NO SOY CAPAZ DE DECIRTE QUE NO - Parte 2
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Santiago, el Zebedeo, se presenta a Jesús
"Haced lo que Él os diga"
Jesús convierte el agua en vino
Apuntes de Juan para su Evangelio
El sol salía con toda su fuerza, y parecía querer decirte
que tu sueño dependía de su voluntad. Apenas abrí los ojos, cegado por la luz, me
puse a buscar a Jesús por toda la casa, pero no lo vi por ningún lado. “Qué
raro”, pensé; “el Maestro nunca está por las mañanas ¿Dónde irá?”. Miré por la
ventana y solo vi los toques sutiles de la primavera.
Comencé a ver que la gente se iba levantando, sometida
también por el ímpetu del sol; la casa permanecía abierta toda la noche, y la
gente entraba y salía; traía regalos y se iba; volvía, comía, bebía, en fin:
“Las bodas son una locura”, pensaba yo. Luego volvió el Maestro a la casa y,
con Él, la conversación. Santiago, entonces, aprovechó para presentarse:
—Maestro yo soy Santiago, el hermano de
Juan.
—¿Y quién más vas a ser? —Santiago
se quedó un poco cortado con las palabras de Jesús. Felipe se rio, tratando de
ponerse la mano en la boca para que Santiago no lo viera reírse; ya sabía que
el Maestro aprovechaba el respeto que inspiraba, para bromear con los que
apenas lo conocían.
—Te dicen Jacobo ¿No? —Santiago entornó un poco los ojos, y giró un poco el cuello, con cara que denotaba sospecha.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque es tu nombre en griego.
—Me gusta el griego; no sé mucho, pero me
gusta. ¡Genethéto phos!
—Kai den ypírche phos —respondió Jesús. Yo no entendía nada, pero mi hermano Santiago sonreía. Movió
la cabeza y dijo mientras me miraba:
—A Juan no le gustan los idiomas
extranjeros.
—No me hacen especial ilusión, porque no
los necesito —argumenté.
—¡A lo mejor algún día te interesen! —apuntó
Jesús.
Por la tarde, la fiesta comenzó a animarse, con la música
como telón de fondo. De vez en cuando, Sadoc venía y hablaba con el Maestro; se
notaba el aprecio que se profesaban y, sobre todo, la complicidad que tenían entre
sí; eran amigos desde muy jóvenes, y esos lazos siempre perduran.
Como es
normal, todos los que se conocían se juntaban a hablar, y nuestro grupo estaba entre
los más animados, solo tal vez derrotado por el de la novia y sus amigas, que
armaban bastante algarabía; era muy gracioso verlas gritar por todo, especialmente
cuando los músicos tocaban alguna fibra sensible entre las invitadas.
—Ya tienen bastante gastado todo el libro
—apuntó Natanael—, ¡Les va a tocar comenzar a cantar las profecías de Isaías! —bromeó.
La cena importante de la boda se realizó de acuerdo
con la tradición, con los hombres y las mujeres por separado. El pescado que
prepararon estaba delicioso: tilapia rellena con una salsa de aceitunas
marinadas e higos, que le daba ese contraste de dulce y salado, tan acertado. Zaduc
y Tamar, que eran especialmente religiosos, habían hablado con un levita que prestaba
sus servicios en la sinagoga; era un viejo amigo del padre del novio, que
conocía muy bien las escrituras y que vigilaba que todo en la boda fuera hecho de
acuerdo con la Ley. Su nombre era Amán.
Todo iba muy bien, pero se notaba una cierta
desazón en la cara de Sadoc, el novio; andaba por toda la casa, como si buscara
algo. Nosotros no sabíamos que le sucedía hasta que María, la madre de Jesús,
se acercó al Maestro.
—Se les ha acabado el vino —le dijo en voz baja, pero yo,
que estaba a su lado, la escuché; Jesús se encogió de
hombros y le respondió:
—Pues deberían ir a conseguir un poco,
porque todavía la fiesta va a durar todavía algún tiempo más.
—La
madre de Jesús, lo miró con ternura, inclinando un poco la cabeza, como
suplicándole ayuda. Jesús le dijo:
—Tú y yo no tenemos nada que ver en este
asunto, mujer; además sabes que aún no es la hora.
¿A qué hora se refería Jesús? ¿Había
reservada alguna sorpresa en la boda? La madre del Maestro inclinó un poco más la
cabeza, haciendo una mueca; luego sonrió y se fue. Nosotros seguíamos
conversando animadamente, indiferente a lo que sucediera en el sitio donde cocinaban
o las conversaciones de los otros grupos.
—Es lo que me molesta de las fiestas —apuntó
Simón, como ignorando lo que acababa de decir Jesús, y quisiera seguir con lo
que había dicho antes Natanael—; que repiten y repiten los mismos versos una y
otra vez. —Jesús le replicó:
—Los enamorados dicen y se repiten las
mismas cosas los enamorados una y mil veces, Piedro. ¿No le repetías tú las
mismas frases gastadas de amor a Sara? —Simón sonrió con
nostalgia, porque era verdad. A nosotros mismos nos constaba
el amor que le tenía Simón a su difunta esposa; incluso, de vez en cuando, lo
pillábamos hablando con ella, como si la tuviera aún a su lado. De repente, la
madre de Jesús volvió con tres criados, al sitio donde estábamos. Todos nos
volvimos a ver qué pasaba, mientras ella les dijo señalando a Jesús:
—Él sabe lo que hay que hacer; haced todo
lo que Él os diga —lo dijo con una sonrisa bellísima, de pícara complicidad y
se fue, dejando a los criados de pie a nuestro lado. Jesús levantó las cejas en
señal de admiración y, en un principio sonrió; luego nos miró, suspiró y se incorporó,
haciendo morros. Todos nos reímos sin saber lo que le había pedido su madre.
