NO SOY CAPAZ DE DECIRTE QUE NO - Parte 1
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Jesús y sus discípulos van a una boda en Caná de Galilea
Cómo eran las bodas antiguamente en Israel
María, la madre de Jesús, está siempre pendiente para ayudar
Apuntes de Juan sobre
las bodas, parte del borrador de su Evangelio.
—Tú no puedes entrar aquí —me dijo el
hombre con un evidente gesto amenazador. El tipo era un fortachón que me habría
derribado de un solo golpe, con lo cual preferí no meterme en problemas.
Adentro se escuchaba la algarabía en la fiesta a la que yo no podía entrar
porque me había quedado rezagado.
—Déjame entrar, que yo he venido con
Jesús —insistí.
—Aquí no hay ningún Jesús; es el banquete
de bodas de Sadoc. Vete de aquí si no quieres que llame a mis hermanos y te
molamos a palos.
—¡Pero si yo no he hecho nada! —protesté.
—¡Si no has hecho nada, entonces lárgate!
—bramó el hombre.
Para mí era muy raro estar en ese banquete
de bodas. Ni éramos del pueblo, ni éramos conocidos del
novio, ni de la novia. Sadoc era un gran amigo de Jesús, sí, pero era porque
habían heredado la amistad que se profesaban sus padres y sus madres. José, el
padre de Jesús, había hecho algunos trabajos en Caná para Zacur, el padre del
novio; y, por esas vueltas que da la vida, habían terminado por ser buenos
amigos. Según nos contó Jesús más tarde, no era usual que su padre hubiera sido
amigo de sus clientes, pero con Zaduc había sido diferente.
Era un hombre muy generoso, que no solo le había
encargado trabajos a José en su propia casa, sino que también le había
encargado trabajos para la sinagoga de Caná, pagados por él mismo. José no había
querido cobrarle algunas labores adicionales que había hecho, por el hecho de
ser para la sinagoga, pero Zaduc casi lo había obligado a recibir el pago por
ellas. Así nació la amistad entre los dos, que duró hasta la muerte de José.
María, la madre de Jesús, y Tamar, la esposa de
Zaduc, también habían trabado un aprecio mutuo que atravesaba el valle que las
separaba. Así, como consecuencia lógica, los hijos también se convirtieron en
amigos de verdad. Algunas veces Jesús pasaba temporadas en Caná, y Sadoc en
Nazaret. Eran poblaciones muy cercanas, y se visitaban mutuamente.
El novio le había pedido a Jesús que fuera su principal
acompañante en la boda, pero Jesús prefería no hacerse notar demasiado porque,
en la caravana que conducía a la novia a casa del novio, su principal
acompañante es el protagonista. “Si quieres, toco yo el shofar, pero
te suplico que no me pongas a recitar por las calles”, le había dicho Jesús,
preocupado, mientras que Sadoc reía ruidosamente al ver que Jesús no quería
llamar la atención. El shofar, era una
especie de instrumento, en forma de serpiente enrollada, que servía para
anunciar la llegada del novio cuando llegaba a buscar a la novia para llevarla
a su casa. Así que cuando llegamos a casa de la novia, Jesús comenzó a soplar
por el instrumento, y comenzó a salir la gente por las ventanas.
La novia salió, guapa como todas las novias, y la
llevaron en andas por todo el pueblo, mientras todos íbamos con las lámparas
iluminando el cortejo, en el que se cantaban y se recitaban apartes del Cantar
de los Cantares. Todo Caná era una fiesta, al paso nuestro.
Jesús estaba feliz
viendo a su amigo casarse, por fin. Era bastante mayor para estas lides, porque
le había costado mucho encontrar mujer. “No existe la mujer perfecta”, le decía
cada año Jesús, tratando de convencerlo para que se casara. “¿Qué no?”, le
decía él. “¿Y tu madre; y mi madre? Además, ¿entonces tú por qué no te has
casado?”. “Ya lo hemos hablado muchas veces, Sadoc; yo no me quiero casar. He
decidido dedicarme a otras cosas. Cada persona es diferente, y no puedes
pretender que todos en este mundo sigamos el mismo camino”. Así terminó Sadoc
conociendo a su mujer, y desposándose con ella, un año antes de las bodas, como
era tradición.
