Tadeo, hermano de Santiago el menor, y primo hermano de Jesús.
Nota: Tadeo, en hebreo significa "ancho de espaldas". Por eso, durante todo el libro se le conoce como "el Cachas".
“Mi hermano está loco”, nos había dicho
Cleofás, mi padre, hablando del tío José. Él siempre vivió preocupado por su
hermano porque, aunque le parecía muy bien el hecho de que José se dedicara a
la construcción como mi abuelo Jacob, siempre le pareció que José tenía la
cabeza en las nubes. “Es asunto de carácter”, argumentaba mi madre; “las
personas sensibles son distraídas”. Y es que la decisión de mi tío de casarse
con María de Nazaret, tomó a mi padre por sorpresa. El embarazo de María, y sobre
todo el hecho de que desapareciera con su familia, para irse a Egipto, terminó
por preocuparlo aún más.
Durante nuestra infancia, entonces, mi hermano y yo
no alcanzamos a compartir mucho tiempo con Jesús en Nazaret, porque cuando
ellos llegaron de Egipto, mi padre ya tenía tomada la decisión de venir con
nosotros a Cafarnaúm. “¿Por qué no venís vosotros también?”, le había dicho a
mi tío José, “Cafarnaúm es una muy buena ciudad, porque mucha gente pasa por
ahí”. “No Cleofás”, le decía José; “para mi negocio, es mucho mejor la gente que
está establecida en un sitio como Séforis, Nazaret o Caná. Además aquí es donde
me conocen, y donde puedo tener una buena clientela”. Mi padre se marchó con nosotros
a Cafarnaúm con el corazón en un puño, siempre preocupado por su hermano y su
familia, porque no se fiaba del buen juicio de su hermano.
Mi primo Jesús podría parecer un hombre
extraño, como su padre, para quien no lo conociera. La gente normal tiene
problemas y preocupaciones, pero Jesús no. Estaba siempre con una sonrisa a
flor de piel y vivía siempre preocupado por los demás. En esos días estábamos
en Cafarnaúm, y acababa de expulsar el demonio de un hombre que se había
quedado como muerto, pero Él lo tomó de la mano, sonriendo, y lo levantó, como si
nada fuera. Toda la gente estaba aterrorizada; algunos incluso salieron de la
sinagoga donde estábamos y se fueron a sus casas, espantados por lo que
acababan de ver. Un hombre inquieto que estaba a mi lado me dijo:
—¿Cómo es que tiene poder sobre los malos
espíritus? —Si para este hombre era una duda, para mí era todo un misterio.
Cómo podía ser que el hijo de mi tío
fuera capaz de hacer lo que hacía? A lo mejor para mí era insólito por lo que
decía Jesús, de que nadie podía ser profeta en su propia casa y ante su propio
pueblo. Sin embargo, tenía que aceptar que su poder sobre el mundo y las
enfermedades era evidente; lo demás era negar la realidad misma, de alguien que
acompañaba sus palabras de autoridad con prodigios que tenían que venir del
cielo.
—Vámonos todos a casa de Piedro —dijo el
Maestro, como si lo de curar al endemoniado careciera de importancia—. ¿Nos
recibes en tu casa?
—¡Claro Maestro! Sabes que mi casa es la
tuya —respondió Piedro con su generosidad habitual.
—Nunca mejor dicho Piedro, porque si voy
a vivir en Cafarnaúm, no me voy a ir a casa de mis tíos, porque su casa vive
llena; en cambio la tuya está vacía.
—Hombre; ¡vacía vacía no está!
—Ya, pero es una casa muy grande para que
solo viva una suegra. Aunque como cunden las suegras, a lo mejor se le queda
pequeña —dijo Jesús bromeando mientras todos soltábamos la carcajada.
—Maestro, no le digas en alto, que seguro
que te va a escuchar —dijo Piedro también en medio de las risas.
Llegamos a la casa, y pasamos por el
patio de entrada. Entramos y encontramos que la suegra, justo de la que nos
estábamos riendo, estaba enferma y en la cama. La fiebre le quemaba la cabeza y
estaba empapada en sudor. Jesús entró en su habitación, la sanó y la levantó de
su lecho.
—¡Mala hierba nunca muere! —sentenció
Piedro—en medio de las risas de todos.
—¡Y dichoso Adán que no tuvo suegra! —dijo
Jesús dándole un beso. La suegra de Piedro se reía con todos nosotros, mientras
besaba las manos del Maestro. Era una señora gruesa, que se veía que había sido
muy guapa en su juventud pero, ahora que arrastraba su edad, se manifestaban en
ella las arrugas y los dolores del corazón.
—Me quiero lavar —nos dijo—. Ahora vengo.
—Maestro —le dijo Piedro—: cuantas veces
me he dicho a mí mismo, en estos días que te he visto curar a tanta gente, qué
habría pasado si hubieras estado conmigo cuando Sara, mi mujer, estaba aún con
vida.
—Piedro, no pienses eso. Tu Padre Dios,
escoge siempre el mejor momento para llevarse a una persona. Si se ha ido al
cielo es porque era lo mejor porque ahora o porque dentro de veinte años, por
el hecho de su muerte, alguien se iba a acercar a Dios, o iba a influir en el
bien de otra persona, o porque a ella misma le convenía. Puedes estar seguro
que, cuando mi Padre llama a alguien a su lado, hace estas cosas muy bien, y que
cada muerte es una llamada de misericordia.
