INFORME DEL SUMO SACERDOTE
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Quién era Anás
Reunión entre Anás y Caifás
Caifás trae a Juan a su presencia
Extracto de una carta de Caifás a su hijo.
El
poder en la sombra del Reino de Israel. Eso era mi suegro. Desde que me habían nombrado
Sumo Sacerdote, gracias a su influencia yo le debía todo a él, y así me lo hacía
saber cada vez que se le presentaba la oportunidad. No era una situación que me
agradara, pero la ventaja era que tenía su apoyo incondicional en lo político, y
participación económica en sus asuntos financieros. Tampoco podía hacer mucho más,
porque él era mi suegro, y nunca ha sido bueno mezclar desacuerdos en la familia
y los negocios; además él tenía comunicación directa con el gobernador romano y
se encargaba de que el estado actual de las cosas se mantuviera con paz; esa paz
engañosa, con un tris de tensión, que proporciona tantos beneficios.
Periódicamente
me reunía con él para darle un reporte de cómo iba el Sanedrín, y de las cosas
que se discutían en su interior. Pero también hablábamos de todos los asuntos políticos
y económicos que, en realidad, eran los que más le interesaban. Como te conté en
una carta pasada, eran suyos los negocios del cambio de moneda y la venta de animales
en el Templo de Jerusalén.
—¿Y
volcaba las mesas de los cambistas? —me preguntó. Yo asentí con cara de preocupación.
Luego, enfaticé con el fin de que se diera cuenta de la dimensión del problema:
—¡Me
dijo Asaf que parecía poseído por los demonios!
—¡Está
loco! No te preocupes.
—Ya
te digo que Asaf es un hombre fiel a nuestro pueblo, y a nuestro intereses, y no
se deja engañar por las apariencias. Y él piensa que este hombre puede sublevar
al pueblo contra nosotros —insistí—. Créeme: yo no me preocuparía en absoluto de
este asunto si no peligrara el negocio. —Cuando escuchó
hablar de “negocio”, la actitud de Anás cambió por completo.
—¿Cómo
dices que se llama? —preguntó, ahora con interés.
—Jesús
de Nazaret —le respondí.
—¡Nazaret!
Seguramente será un campesino ignorante.
—No
es tan ignorante como tú crees; mis informantes me dicen que lo han escuchado
discutiendo en el Templo sobre cuestiones religiosas, y que sabe mucho más de
lo que aparenta; incluso hay bastante gente que lo sigue; pero lo que será más
difícil de manejar es que parece que el hombre hace magia. Ayer mismo curó a un
cojo que pedía limosna en las afueras, y éste lo anda pregonando por toda la
ciudad.
—¡Bah!
No te preocupes tanto. La solución es encontrar a alguno de los que lo siguen;
no estaría de más averiguar qué pretende. Si está contra el imperio, nos
podremos librarnos de Él fácilmente; bastará hablar con el gobernador. Si es solo
contra nosotros, ya encontraremos la manera de deshacernos de Él. Yo creo seguramente
será otro loco, cuya locura se deshará como se deshacen las migas del pan.
Mi
suegro era muy listo, y ese consejo parecía el adecuado; lo mejor era saber qué
pretendía, sencillamente con un espía. Había que buscar a un seguidor suyo para
interrogarlo y, para esta labor, nadie mejor que Javán,, el jefe de guardia del
Templo. Así que lo mandé llamar.
—¿Conoces
a Jesús de Nazaret? —le pregunté; él asintió—. Pues quítate
el uniforme de la guardia, y vístete como cualquier persona, con túnica, capa,
sandalias y eso. Vete donde Él esté, y te haces pasar por uno de sus
seguidores. Cuando identifiques a algún seguidor verdadero, a quien podamos
comprar o presionar, me lo traes. Yo hablaré con él.
Javán
era un guardia fiel, y yo sabía que la misión estaba en buenas manos. No habían
transcurrido ni tres días, cuando me trajo a un muchacho asustado.
—¿Cómo
te llamas? —le pregunté.
—Juan
—respondió mirando hacia el suelo; se le notaba el terror en la piel, porque
temblaba como un pajarillo.
—¿Sabes
quién soy yo? —Él asintió, sin mirarme a los
ojos, y dijo casi imperceptiblemente:
—El
Sumo Sacerdote.