Estaba yo recordando todo esto, allí en la puerta, de
frente al fortachón que no me dejaba entrar, y que me miraba como si yo fuese
un ladrón. Por fin pasó por allí el novio, a quien yo no conocía, pero yo le
grité desde fuera con todas mis fuerzas:
—¡Soy amigo de Jesús! —Cuando escuchó
“Jesús”, vino hacia la puerta. Le dio una colleja cariñosa al fortachón y me
hizo señas para que entrara, mientras me señalaba el rincón donde estaba el
Maestro.
Allí estaba todo finamente preparado: los adornos,
las mesas y, sobre todo, los anfitriones. La habitación nupcial estaba en una
pequeña casa, cerca de allí, que Sadoc había preparado para él y su mujer. Me
contó Andrés que, cuando habían entrado a la casa, firmaron el kethuba, el
contrato de bodas, y se lo entregaron a los padres de la novia. Zaduc y Tamar
habían preparado las oraciones, aprendiéndoselas de memoria; las recitaron
tomados de la mano, mirándose el uno al otro, mientras bendecían a los novios.
Cuando se terminó esta bella bendición, como era costumbre, la novia se fue con
sus amigas a una habitación dispuesta para ellas.
Nosotros conversábamos con el Maestro, al son de la
música y del vino. Un día antes, Simón se había ido a buscar a mi hermano
Santiago, a Bethsaidá, y habían llegado ambos un poco tarde. De hecho, no había
habido manera de presentarle mi hermano a Jesús, con todo el lío de la boda.
La madre del Maestro estaba allí, también. Se le
veía joven, a pesar de la edad que tenía. Porque si Jesús tenía treinta y tres
años, ella debía tener casi cincuenta, aunque aparentaba menos edad. Llevaba un
vestido blanco, como casi todas las mujeres de la boda. La diferencia entre
ellas estaba siempre en el color de la mantilla. La de la madre de Jesús era
azul. Se le veía muy sonriente y acuciosa con todo lo que sucedía, y se le
notaba el amor que tenía por Zaduc y Tamar.
—Mamá, éste es Juanito —le dijo Jesús,
presentándome. A mí me dio corte conocer así de sopetón a la madre del Maestro,
y me ruboricé un poco, pero me puse la mano en el pecho a manera de saludo, y
le hice una pequeña reverencia bajando mi cabeza. El Maestro se fue donde
estaban los amigos del novio, y yo me quedé con ella conversando.
—Le queda muy bien esa túnica a Jesús
—dijo la madre, viendo a su Hijo marcharse—; se la tejí yo misma —yo asentí,
sin saber muy bien qué decir—. “Los hijos son prestados”, me dijo una pastora, la
noche en que nació Jesús, ¡y tenía razón!
—Su hijo es muy bueno, señora —le dije
yo; ahora fue ella la que asintió.
—Cuando mi Hijo era un niño, me parecía
que la vida con Él no iba a tener fin; pasábamos tan buenos momentos juntos... —hizo
una pausa y con un deje de tristeza continuó—: Pero cuando fue pasando el
tiempo, fui entendiendo que la pastora tenía razón, y que los hijos un día nos
dicen adiós.
—¿Y cómo fue eso, señora?
—Simplemente un día de primavera por la
mañana, después de desayunar, se presentó con su manto ceñido por una cuerda
marrón, sus sandalias calzadas y la alforja terciada. Cuando Él se iba de viaje,
casi siempre se presentaba así, pero ese día tenía algo diferente en la mirada;
algo especial con lo que yo entendí inmediatamente que la hora de dejarme había
llegado. Entonces, fui a su encuentro y lo abracé muy fuerte, porque no quería
que se fuera. “¡Confía en Yahvé!”, me dijo cariñosamente, mientras me besaba en
la cabeza, “como siempre lo has hecho”.
En ese momento llamaron a María los
dueños de casa; se fue con la madre de Sadoc, y yo me quedé imaginando la
escena que la madre del Maestro me acababa de contar. Estuve absorto un
instante, pero luego reaccioné y me fui a buscar a mi hermano, mientras se
quedaba en mi mente la imagen de sus ojos dulces, que tantos años habrían de
acompañarme.
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