PIEDRO
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Piedro conoce a Jesús
Felipe conoce a Jesús
N del T: el nombre original de San Pedro era Simón pero Jesús le puso el sobrenombre de “Cefas”, palabra hebrea que significa “roca”. Esta palabra, en griego, se dice “Petra”. “Cefas”, entonces, se debe traducir como “Piedro”, que es como se le llama a todo lo largo de este libro.
Yo
estaba muy enfadado, porque me sentía perdiendo el tiempo aquí en Judea; además
mi hermano y mi socio estaban distraídos con un chiflado que predicaba cosas
raras a la orilla del Jordán. Habíamos quedado en encontrarnos en el cruce del
Jordán con el Wadi Kharrar, para volver a nuestra casa en Galilea, desde Jerusalén. Ya estaba a
punto de anochecer, con lo que comenzaba un nuevo día, y era justo a la hora
convenida, así que me senté a esperar.
El
Wadi Kharrar era una pequeña
mancha verde en medio del desierto; multitud de arbustos crecían en un hueco
natural donde, si llovía, se formaba un pequeño arroyo que iba a unirse con el
Jordán, camino del Mar Salado. Al poco tiempo de estar allí esperando, llegó mi
hermano sonriente; venía con Juan, nuestro socio.
—Shalom Aleichem —me dijo.
—Aleichem Shalom —le respondí—. ¡Venga!
¡Vámonos! —les dije apremiante.
—¿No vamos a hacer noche aquí? —preguntó como
si tuviéramos todo el tiempo del mundo.
—Si así fuera, habríamos hecho noche en
Jericó; vámonos —le respondí, como si hubiera sido algo obvio.
—Espera; hemos encontrado al Mesías.
—Sí; tu loco del Jordán; vámonos ya —le respondí,
como si no hubiera escuchado.
—No; no; es otro.
—¿Otro Mesías? ¿Tienes colección, o qué? ¡Venga,
vámonos ya! —le dije, comenzando a perder la paciencia—¡Santiago debe estar liadísimo,
aguantando a nuestros padres!
Santiago y Juan eran hermanos y, junto
con Andrés mi hermano y conmigo, estábamos trabajando para nuestros padres. Santiago
no había venido con nosotros, porque le había tocado en suerte quedarse a
faenar.
—Simón; por favor —insistía Andrés—. Ven,
que el Maestro está cerca.
—¿El “Maestro”? ¡Qué pesado eres!
¡Imagina por un momento que tú fueses Santiago y que tuvieras que trabajar solo
con los trabajadores de nuestros padres!
—Ya lo sé, Simón, ¡pero el sitio donde Él
está, nos queda en el camino! —protestó obstinado.
—¡Que no, Andrés! —le respondí más enfadado
aún y eché a andar. Juan ni siquiera había abierto la boca; y, a partir de ese
momento, Andrés tampoco lo hizo. Habíamos recorrido unos treinta estadios,
cuando Andrés comenzó a salirse del camino, ante la mirada divertida de Juan.
—¿Qué haces? —le grité enfadado. Él no
decía nada; solo caminaba. De repente, un hombre que estaba sentado a la vera
del camino se levantó diciendo:
—¡Pero si es Simón, el hijo de Jonás!
—me dijo con su mirada penetrante el hombre—¡Claro que no te deberías llamar
así, sino Piedro, porque eres un cabeza dura! —Andrés volvió del
lugar donde se había desviado y junto con Juan soltaron la carcajada. Yo
sonreí.
—¡Te conoce antes de conocerte! —rio de
buena gana Andrés—¡Piedro te ha llamado, jajajaja!
—¿Tú quién eres? —le pregunté haciendo
una mueca, mientras pensaba quién podía saber mi nombre, y el nombre de mi
padre.
—Soy Jesús, y vengo de Nazaret.
—¿Te han hablado éstos de mí? —le pregunté;
yo ya estaba algo molesto.
—Algo sí, pero no me han contado todo. ¡Quedaos
aquí esta noche! —sugirió Jesús—. Mañana saldremos todos juntos hacia Galilea,
con toda la gente que está regresando. —Yo ya estaba
cansado de discutir.
—¡Veeenga! —concedí, ya vencido,
arqueando las cejas y levantando mi mano izquierda, en señal de rendición—;
quedémonos.
—¡Bien! —dijo Andrés imitándome y
contento por haberse salido con la suya.
—¿Y qué aparejos has comprado? —me
preguntó Jesús. Yo seguía sorprendido por todo lo que sabía este tipo de mí.
Seguro Andrés le había contado algo.
—Era solo una red lanzadera con pesos en
el borde —respondí decepcionado—. Me habían dicho que eran el último adelanto,
pero no; creo que las nuestras son mucho mejores.
—Jesús, ¿le puedes contar a Simón lo que
nos dijiste de tu Padre, Yahvé? —sugirió Andrés.
