EL MIEMBRO DEL SANEDRIN

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Jesús en Betania
Nicodemo ve a Jesús en privado
Infancia espiritual
El Hijo no vino para juzgar al mundo

Apuntes de Felipe de Bethsaidá acerca de la primera visita a Betania.


“A veces no nos damos cuenta del valor de la amistad; Yahvé ha puesto ciertas personas a nuestro lado, para que sepamos apreciar su presencia a través de ellos”, nos había dicho Jesús cuando nos aproximábamos a Betania. Aún recuerdo la entrada de la casa de esos tres hermanos, los mejores amigos de Jesús, flanqueada por cipreses y olivos; había también pequeños montículos confinados por piedras, en las cuales los dueños de casa sembraban hierbas para cocinar. En la parte de atrás, las montañas de roca, con algunas cuevas; y por un costado, detrás de la casa y entre montes, recuerdo también cómo se adivinaba a lo lejos una pequeñísima línea horizontal que dejaba entrever la presencia lejana del Mar Salado. Varias veces estuvimos allí, pero la primera vez fue muy especial. Jesús llegó esa tarde, como si entrara en su propia casa.

¡Shalom Aleichem! —exclamó con fuerte voz.

—¡Jesús de Nazaret! —respondió una voz de mujer al fondo—¡Aleichem Shalom!

—¡Marta! ¿Cómo estás?

—¡Muy bien! —respondió la mujer mientras venía a saludar al Maestro— ¿A qué debemos tu visita? ¿Y quiénes son todos estos? Yo miré y, efectivamente, éramos muchos. Aunque parecía una mujer muy amable, Jesús no le podía pedir que nos recibiera a todos.

—Quería que nos dieses posada —le dijo el Maestro. La mujer torció un poco el cuello, sonrió, guiñó un ojo y le dijo:

—¡Jesús! No tienes ni qué pedirlo. Sabes que nuestra casa es tu casa. “¡Vaya!”, pensé. “No le atino ni a una”.

—¿Y tus hermanos? —preguntó Jesús levantando sus cejas.

—Están en Jerusalén, pero no tardarán en llegar. Poneos cómodos. ¿Queréis beber un poco de agua?

Nosotros no dijimos nada, pero la mujer salió de la casa sin esperar la respuesta. Volvió con una bandeja llena de dátiles e higos.

—Os he traído esto de nuestro jardín; por ahora os calmará un poco el hambre. Luego volvió a desaparecer y trajo unas copas, una jarra con agua, un pellejos con vino, y un par de panes grandes que partió para que alcanzara para todos. Jesús le dijo:

—¡Muchas gracias, Marta! Nosotros también habíamos traído un poco de comida. Espero no incomodaros demasiado —se dirigió a nosotros para decirnos—: Lázaro, Marta y María son amigos míos desde hace poco. Nos conocimos hace…

—Dos años —interrumpió Marta, mientras comenzaba a servir.

—Dos años; sí. Tienen una plantación grande de olivos que su padre cultivaba; luego los hijos siguieron con el oficio de hacer aceite. Os va bien, ¿no Marta?

—No nos podemos quejar, Maestro. El aceite es buen negocio porque sirve para comer, pero sirve también para encender las lámparas, para suavizar las heridas o para ablandar las pieles de los animales.

—Ya veis que Marta, además de ser buena anfitriona, es muy buena vendedora. Y los tres hermanos, muy generosos. Marta sonrió, y se llevó la mano al pecho, en señal de humildad. Jesús continuó hablando de los hermanos: Son los amigos más queridos que tengo aquí en Judea.

El Maestro, entonces, comenzó a presentarnos a todos, uno por uno, mientras se adivinaba entre las ventanas el sol que se comenzaba a ocultar; al poco tiempo vino un sirviente, que le susurró algo a la dueña de casa.

—Maestro; te buscan en la puerta. Jesús puso cara de extrañeza.

—¿Quién?

—No lo sé; dice mi criado que es un sacerdote.

Yo miré a los demás, preocupado, pero Juan parecía aterrorizado. Con la que había montado el Maestro en el Templo de Jerusalén, podríamos estar teniendo problemas con los sacerdotes y hasta con los romanos. Jesús fue a la puerta, y salió. Pasó un rato, y el Maestro no venía; entonces me fui a la ventana a ver que sucedía, mientras hacía señas a los demás de que permanecieran sentados. Desde la ventana, y a través de una pequeña rendija,  yo escuchaba la conversación y podía verlos, sin que el sacerdote o el Maestro pudieran saberlo.

—Estoy de acuerdo con lo que dijiste en el Templo —decía el sacerdote—. Además, es claro que tú vienes de parte de Dios porque si no, no hubieras podido curar al cojo que estaba en el puente —hizo una pausa; Jesús lo miraba con cara de sospecha; el sacerdote reparó en que Jesús se había dado cuenta de que nos estaba siguiendo—: Lo siento; venía detrás de vosotros porque pensé, cuando he visto que echabas a los vendedores del Templo, que tenías toda la razón; no podemos tener la casa de Dios sin la dignidad debida; entre el griterío de los cambistas, el ruido de los animales y sus desechos, no podremos nunca alabar a Dios en paz. Jesús asintió, mientras replicaba:

—El Templo debería estar mucho más limpio, y esa limpieza debería ayudar a que los hombres sintieran la necesidad de estar limpios también en el interior de sus corazones. Dios quiere que nosotros lo tratemos con respeto, porque Él es nuestro Padre.