—Bien;
y sabes que soy la autoridad designada por el mismo Yahvé para representar a su
pueblo. ¿Verdad? —Volvió a asentir, y yo
continué:
—Necesito
que me contestes algunas preguntas. ¿Quién es el jefe de ese Jesús a quien tú
sigues?
—¿Jefe?
Nadie —respondió—. Él no tiene ningún jefe. —“Hemos comenzado
bien”, pensé. “Parece que el riesgo está acotado a unos cuantos”.
—Pero
¿Él es un fariseo? ¿un herodiano? ¿zelote? —el chico negaba todo sin hablar; hice
una pausa, mientras lo miraba con cara de sospecha—. Más te vale que me digas la
verdad. ¿Y qué pretende? ¿Cuáles son sus fines? —pregunté incisivo.
—Que
yo sepa, Él no pretende nada; solo nos explica las escrituras y nos enseña a
ser fieles a Yahvé.
—Fieles
a Yahvé; ¡ajá! —le dije, mientras comenzaba a caminar a su alrededor; el
muchacho seguía temblando—; tú dices que queréis ser fieles a Yahvé, ¿verdad?
—Sí
señor.
—¿Tú
sabes quién representa a Yahvé en Israel? —el chico no respondió nada—. ¡Pues
yo! —le dije enérgicamente; entonces, se puso mucho más nervioso—. Y lo que
Yahvé quiere es la unión de todos los que creemos en Él para lograr la supremacía
de Israel sobre todos los pueblos! ¿Lo entiendes? ¿O es que no has leído las
escrituras? —Juan asintió con la cabeza—¿Sabes cuántos revoltosos han muerto en
el último año, por creerse más de lo que son? —el chico negó con
la cabeza.
—Pues
han muerto más de doscientos; no querrás que tu Maestro termine como ellos, ¿no?
Y lo peor es que, cuando muere un agitador, normalmente sus seguidores van
detrás. —Juan volvió a negar con la cabeza—. Pues más te vale que me
ayudes. Cada vez que te busque Javán, vendrás a verme y contestarás a mis
preguntas cuantas veces te llame. Y no digas nada en tu grupo —el
chico asintió; yo me quedé mirándolo—. Quiero que sepas que
al gobernador no le gusta la gente que se sale de nuestra autoridad, porque se
vuelve peligrosa para el imperio; por eso los zelotes terminan cayendo como
moscas, y yo no quiero que el gobernador termine matando a tu Maestro.
—Sí
señor. —Se veía que este Juan estaba al tanto de los zelotes; eran unos
asesinos que atentaban contra cualquiera que diera su apoyo a Roma. Y, aunque
sabían que nosotros los príncipes de los sacerdotes no servíamos al Imperio,
nos acusaban de mantener su opresión contra nuestro propio pueblo. Me acerqué a
él, y le di unas palmaditas en la espalda.
—¡Venga
hombre! Ya no te preocupes tanto, que yo te voy a defender. No olvides que
estoy aquí puesto por Yahvé y que soy la máxima autoridad sobre el pueblo. Ahora
vete, y permanece alerta porque queremos saber si quiere atacarnos a nosotros o
a los romanos; ¡ah! Y cada vez que veas que algo importante sucede, busca a
alguien de la guardia del Templo, y preguntas por Javán.
—Sí
señor —me dijo—. ¿Me puedo ir ya?
—¿Pero
sí lo has entendido, o es que solo quieres irte ya? —bramé para presionarlo un
poco más.
—Sí
lo he entendido, señor —yo lo miré con cara de suspicacia, pero le di otra
palmada en la espalda para darle confianza, mientras le decía:
—De
acuerdo, Juan. Adiós, y no te olvides de nuestro trato.
El muchacho asintió, y desapareció por la puerta. Mi suegro tenía razón: interrogar a
este chico había sido una buena idea; pero no nos podíamos fiar de un chico
como éste, y había que permanecer alerta; “El que es temido
por muchos, debe temer a muchos” decía Publio Siro, un poeta romano, y
yo no podía dejar ningún cabo por atar. Tenía que aprovechar el poder que poseía
porque Yahvé iba a salvar a Israel, pero tenía que ser con nuestra fuerza; si
no la empleábamos, Él no iba a hacer nada por nosotros.
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