EL LÁTIGO EN LA VOZ

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Judas Tadeo (El Cachas) y Santiago el menor, primos del Señor, se unen a los discípulos
Primera Pascua en Jerusalén
Jesús echa a los mercaderes del Templo
Curación de un cojo


Apuntes de Santiago el Mayor sobre el incidente en el Templo de Jerusalén.


La madrugada en el Mar de Galilea es especial: es como una caricia de Dios, que te alegra la existencia y que te lleva a encarar el día con todas tus fuerzas, especialmente cuando vas a emprender un viaje. Mi hermano Juan y yo llegábamos, en medio de arreboles imposibles, a buscar a Jesús a casa de sus tíos, para dirigirnos a Jerusalén. Cuando llegamos ya estaba Él, sonriente como siempre, con Felipe y Natanael y con otros dos hombres a los que yo no conocía.

Shalom Aleichem —saludó Jesús.

Aleichem Shalom —contestamos Juan y yo, al unísono.

—¿Quiénes son ellos? —le pregunté a Jesús, discretamente.

—Son mis primos, Santiago y Judas —respondió el Maestro.

—No te pelees con Judas —dijo Natanael bromeando—. Está bastante cachas, y vosotros los “zebedeos” no sois propiamente fuertes. —Tenía razón; nosotros no éramos débiles, pero su primo era ancho de espaldas. Se parecía mucho a Jesús. Era alto como Él, pero se diferenciaba del Maestro en el color de los ojos. Mientras los de Jesús eran azul oscuro, como los de su madre, los de Judas eran color marrón.

De ahí fuimos a buscar a Andrés y a Simón, en casa de este último. Cuando llegamos, desde el interior se escuchaba una reprimenda de su padre, que en ese momento andaba en Cafarnaúm. Al final salieron los dos hermanos con cara de enfado.

—¡Vaya bronca! —les dije cuando salieron—. Ayer fue con nosotros y hoy es con vosotros.

—¡Vámonos! —dijo Jesús, tomando camino de mediodía, como si la conversación no fuera con Él y hubiera cosas más importantes qué hacer.

—Cuando volvamos, vamos a tener que trabajar en serio; si no, nadie va a aguantar a nuestros padres —me dijo Simón.

—Ayer, también nuestro padre estuvo muy pesado: “Eso nos pasa por culpa tuya, Salomé” —dijo Juan imitando a su padre—; “tú les alientas todos esos sueños de grandeza”. ¿A qué “grandeza” se referirá, si nosotros somos solo unos pescadores?

Cuando ya llevábamos un buen tiempo caminando, Andrés, Simón, mi hermano y yo, nos retrasamos un poco, tratando de planificar el trabajo, para cuando volviéramos de la Pascua. Yo sentía que nuestras vidas estaban cambiando a pasos agigantados; no sé si mis compañeros de faena pensaban lo mismo, pero ahora yo opinaba que Jesús era alguien enviado por el cielo y quería aprovechar su presencia, y aprender de sus enseñanzas. Cuando terminamos de hablar con nuestros socios, me rezagué un poco más con mi hermano.

—¿Qué vamos a hacer ahora con nuestro padre? —le pregunté. Él se encogió de hombros con un gesto muy suyo; yo insistí—: ya ves cómo está de enfadado.

—De acuerdo, pero ¿Tú te querrías perder este viaje con el Maestro? —me replicó; yo lo miré a los ojos. Casi sin querer los dos comenzamos a menear nuestras cabezas simultáneamente, y comenzamos a reírnos.

El caminar se hace cada vez más apacible hacia el mediodía,  al lado de un río Jordán cada vez más calmado, no como cuando baja desde el Monte Hermón. El valle estaba lleno de verde, en medio de montañas desérticas en las cuales despuntaba, de vez en cuando, algún arbusto irreconocible; la gran ventaja era que las montañas rocosas estaban plagadas de cuevas en las cuales se podía pasar una noche decente, al calor de un buen fuego.

