SIMÓN EL ZELOTES Y JUDAS ISCARIOTE
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Jericó
Judas de Keriot (Iscariote) y Simón el Cananeo (Zelotes) se unen
Jesús va a Galilea por Samaría
Documento atribuido a
Tomás:
Después
de pasar el día allí nos fuimos hacia el Jordán, pasando por Jericó. Las
murallas de la antigua ciudad se veían impresionantes con la luz que venía de
poniente. Jesús comenzaba su predicación en el río y nuestra fe se robustecía
con ella; comenzó también a bautizar, como lo hacía Juan el Bautista. Allí,
bautizando con Jesús, entendí lo que le había dicho a Nicodemo: “¿Por qué crees
que nos lavamos antes de comer y lavamos nuestro cuerpo? Para limpiarnos de la suciedad
y estar dignos. Por eso te digo que también debemos purificar nuestro
Espíritu”.
A la orilla del río, las cañas se movían
a contraluz en el atardecer, como una suave cortina, con un viento manso y suave
que refrescaba el ambiente. Llevábamos ya bastantes días en el Jordán y cada vez
que acababa el día, todos estábamos mojados de arriba abajo y con la mano
cansada. Se acercó a nosotros un hombre que se dirigió a Andrés y a Juan:
—¿Vosotros conocéis al Bautista?
—¡Claro! —le respondió Andrés— Nosotros
fuimos discípulos suyos.
—Pues Antipas se lo ha llevado preso a la
prisión que tiene en su palacio de Maqueronte.
—Nos vamos a Galilea, porque debemos enseñar
allí —nos dijo Jesús, interrumpiendo la conversación.
—¿Cuándo Maestro? —preguntó Santiago el
mayor.
—Mañana mismo. Así podréis también hablar
con vuestros padres —Jesús sonrió—. Ya llevan mucho tiempo sin hablar con vosotros,
¿no?
—Dos meses, Maestro. —En ese momento otros
dos hombres se le acercaron a Jesús; uno parecía elegante y distinguido; el
otro era más bien bajo y con ojos marrones. El elegante le dijo:
—Maestro, nosotros también queremos ir
contigo a Galilea. Yo me llamo Judas, de Keriot,
y él mi amigo es Simón, de Canaán.
—Keriot, ¡al sur de “la tierra de los cuatro”!
—Sí Maestro; la tierra que Yahvé le dio a
los hijos de Judá —respondió sonriendo el hombre —. Tierra que durante el día abrasa
el calor y por la noche hace frío; y donde, cuando llueve, el agua te puede arrastrar
a la muerte —Jesús asintió:
—Y tú, ¿dónde naciste? —le preguntó Jesús
al cananeo.
—En Sidón, Maestro, a orillas del Mar
Grande; soy descendiente de fenicios, los grandes navegantes, pero creo en
Yahvé —Jesús sonrió.
—Crees en el Dios de Abraham —le dijo.
—Sí Maestro, y odio a los romanos.
—El odio es mal consejero —le dijo Jesús.
—¿Y por qué tienen que venir a quitarnos
lo que es nuestro?
—Bueno, ya habrá tiempo para hablar de
este tema. Por ahora os digo que me sigáis, pero que sepáis a lo que venís. Yo
no tengo nada en este mundo; así que ¡allá vosotros!
—Maestro —dijo el elegante—te hemos
escuchado con atención y creemos, como tú, que el reino de Israel tiene que
renacer.
—Está bien. Venid con nosotros. ¡Mellizo!
—me dijo—¡Por favor ven y ayúdame a doblar estas mantas! ¡Que Piedro también te
ayude! —En ese momento vino también un muchacho de altura mediana y cabellos
negros que le dijo:
—Maestro: yo también era discípulo del
Bautista, pero ahora también te quiero seguir.
—¿Y cómo te llamas?
—Matías, Maestro.
—Ya has escuchado lo que le dije a los
dos que están allí con el Mellizo: que yo no tengo ni dónde dormir, ni qué
comer.
—No me importa, Maestro —dijo el hombre, sonriendo.
Jesús lo miró de soslayo y repuso:
—Si no te importa, sígueme.
A pesar de la sonrisa, al hombre se le
notaba una tristeza difícil de definir. Éramos como quince los que íbamos con Jesús.
Algunos, porque queríamos seguirlo, pero otros simplemente necesitaban
compañeros de viaje. De los que lo seguíamos, a algunos los había llamado Él
mismo, como a Felipe; a otros los había encontrado por el camino; otros se presentaban
al Maestro, como estos tres.
A la mañana siguiente, nos levantamos al
alba, y algunos comenzamos a caminar hacia el norte, camino de Galilea, pero
Jesús nos gritó:
—¿Qué hacéis? ¡No vamos a ir por el
Jordán, sino por Jerusalén y Samaría!
—¿Qué? —le dijo Felipe—. Maestro: hay
varios que ni conocemos Samaría —el Maestro le puso su brazo en el hombro y le
dijo, bromeando:
—¡Pues así la conocerás! ¡De verdad Felipe!
¡Eres todo un am-ha-harez! —Todos los demás nos reímos, porque los am-ha-harez era como se les llamaba a la gente sin cultura
que vivían en el campo; Felipe también se rio con el apunte.
—Pero Maestro —replicó Andrés—; ¡los samaritanos
no nos quieren y nos tratan mal!
—Sí Andrés; pero la única manera de romper
el odio es con amor. Si tú devuelves odio con odio o con indiferencia, el odio permanece.
Pero si amas, desarmas completamente al que te odia, y haces que piense en la inutilidad
de su odio —Todos nos quedamos mudos, pensando en lo que nos acababa de decir; cada
palabra que salía de su boca, era como si nos abriera el entendimiento a una manera
nueva de vivir nuestra vida.
Comenzamos el camino, y llegamos por la
tarde a dormir en casa de unos amigos del Maestro en una población al oriente
de Jerusalén que se llama Betania. A la mañana siguiente pasamos por Jerusalén,
pero no nos detuvimos en la gran ciudad. Desde el camino alcanzábamos a ver, como
pequeñas hormigas, a los obreros que trabajaban en la reconstrucción del Templo.
Herodes había comenzado por los muros que confinaban el monte y ahora su hijo, Antipas,
lo estaba embelleciendo con todo tipo de molduras y adornos. Esta obra era muy grande,
pero ya se le veía mucho avance.
Hicimos noche cerca del monte Tawil que parecía
un enorme brazo, lleno de picaduras rojas.
Estábamos en plena primavera, y las flores
llenaban pequeños estancos que se formaban en sus estribaciones. A la mañana siguiente,
seguimos camino del norte, pasando por un territorio lleno de colinas. Ese día,
no nos daba tiempo de llegar a Sicar, entonces nos detuvimos a descansar un
poco más al norte de Turmús.
—¿Qué hacéis aquí? —nos preguntó un hombre
que vino hacia nosotros bastante agresividad.
—Vamos camino de Galilea —le respondió Piedro,
como si no pasara nada.
—¡No os queremos ver por aquí, judíos! —bramó
el hombre—. ¡Largaos!
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