—¡Pero es que aún amo a Sara! —dijo con
un deje de nostalgia.
—¡Y no debes dejar de amarla! Debes amarla
siempre, porque es tu mujer; ojo que no digo “fue tu mujer”, sino “es tu
mujer”. Los que han muerto no se han ido; están ahí para ayudarnos desde el
cielo. Por eso tú también tienes que amar siempre a los vivos y a los muertos,
y rezar por ellos todos los días. Y cuando te hablo de los vivos, no te lo digo
solo tus amigos; tienes que rezar también por tus enemigos. Nuestro Padre ha
dispuesto que todos tengamos nuestro fin último en Él, y todos tenemos que
ayudarnos unos a otros a llegar a Él.
Lo que decía Jesús tenía mucho sentido; escuchar
esas palabras tan sabias, en su boca, me ponía los pelos de punta, porque eran
de una profundidad apabullante. Dios visitaba a su pueblo y lo hacía a través
de un hombre como nosotros; y lo hacía así, precisamente, para enseñarnos cómo debíamos
actuar. ¡Y ese hombre era mi primo!
Volvió la suegra de Piedro al cuarto de
estar, y comenzó a traernos pan, vino y pescado salado. Tengo que pedirle a
Piedro que nos cuente cómo hace el pan su suegra, para contarle a mi madre,
porque estaba delicioso. ¡Qué vergüenza! Mi hermano y yo éramos los que más
comíamos. El Maestro se daba cuenta y les decía a todos:
—¡Vais a pensar que mi tía no les da
comida a mis primos! Pero os aseguro que mi tía María es muy buena cocinera.
—Viendo al Cachas, podemos estar
completamente seguros —dijo Natanael, al que no se le escapaba una; y todos reían.
Cuando se puso el sol, era ya el primer día de la semana, y llamaron a la
puerta. Era una multitud la que estaba fuera; cuando Piedro vio toda esa
cantidad de gente fuera, llamó a Jesús:
—Vienen preguntando por ti. ¿Qué hacemos,
Maestro? —le preguntó inquieto.
—¡Abrir las puertas de par en par! —dijo
Jesús, mientras Él mismo las abría.
Todos los que estaban fuera, se abalanzaron
sobre Él para que los curara y les impusiera las manos. Los que quedaban
curados se iban dando voces gritando: “¡Gloria a Dios!”, y luchaban tratando de
salir del patio, porque el apretuje de gente hacía imposible caminar. Algunos se
quedaban con nosotros, porque querían ir de correría con Jesús.
Hubo uno de los enfermos que me llamó
especialmente la atención, porque tenía una voz parecida a la del endemoniado
de la sinagoga; lo traían amarrado y, cuando vio a Jesús, comenzó a gritar
desesperado, en una lengua que nadie conocía. Trataba desesperadamente de
atacar a Jesús, pero los que lo sujetaban no lo dejaban avanzar. Su voz
retumbaba, a pesar de la algarabía que había en el patio y en la casa. Era una
chico joven, con los cabellos desarreglados; Jesús le impuso las manos, y el
tipo gritó con esa misma voz:
—¡Tú eres el Hijo de Dios! —Se agitó
muchísimo y entonces todo el mundo se apartó, presa del pánico, hasta que el
endemoniado se calmó y se sentó en el suelo. Jesús lo levantó y dijo a los que
lo traían.
—¡Desatad a este pobre hijo de Abraham! —El
que antes estaba endemoniado extendió las manos, y sonrió con una sonrisa
abierta y cariñosa.
—¡Tengo tanto que agradecerte Jesús de
Nazaret! —exclamó.
—¿Por qué? —preguntó el Maestro.
—Porque mi vida se estaba perdiendo y el
demonio me atormentaba desde la mañana hasta por la noche. No podía dormir y me
torturaba haciéndome pensar en mi propia muerte.
—¡Dale gracias a tu Padre Dios! —le dijo
Jesús sonriendo; el hombre lo abrazó, y casi lo tira al suelo de la emoción con
la que lo hizo, ante nuestra risa por la reacción del hombre.
Estuvimos
ayudándole a Jesús hasta bien entrada la noche, en medio de lamentos que se
apagaban y gemidos que se perdían en la casa y en el patio. Y todo el bien que
se derramaba hacia las gentes venía directamente del primo del que desconfiábamos,
por causa de los cotilleos familiares. Como dice el dicho: “Caras vemos;
corazones, no sabemos” y no debemos juzgar nunca a los demás, porque el único
que nos conoce realmente bien es Dios. Él nos había dado ejemplo cuando había
abierto las puertas de la casa de Piedro, de par en par, abriendo también su
corazón de la misma manera para dejar entrar a todos los enfermos y los
necesitados; nuestra vida tenía que cambiar, dejando los prejuicios atrás, y
llenando nuestra existencia con el dolor y las necesidades de los demás.
Cuando ya se había ido la gente,
escuchamos que tocaban a la puerta. Era mi madre. Santiago y yo salimos de la
casa a saludarla; parecía muy preocupada; estaba demudada y con una voz que
temblaba, le ordenó a Santiago:
—Vuelve adentro; necesito hablar
urgentemente con tu hermano.
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