—¿A Piedro le voy a contar algo yo? ¡Si
él ya lo sabe todo! —bromeó Jesús mirándome. Ellos se rieron; a mí no me hacía
gracia que se siguieran riendo de mí—. ¡Contádselo vosotros! Y contadle todo lo
que habéis aprendido del Bautista.
—¿El loco del Jordán? —pregunté; Jesús puso
cara de desagrado; se veía que no le había sentado muy bien que yo hablara del
Bautista como si estuviera loco.
—¿Quién te ha dicho que está loco? ¿Éstos?
—preguntó incómodo.
—¡Hombre, un tipo que vive en el desierto
comiendo grillos y resinas de los árboles, no te parecerá muy cuerdo! —le dije
yo, como expresando una obviedad.
—Yo también acabo de estar un tiempo en
el desierto, y no estoy loco.
—¿Y qué hacías en el desierto? —le pregunté, poniendo
cara de sorpresa.
—Preparándome —dijo Él; yo torcí un poco
la cabeza, y pregunté con evidente curiosidad.
—¿Para qué?
—Tengo una misión, y me quería preparar.
Todos los hombres tenemos una misión en la vida, y la mía es una empresa muy
grande.
—¿Y te lo pasaste bien en el desierto? —le
pregunté con intención de gastarle una broma, pasando por alto su “gran
empresa”.
—¡Pues como tú con tus aparejos egipcios!
—Juan y mi hermano
soltaron una carcajada. Me había dado cuenta de que
yo había fruncido el ceño, pero no quería que se me notara la sorpresa. Jesús
continuó—: Pues no era algo agradable, la verdad; había animales salvajes y
poca agua.
Y nos empezó a contar todo lo que vivió
durante cuarenta días en el desierto de Judea, muy cerca de aquí. Ese cuento me
parecía demasiado raro, pero su conversación era muy agradable; cuando ya
estábamos casi en la segunda vigilia de la noche, queríamos seguir hablando,
pero Él quería irse a dormir a la cueva que habíamos escogido por mesón.
La noche para mí no fue apacible. Tuve
sueños extraños, con pantanos que me impedían caminar y animales que me
acechaban. Dormí, pero me desperté más cansado de lo normal. Vi a Andrés y a
Juan, aún dormidos, pero Jesús no estaba en la cueva. Salí y lo vi de pie, en
actitud de oración, sobre una roca. Él se dio cuenta de mi presencia y vino
hacia mí.
—No has dormido bien —me dijo torciendo
la boca. Ya me estaba acostumbrando a que este “extraño” me adivinara el
pensamiento.
—Lo digo por tus ojeras y tus legañas. —Yo
me eché a reír, y la risa despertó a Juan y a Andrés que se comenzaron a mover
y a hablar dentro de la cueva.
—¡Venga! ¡Vámonos! —dijo Jesús terciándose
su alforja.
Si yo tenía cara de dormido, las caras de
Juan y Andrés eran todo un poema, con sus pelos desordenados. Comenzaba a salir
el sol sobre las dunas y las rocas del desierto de la Perea y, con él, se
iluminaban todos los arbustos que flanqueaban el Jordán. Comenzamos a caminar a
buen paso. Yo iba al lado de Jesús, mientras Andrés y Juan iban un poco
rezagados. Vimos a alguien a la vera del camino, y Jesús lo llamó:
—¡Felipe! ¡Ven aquí! —El
hombre nos miró.
—¿Quién eres tú? —preguntó el tal Felipe;
pero cuando me vio exclamó—: ¡Hola Simón! —yo lo miré mejor
y entonces lo reconocí; era Felipe, un hombre de mi pueblo. Jesús le dijo:
—¡Sígueme! —Felipe lo miró
extrañado, pero se vino con nosotros. La voz de Jesús irradiaba autoridad. Yo
me detuve un instante para que Juan y Andrés lo saludaran también.
—¡Mirad quién está aquí! Es Felipe, el de
Bethsaidá.
Felipe se retrasó para saludar a Andrés y
a Juan, mientras yo seguía conversando con Jesús; luego los que venían detrás
nos alcanzaron. Jesús comenzó a explicarnos las escrituras de una manera que no
habíamos escuchado nunca. Era como si, de repente, la escritura dejara de ser
un arcano distante para convertirse en algo cercano y nuestro en el que todo se
esclarecía, como el cielo que teníamos encima.
Y el Maestro tenía una sonrisa y
una mirada penetrante, que te dejaban sin habla. Sus enseñanzas podrían haber
sido dichas hace tiempo, porque el ser humano ha cambiado muy poco desde Adán y
Eva. Los mismos anhelos, las mismas debilidades, y también las mismas envidias y
los mismos sueños. Y sus palabras podrían haberles servido por igual a ellos, o
también a quien las escuchara dentro de mil años o más. Sin dudarlo ni un
instante, le dije:
—A mi mujer le habría encantado
escucharte.
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