Este camino que sigue la ruta del río todavía no está empedrado todavía a pesar de ser, tal vez, el más recorrido de Israel; decidir o no si una calzada se considera “romana”, es decir empedrada y con buenas especificaciones, era discrecional de nuestro “querido” rey Herodes; “para eso sirven nuestros impuestos”, pensaba yo. 

A los cinco días, ya estábamos llegando a Jerusalén, después de pasar por Jericó. Desde esta ciudad milenaria, ya el camino era un hervidero de gente que venía para la fiesta.

La Pascua en Jerusalén era un absoluto caos porque no era normal que se reunieran, algunas veces, hasta un millón de personas. Las autoridades trataban de encontrar soluciones a los problemas logísticos, que ese reto planteaba, distribuyendo por toda la ciudad hornos para que nadie se quedara sin asar su cordero pascual.

La subida a la explanada del Templo era un espectáculo. No existía ninguna persona que no se quedara asombrada al llegar a la ciudad. “Es para lo único que sirvió Herodes el Grande”, decía mi padre, y yo estaba de acuerdo. Y es que el padre del actual Herodes, había hecho del monte una fortificación.

Por supuesto los romanos no eran tontos, y sabían que tal cantidad de gente era imposible de controlar, y le habían exigido al rey que construyera, adyacente al Templo, un gran castillo dedicado a Marco Antonio, el triunviro, con cuatro torres de vigilancia como de sesenta codos de alto y un patio central, donde podían caber varias centurias de soldados: la Fortaleza Antonia. Los romanos sabían que para los judíos la cuestión religiosa y la cuestión política se mezclaban, y que cualquier revuelta comenzaría justamente ahí, en la explanada del Templo.

Entramos a la ciudad por la puerta de “las ovejas”, justamente dejando las escalinatas de la Fortaleza a nuestra derecha. Apenas entrar, el bullicio se hacía intolerable, porque el recinto del Templo era una aglomeración imposible de animales y de gente. Ese día, estaba especialmente lleno de personas que acababan de llegar desde muy lejos, y cambiaban sus denarios romanos por siclos de plata, que era la moneda con la cual debía hacerse la ofrenda en las huchas que estaban ubicadas en el Patio de las Mujeres.

—Ya casi no nos quedan —decía un cambista—; los siclos te van a costar un poco más.

—¿Por qué? ¿No es vuestra obligación hacer los cambios? —le decía un forastero.

—¿Nuestra obligación? ¡Qué me dices! Nosotros somos solo unos empleados. Si quieres pelear, vete y hablas con los sacerdotes —dijo señalando a unos sacerdotes que hacía poco tiempo estaban hablando con ellos.

Jesús escuchaba toda la conversación y tenía los ojos cerrados, pero se veía que apretaba los dientes. Ya nos había hablado, justo hacía dos días, que la ofrenda que se daba en el Templo era importante, pero que era mucho más importante el espíritu limpio y la generosidad con la cual se daba. Y que lo importante no era la cantidad que se ofrecía, sino el esfuerzo que nos costaba. Estábamos esperando a que Jesús nos dijera algo, o que saliera caminando hacia alguna parte, pero no; Él seguía con los ojos cerrados, y con una tensión contenida.

Unos hombres sucios pasaron a su lado con una cabra que casi lo derriba. Entonces no aguantó más; abrió los ojos, y tomó unas cuerdas que estaban tiradas por el suelo; se quitó su propio cinturón, y lo unió a las cuerdas. Tenía los ojos encendidos.

—¡Baaaaaastaaaa! —gritó con todas sus fuerzas. Todo el mundo se quedó callado ante el grito potente de Jesús, y la fuerza que emanaba de su ser. Ahora, solo se escuchaban el balar de las ovejas, el mugido de los bueyes y el gorjeo gutural de las palomas—. ¿Cómo os atrevéis? ¿No veis que el Templo de mi Padre debe ser una casa de oración? ¡Vosotros sois unos ladrones! —le dijo al cambista que antes hablaba con los forasteros, mientras volcaba su mesa. Las monedas volaron por los aires y quedaron desparramadas por el suelo.