—¡Definitivamente Dios hizo a las madres
para tener quién lo remplace en todos los sitios! —exclamó Jesús; hizo una
pausa y añadió mirando a los criados, mientras señalaba al rincón—. ¿Veis esas
tinajas de piedra? Ya están casi vacías, porque todos en la boda nos hemos
estado lavando; ¡Llenadlas otra vez de agua!
Los criados se extrañaron, pero se fueron a
buscar agua, mientras Jesús volvió a reclinarse para seguir conversando; nosotros nos preguntábamos lo que sucedía porque no
entendíamos ni al Maestro, ni a su madre. Los criados seguían trayendo agua, y la
vertían en las tinajas; eran seis tinajas grandes, como de diez palmos de alto,
cada una. Cuando terminaron de llenarlas, se acercó uno de los criados y le
dijo a Jesús:
—Rabbí:
ya las hemos llenado hasta el borde.
—Muy bien; ahora rellenad una jarra con
lo que hay en ellas, y llevádsela a Amán.
Los criados se extrañaron. ¿Cómo sabía
este hombre que el levita, que vigilaba que todo estuviera hecho de acuerdo con
la Ley, se llamaba Amán? El criado principal tomó una de las jarras que estaban
usando, y la llenó con lo que había en las tinajas; puso una cara de extrañeza
tal, que parecía que el techo se le fuera a caer encima. Nosotros nos quedamos
preocupados por la cara del criado, pero luego vinieron más criados a rellenar
jarras y copas. Cuando nos dimos cuenta, no podíamos creerlo: ¡de las tinajas
estaba saliendo vino! ¡Y eran seis las tinajas llenas! Todos nos mirábamos alucinados,
pero Jesús trataba de seguir con la conversación, como si no hubiera sucedido nada.
Vimos luego que el levita se le acercaba a Sadoc y le decía muy contento:
—No sé si eres tonto o eres un absoluto
genio ¡Has guardado el vino bueno para el final!
Amán no sabía de dónde había salido el vino, porque
no había visto lo sucedido, pero Jesús era quien había realizado el prodigio de
convertir el agua en la alegría de la fiesta. Jesús mismo, no estaba muy
convencido de hacerlo, pero Él obedeció a su madre, como obedece todo Hijo
bueno en la tierra. Y no fue la única vez que lo hizo mientras estuvo con nosotros.
De hecho, yo aprendí de esta fiesta a pedirle cosas a través de su madre, porque
a ella nunca le decía que no.
Al día siguiente, por la mañana, terminaba la fiesta
y María se acercó donde estaba Jesús.
—Hijo; quiero ir unos días a Cafarnaúm, a
casa de tus tíos Cleofás y María. ¿Me acompañas?
—¡Claro madre! Además quiero estar allí
unos días antes de volver a Jerusalén, para la Pascua. Mira, madre: estos son
Juan, Santiago, Piedro, Andrés, Felipe y Natanael. Nos hemos pasado toda la
boda conversando. —María sonrió:
—Como si no me hubiera dado cuenta; ¡Hablabais
más que las amigas de la novia! —todos nos reímos con el comentario de la madre
del Maestro. “De tal palo, tal astilla”, pensé. El hijo ha sacado el humor de
su madre. María miró a Simón —: ¿Te llamas “Piedro”? —todos soltamos la carcajada;
Jesús apuntó, bromeando:
—¡Se llama Piedro, pero algunos le dicen Simón!
—todos nos seguíamos riendo; esta vez hasta el mismo “Piedro” sonrió.
Ese mismo día en la tarde, tomamos el camino
que lleva hacia el mar de Galilea. Durante el recorrido, tuvimos oportunidad de
conocer un poco más a María, que se preocupaba por todos nosotros, por el trabajo
que hacíamos y por cómo habíamos conocido a su Hijo. Cuando ya vimos el Mar, nos
comenzó a entrar un poco de nostalgia, por tener que despedirnos del Maestro. ¿Cuándo
lo volveríamos a ver? Él y su madre tomaron el camino de Cafarnaúm y nosotros el
de Bethsaidá. Cuando llegamos a casa de Piedro y Andrés, Jonás su padre nos recibió
con voz severa:
—Zebedeo y yo estamos muy preocupados.
—¿Ha sucedido algo? —preguntó Simón.
—Sí; ha sucedido algo muy grave.
—¿Qué ha pasado?
—¡Que vosotros sois unos irresponsables!
Ya me ha contado Zebedeo que pensáis ir a Jerusalén para la Pascua.
—¿Y qué? —preguntó Andrés, con aire
retador. Su padre le respondió:
—¿Y qué Andrés? Pues que esto es un
negocio, y si nos negocios no se cuidan, se pierden. Además ya sabes que los romanos
nos quitan mucho del poco dinero que conseguimos.
—Tenemos ahorros —argumentó Piedro.
—Sí, pero los ahorros no duran toda la
vida —le respondió Jonás— ¡Después de la fiesta deberemos desatascar el
trabajo! —dijo, dirigiéndose a Santiago, mi hermano, y a mí—, creo que hablaré
con vuestro padre también porque este negocio, así, no va a funcionar.
—Haremos turnos extras cuando volvamos de
Jerusalén —le dijo Santiago, tratando de tranquilizarlo—. No te preocupes.
—¡Claro que me preocupo! ¡Vosotros sois
muy jóvenes y no lo entendéis! Además vosotros no sabéis de esto; no sé ni
siquiera por qué hablo con vosotros —y diciendo esto, se metió en su habitación
dando un fuerte portazo.
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