SEIS MARIDOS
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Samaría
La mujer samaritana
Jesús habla con una mujer que tiene seis maridos
Jesús es el Mesías
Aparte
del mismo documento atribuido a Tomás.
Estábamos atravesando la Samaría que, para
nosotros, era una tierra muy hostil; sin embargo, al Maestro parecía no importarle.
Cuando llegamos a las afueras de Sicar, Jesús mandó a todos los demás a que
entraran en el pueblo para conseguir provisiones; mientras tanto yo me quedé
con Él, cerca de un pozo. Estábamos ahí, descansando, cuando llegó una mujer a
sacar agua. Era alta y estilizada; muy guapa, y de ojos oscuros. Jesús le dijo:
—¿Podrías darme de beber, por favor? Yo no
tengo cómo sacar agua del pozo. —La mujer lo miró con extrañeza.
—¿Por qué me pides agua si tú eres un
judío?
—¿Y cómo sabes tú que yo soy judío? —La
mujer puso su mano en la cintura, y lo miró a los ojos.
—Porque tus compañeros están en el
pueblo, y nadie les quiere vender alimentos —le respondió cortante; Jesús
asintió y le dijo:
—¿Y tú crees que eso está bien, que no nos
ayudéis solo porque somos judíos o galileos? —el Maestro hizo una pausa y continuó—:
tú podrías pedirme agua a mí, y yo te podría dar agua viva —La mujer lo miró,
circunspecta, y después me miró a mí de arriba a abajo.
—¿Y cómo vas a darme agua tú, si me has
dicho que no tienes con qué sacarla del pozo? —le preguntó—¿No ves que es un
pozo muy profundo? —Jesús sonrió.
—Tú no logras ver quién es el que te pide
agua —la mujer lo miró con intriga; el Maestro continuó—: pero yo no te daría
agua de la que la gente bebe, y luego más tarde vuelve a tener sed; el agua que
yo podría darte es un agua que sacia para siempre. —La mujer se quedó mirándolo
y le replicó:
—Pues si es así, dame de esa agua y así nunca
tendré que volver a buscarla.
—Sí te la voy a dar, pero antes ve al
pueblo y llama a tu marido.
—¿Mi marido? Yo no tengo marido —dijo la
mujer bajando los ojos. Jesús asintió.
—Tú no tienes marido, porque ninguno de
los seis que has tenido es tu marido. —La mujer lo miró sorprendida: ¿cómo era
posible que este hombre, que apenas conocía, supiera tantas cosas de ella?
Entonces le preguntó:
—¿Quién eres tú? —Jesús la miró a los
ojos, mientras ella seguía diciendo—: nadie adivina lo que hay en el interior
de los demás; yo venía caminando y justamente pensaba en que, habiendo tenido
seis maridos, no tenía a nadie que realmente me cuidara. —La mujer se
entristeció, aunque no lloraba. Jesús se acercó y la tomó de la mano.
—No te preocupes. Tú eres una mujer
generosa que siempre piensa en los demás y, además, tienes la dignidad de ser
hija de Yahvé, y eso nadie te lo puede quitar —al escuchar que ella era hija de
Yahvé, sus ojos se nublaron y algunas lágrimas se escaparon de sus ojos.
—¿Quién eres tú? —le volvió a preguntar
la mujer—, ¿eres un profeta? —Jesús no le contestó nada. La mujer le acercó un
poco de agua y Jesús bebió—. Créeme; yo no te había dado agua, no porque no quisiera
dártela, sino porque sabes que judíos y samaritanos no nos hablamos —Jesús asentía,
y la mujer quería seguir explicándose—: Vosotros adoráis a Dios en el Monte Moriah
y nosotros en el Monte Garizim, y eso es una pelea que existe desde hace tiempo.
—A Dios hay que adorarlo con el corazón, y
no repitiendo consignas —le respondió el Maestro—; y si lo adoras con el
corazón, puedes adorarlo en vuestro monte, en el nuestro, o en este pozo —la
mujer asintió; ya se había calmado un poco con el giro de la conversación.
—Este pozo nos lo dio nuestro padre Jacob
—le dijo sonriendo, pero todavía con lágrimas en los ojos. Jesús asintió.
