EL AMIGO DEL ESPOSO
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Jesús bautiza en el Jordán
Juan el Bautista habla en contra de Herodes
Juan dice "yo no soy el esposo"
Herodes apresa a Juan el Bautista
Matías a mi queridísimo hermano en Cristo:
Quiero contarte cómo el Bautista nos fue
llevando, paso a paso, a Jesús. Esta que tienes en tus manos es la primera
parte del relato. Espero tener fuerzas para contarte las demás.
El Bautista era un hombre fuerte, y esa
fortaleza atraía; no se conformaba con tener las ideas claras, sino que
reaccionaba a la injusticia y a la falta de amor a Dios, con una vehemencia
que, a veces, daba miedo.
Yo lo admiré mucho, porque fue capaz de
enfrentarse con un miserable poderoso y vil; y eso no lo hace todo el mundo.
Normalmente a nosotros nos falta esa fortaleza para llamar pan al pan, y vino
al vino.
Relativizar todo, solo nos hace igualarnos con la mediocridad, y hacernos más
débiles y menos comprometidos con la verdad y con la justicia.
Que el Señor te acompañe todos los días de
tu vida.
Este
hombre que bautizaba era el mismo que había estado varias veces con Juan el
Bautista. ¿Y por qué estaba ahora Él bautizando? Yo no lo entendía, y me parecía
el colmo. Juan sí nos había hablado muy bien de Él, pero no tenía por qué estar
suplantando a mi maestro; además, estaba con dos que también eran discípulos de
Juan: uno menudito, que no recuerdo su nombre, y otro a quien llamaban Andrés.
“Qué raro”, pensé. “¿Qué hacen estos dos aquí?” La verdad es que me enfadé
bastante, porque aquí la gente se aprovecha demasiado de los demás. ¿Suplantarlo
y robarle dos de sus discípulos? Imaginé que el maestro Juan estaría más arriba
del río y, sin demora, me fui al norte para contárselo.
Había
terminado ya la Pascua en Jerusalén, y mucha gente regresaba por el Jordán a
Galilea. Era interminable la caravana de mujeres, hombres y niños que iba río
arriba, entre olivos, encinas y palmeras. Iba a buen paso, rumiando mi desconcierto
y mi enfado contra este hombre. Sin embargo me preguntaba: ¿cómo es posible que
el día de su bautismo el cielo se abriera, y se escuchara una voz del cielo? Por
supuesto que este hombre era importante, pero yo no estaba de acuerdo en que le
quisiera quitar el sitio a mi maestro. Por fin llegué a Ainón, y ahí estaba Juan,
enseñando como siempre:
—Ya lo he dicho varias veces, al otro
lado del Jordán y aquí mismo: hay muchos hombres que toman mujeres, y las utilizan.
Es más: hay gobernantes que toman mujeres, aunque sean ajenas. ¡Y aunque sean
de su propio hermano! ¿Es lícito? Yo digo que no. No es porque las mujeres
pertenezcan al marido, como si fueran un objeto, o que el marido pertenezca a
la mujer, sino porque cada mujer y cada hombre tienen una dignidad; y según esa
dignidad se entregan el uno al otro con Dios como testigo. Así que yo digo que el
rey Antipas no debe tomar la mujer de su hermano; eso no está bien, sea por lo
que sea. No está bien si la toma por poder, o por política, o simplemente por
lujuria. Es la mujer de su hermano y, como tal, tiene la obligación de
respetarla.
No era la primera vez que Juan decía algo
así. Yo mismo le había escuchado esta diatriba contra Herodes Antipas, dos
semanas antes. Entre los presentes había muchos de sus discípulos, pero también
había gente desconocida entre la cual, seguro, habría partidarios de Herodes. Juan
estaba peleándose con la máxima autoridad del reino y, si seguía hablando así, seguro
se iba a meter en la boca del lobo. El rey era vengativo y no dejaría que siguiera
diciendo estas cosas.
—¡Maestro! —grité—debo hablar contigo. —Juan paró de
hablar; yo me acerqué y le dije en voz baja:
—Juan: no puedes seguir hablando así de Herodes.
¡Puedes meterte en problemas! —el maestro me miró y sonrió, encogiéndose de hombros;
yo desaprobé su actitud, negando con la cabeza, mientras lo miraba fijamente a los
ojos. Sabía que esa batalla la tenía perdida, porque Juan iba a seguir diciendo
lo que le decía su conciencia.
—Vengo del mediodía —le dije—; ¿recuerdas
aquél de quien nos hablaste al otro lado del Jordán, cuando se abrieron los
cielos? Pues está bautizando justo donde bautizabas tú y, además, también están
bautizando sus discípulos. ¡Y dos de ellos eran seguidores tuyos! ¡Deberíamos
prohibírselo!
—Matías: debes pensar
con menos soberbia y más humildad. Te voy a hacer una comparación: has visto que
en una boda está el novio con los invitados; ¿verdad? —yo asentí—; pues yo no
soy el esposo sino el amigo del esposo; ¿te imaginas que el amigo del esposo tomara
a la novia como si fuera suya? ¡No! ¿Verdad? Pues yo estoy feliz de poder asistir
a la boda y de escuchar la voz del esposo. ¡Una boda es una fiesta! Además, es necesario
que Él vaya creciendo, y que yo vaya disminuyendo cada día, como os lo había
dicho antes. Todos en este mundo tenemos una misión, y la nuestra es aceptar al
Hijo de Dios, porque Él ha venido del cielo. Piensa: ¿qué pasaría si Dios envía
a su Hijo, y nadie escucha sus palabras? ¡Pues que el mundo estaría rechazando
a Dios mismo!
Aunque Juan nos
estaba hablando un poco en clave, estaba claro lo que quería: nos estaba
empujando a que siguiéramos a este hombre. Yo admiraba muchísimo a Juan; había
estado escuchándolo durante algún tiempo y era un discípulo suyo; pero ahora él
nos estaba empujando a que nos fuéramos con el profeta de Nazaret. ¿El Hijo de Dios?
No lo creo. ¿Qué debía hacer? Con esta disyuntiva, comencé instintivamente a
caminar hacia el mediodía. Caminaba despacio, rumiando sus palabras y mis
pensamientos; ahora las nubes no estaban encima de mí; estaban dentro de mi
corazón, y hacían que mi melancolía fluyera.
Era triste
vivir en este mundo, pero la esperanza debía estar del lado de Dios, y Él nos había
enviado a Juan; ahora Juan nos mostraba el rostro de este hombre, que creo que se
llamaba Jesús, y nos pedía que lo siguiéramos; yo no tenía especial ilusión en seguirlo
porque me parecía un aprovechado, pero sí creía en Juan. Y si él nos lo estaba diciendo,
debía ser importante obedecer a sus palabras.
Comencé a buscar a Jesús, pero
siempre iba a recordar a Juan como la mejor persona que había conocido: un
hombre de Dios, que siempre quiso sembrar el bien y la concordia entre los
hombres.
Llegué a Jericó
y me puse a descansar un poco; cuando desperté, escuché a alguien que gritaba:
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