—¡Esta es la casa de Dios y, sin embargo, aquí se esconde toda la porquería de Israel! ¡La escritura dice: mi casa será llamada casa de oración de todos los pueblos! ¡Esto no es una casa de negocios! ¡Aquí se viene a rezar, no a comprar bueyes! ¡Para hacer eso id al mercado, pero no vengáis a ensuciar este lugar santo! —Había unos que habían salido corriendo, presas del pánico, porque Jesús seguía derribando jaulas, como si lo poseyera un espíritu vengador. El látigo se enredaba en las patas de las mesas; Jesús tiraba de ellas con fuerza, y hacía que todo rodara por el suelo. En ese momento, yo me acordé del salmo que decía:

Porque el celo de tu casa me consume,
y los insultos de los que te insultaban
cayeron sobre mí.

Así se lo dije a Juan, después. Uno de los sacerdotes que había estado antes con los cambistas vino donde Él, corriendo, y le gritó:

—¡Cálmate Rabbí! ¿Por qué atacas a todo el mundo? ¿Estás poseído por un demonio o qué te pasa? 

—Jesús se detuvo; el sacerdote insistió—: ¿quién te ha permitido derribar todo y gritarnos así?

—¿Me preguntas quién me ha dado la autoridad para hacer respetar la casa de mi Padre? ¿No te das cuenta de lo que preguntas? ¡Pues el mismo que es capaz de destruir este Templo, y reedificarlo en tres días!

—¡Estás loco! ¿Crees que alguien puede levantar en tres días un Templo de esta magnitud, en el que ha trabajado tanta gente durante cuarenta y seis años y que ha costado tanto dinero? ¡Anda! ¡Vete antes de que te aprese la guardia o que vengan los romanos a apresarte ellos mismos! —Cuando escuchó eso, Natanael se aprestó a tomarlo del brazo; todos los demás lo secundamos, y sacamos al Maestro de allí. Sabíamos que aquello no era solo una cueva de ladrones; también era una cueva de asesinos.

—¡Vámonos a Betania! —dijo Jesús molesto, cuando ya estábamos un poco alejados del tumulto.

—Si Maestro, venga. —dijo Felipe—. ¡Vámonos!

Felipe nos hizo señas a todos, y salimos a buen paso hacia levante. Bajamos a toda prisa hacia el Torrente Cedrón, protegidos por los cipreses; allí, justo después de pasar el puente había un cojo que pedía limosna. Cuando pasamos, acompañados de Jesús, el cojo nos salió al encuentro:

—¡Rabbí! ¡Una limosna, por el amor de Dios! Jesús venía caminando con determinación, pero se detuvo y miró al cojo. Su semblante cambió súbitamente de la fuerza y el enojo, a la ternura más extrema.

—¿Por qué quieres una limosna? —le preguntó Jesús con una sonrisa. El cojo puso cara de extrañeza; por si el Maestro no se había dado cuenta de su condición, el cojo le mostró las muletas y la pierna vendada. Jesús lo miró con compasión y lo abrazó. Al cojo se le cayeron las muletas y se cayó al suelo. Nosotros estábamos preocupados, por si el pobre cojo se había hecho daño al caer, pero se levantó de un salto, como si nunca en su vida hubiera estado lisiado, y empezó a gritar:

—¡Bendito sea Yahvé! ¡Bendito el nombre del Señor! ¡Gracias Dios mío!

Entonces comenzó a saltar, lleno de júbilo ,y se postró ante Jesús que solo sonreía. Nosotros estábamos mudos y estupefactos. ¡Jesús lo había curado! Nadie podía hacer esas cosas si no venía de Dios. Teníamos esa firme convicción, pero hacía falta que el mundo conociera las maravillas que salían de sus manos porque, si no, su vida iba a correr peligro; y la nuestra también. Yo miré hacia atrás, y vi que un sacerdote nos seguía a lo lejos; yo no les dije nada a los demás, para no preocuparlos, pero procuré aligerar el paso.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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