—¡Y está muy buena el agua! —replicó; la
mujer se rio mientras se limpiaba las lágrimas, y el Maestro con ella—. Yahvé
ha dicho que la salvación va a llegar desde el pueblo judío, y así será; pero
eso no quita que samaritanos, galileos, partos, romanos o fenicios puedan
adorar a Dios. Y, sin duda, después de que la salvación llegue, se le adorará
con amor; no pendientes de montes ni de pueblos.
—Cuando venga el Mesías, seguro hablará
de todas estas cosas —hizo una pausa y dijo—: yo me imagino que el Mesías debe
llegar pronto.
—El Mesías ya ha llegado —le dijo Jesús;
la mujer lo miró y se encontró con la mirada firme de Jesús; nunca había visto
a nadie mirándola así, y la mirada la hizo tambalear—; yo soy el Mesías —concluyó
Jesús. Nosotros nunca le habíamos escuchado decirlo; yo di un respingo de
sorpresa. Inmediatamente la mujer dejó el cántaro en el suelo, sin decir nada,
y se fue a la ciudad. Casi atropella a nuestros compañeros que regresaban.
Judas, el Cachas, se quedó mirándola; su hermano Santiago el menor le dio una
colleja y Judas reaccionó. El otro Santiago le dijo a Jesús:
—Ya trajimos comida, Maestro; fue difícil
que nos vendieran algo, pero al final lo hemos conseguido.—Jesús sonrió y les
dijo:
—Yo ya tengo alimento, pero vosotros no
lo sabéis. —Santiago lo miró desconcertado. Yo también lo estaba, porque había
estado todo el tiempo con Él y no lo había visto comprar nada.
—¿Alguien te ha traído comida? —preguntó Simón
el cananeo.
—No Juan. Pero os voy a explicar una cosa:
la verdadera comida es el alimento del alma, que es hacer la voluntad de Dios. ¿Y
sabéis de dónde viene ese alimento?
—No Maestro —respondió Simón, aún sin
entender.
—Viene del trabajo arduo de muchos
profetas, reyes y gente buena de Israel, que han trabajado duro con el fin de
que llegue este día. ¿Habéis visto los campos de trigo cuando ya están listos
para la siega? —todos asentimos—. Pues se va a cumplir aquello de que “quien
siembra no siega”, porque yo os estoy enviando a vosotros a segar, y a recoger
lo que otros sembraron —de repente la sonrisa de Jesús le iluminó la cara—; y os
aseguro que los sembradores están felices viendo cómo vosotros recogéis la
cosecha; y por este trabajo vosotros vais a recibir un salario, que va a ser la
alegría inmensa de llevar a la gente a la vida eterna. —Aún estaba hablando,
cuando llegó la mujer con los que le habían vendido los alimentos a Santiago.
—¡Rabbí! ¡Quédate un rato con nosotros,
por favor! —dijo la mujer mientras sonreía y tomaba de nuevo el cántaro en sus
brazos.
—¡Sí Maestro! ¡Quédate! —dijeron los hombres
que la acompañaban. —Jesús nos miró, sonrió, y echó a andar con ellos hacia el
pueblo. Nosotros lo seguimos; uno de los hombres iba conmigo y me preguntó,
susurrando:
—Esta mujer nos ha dicho que vuestro
Maestro es el Mesías. ¿Es así?
—Yo no lo sé, pero te digo que nunca he
visto a nadie hacer los prodigios que hace Jesús. Yo lo he visto hacer andar a
los cojos y ver a los ciegos —el hombre me miró dudoso y siguió caminando.
Entramos en el pueblo, y nos recibieron. Jesús les comenzó a hablar con un
cariño y un convencimiento que derretía odios y oídos. Nos quedamos allí dos
días, y no querían que nos fuésemos. El hombre con el que había hablado el
primer día, me dijo cuando nos despedíamos:
—Yo no confiaba en vosotros, porque nos
han enseñado desde pequeños a desconfiar de los judíos; pero después de oír
hablar a Jesús, estoy convencido de que Él es el Mesías. Y no porque me lo hayas
dicho tú, ni la mujer, sino porque no he escuchado a nadie en el mundo hablar
como habla Él.
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