—¿Nuestro Padre?

—Sí Nicodemo; Él es nuestro Padre, y por eso nos pide que nos pongamos en sus manos como los niños, que confían ciegamente en sus padres.

—¿Y nosotros podemos volver a ser niños? ¿Volver a nacer de nuestras madres?

—¡No Nicodemo! —replicó Jesús negando con la cabeza— No me refiero a nacer según la carne, sino a nacer en Espíritu. La carne de nuestro cuerpo se puede ver con los ojos, pero el Espíritu no se puede ver; es como el viento, que se puede escuchar, pero no se sabe de dónde viene ni a dónde va. ¿Por qué crees que nos lavamos antes de comer y lavamos también nuestro cuerpo? ¡Para limpiarnos! Y así como limpiamos nuestro cuerpo, debemos también limpiar y purificar nuestro Espíritu.

—Maestro; perdona, pero no entiendo lo de “purificar el Espíritu”. ¿Cómo se puede purificar un Espíritu, si un Espíritu no se puede ver?

—Tú eres fariseo y maestro de Israel; y crees en la resurrección de los muertos, ¿verdad? —el sacerdote, que según la conversación se llamaba Nicodemo, asintió; Jesús siguió hablando—: porque los hombres somos cuerpo, pero también somos espíritu; y ese espíritu es nuestra conexión con Dios. O sea que, cuando resucitemos, vamos a resucitar completos, en cuerpo y en espíritu. Así, una persona puede dar testimonio de lo que ha visto con sus ojos, pero también puede dar testimonio de lo que ha sentido con el espíritu.

—Ahora entiendo, Maestro; lo que dices es que tenemos que limpiar nuestro interior, pero ¿cómo podemos hacerlo?

—Con humildad; por eso te decía antes que hay que ser como niños; porque los niños son sencillos y son capaces de echarse en brazos de su padre, con toda la confianza. Cuando vamos donde nuestro Padre, confiando firmemente en Él, Él te abraza, te acepta y te purifica. Y se olvida completamente si alguna vez lo has ofendido. ¿No te pasa a ti lo mismo, cuando un hijo viene a ti con confianza? ¡Se te olvida todo! Solo quieres estar con él.

—Maestro, tú deberías hablar de esto en el Templo.

—Yo he estado en el Templo, y he hablado acerca de muchas cosas de estas de la tierra, como esta, y ha habido algunos de los sacerdotes y miembros del Sanedrín que no han aceptado mis palabras. ¿Si no me han entendido cuando hablo de cosas de la tierra, ¿crees tú que van a entenderme cuando les hable de las cosas del cielo? el sacerdote le replicó:

—Maestro, es que no es fácil distinguir entre lo que viene del cielo y lo que viene de los hombres.

—Es verdad, pero mira: Dios ama tanto al mundo, que le ha enviado a su propio Hijo para enseñarle a los hombres cómo se debe vivir en la tierra para ser felices. ¿Hay algún amor mayor que ese? Seguramente habrá algunos que no sean tan afortunados de haber tenido un buen padre en la tierra, pero podéis estar seguros de que el Padre del cielo es un Padre perfecto que siempre está pensando en la felicidad de sus hijos.

Desde la mesa, Andrés me tiraba pedazos de pan para llamar mi atención; los demás se reían, mientras yo trataba de aplacarlos con las manos, para que me dejaran escuchar. Nicodemo interpeló a Jesús:

—Entonces es un amor muy grande el que Dios tiene por todos los hombres, pero creo que mucha gente en Israel no podrá comprenderlo, porque lo lógico es pensar que Dios, el creador, el todopoderoso, está en el cielo y abajo, muy abajo aquí en la tierra, estamos los hombres.

—Nicodemo: la buena noticia es que Dios está aquí en la tierra. El que no pueda comprenderlo es que no confía en el infinito amor y en la infinita misericordia de Dios; y el que no confía en el amor de su Padre, nunca se va a poner en sus manos. Yahvé no envió a su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para iluminar al mundo; por eso es que los justos aman la luz de Dios, porque así las buenas obras, hechas según la voluntad del Padre, relucen en el mundo. En cambio, hay hombres que prefieren las tinieblas y odian la luz, porque la luz permite que se vean sus malas obras.

En ese momento, escuchamos llegar más gente a la casa; pero venían por la puerta trasera. Jesús le dijo al sacerdote:

—Me tengo que ir, Nicodemo. ¿Nos veremos de nuevo en el Templo? —el sacerdote asintió y se dieron dos besos de despedida. Yo volví a sentarme rápidamente. Natanael dijo, para reírse de mí:

—¡Qué hipócrita eres, Felipe! ¡Espiando al Maestro!

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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