HIJO DE PTOLOMEO

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Natanael (Bartolomé) conoce a Jesús
"¿De Nazaret puede salir algo bueno?"
"Un israelita en quien no hay doblez ni engaño"


Extracto de una carta enviada por Natanael (Bartolomé) a José, a quien llamaban "el Justo"


—¿Tú has sido feliz cuando has sido pescador? —le pregunté a mi amigo Felipe, cuando estábamos de viaje en Jerusalén—. Bueno; en realidad has tenido varios oficios—. Su mirada se fue a otro lado, como una mosca que no sabe dónde posarse; yo torcí la boca, como dudando de todo.

—Tu siempre con tus preguntas esenciales; ¡pareces un filósofo griego! —me respondió.

—Estar en una ciudad como ésta, te mueve a hacértelas —argumenté—. ¿No te gustaría conocer el mundo? Damasco, Atenas, Menfis, Roma, no sé; en estos días, por ejemplo, tú y yo hemos estado hablando con la gente en el Templo de Jerusalén; ¡el centro del judaísmo! Se respira un ambiente festivo, como en casi todas las fiestas, pero la gente aquí te habla de la escritura y te cuestiona sobre temas muy diversos; te hablan de filosofía, de medicina, de política. En cambio en Galilea la gente te habla solo de sus cabras, de sus sembrados, de sus lámparas o de sus peces.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Te vas a ir de Caná? O ¿dónde vas a vivir?

—¡Pues a Bethsaidá me iré! —contesté irónicamente—. A ver, Felipe; a esa pregunta no tengo respuesta, pero sí sé que me gustaría ver el mundo.

—¡Pues vete a perseguir tus sueños! ¡Vete a Roma! Seguro que el César necesita esclavos. —me dijo siguiendo la ironía.

—Tú te ríes, pero dicen que el foro es uno de los sitios más bellos del mundo —le dije.

—Sí; está lleno de templos paganos.

—En eso tienes razón; por fin un argumento.

—¡Pues anda que hablar de esto en plenas fiestas! —me dijo, expresando su desagrado.

—Mira; incluso Jerusalén es muy buen sitio para vivir —repliqué—. Yo vivo en Galilea porque allí tengo una manera de ganarme la vida, pero no me gusta ser persona del campo; prefiero la vida de la ciudad, y ninguna mejor que la de Jerusalén. No es que yo quiera triunfar rápidamente o que no vaya a tener escrúpulos a la hora de hacerlo; es que la vida del campo, aunque es más calmada, también es más monótona y menos interesante. Felipe se quedó pensando y luego me respondió:

—Sí, pero antes tienes que encontrar un trabajo para ganarte la vida.

Tenía toda la razón, pero yo ya me había trazado un plan. Yo no iba a permitir que la vida pasara, quedándome anquilosado en un sitio perdido en el mundo. La próxima fiesta, iba a venir con algunos de mis trabajos de herrería e iba a recorrerme toda Jerusalén, mostrándolos, con el fin de encontrar un trabajo. Dónde dormir, era lo de menos; ya se haría uno un sitio en algún lugar. Lo importante era dar el paso, y yo ya lo tenía decidido.

La fiesta de Purim en Jerusalén se terminaba; los argumentos de las discusiones en el Templo, daban paso a las conversaciones del camino. Salimos muy temprano hacia Galilea; como siempre, siguiendo el curso del Jordán. Había tanta gente que salía de la ciudad que, por las aglomeraciones, perdimos el rastro Felipe y yo, el uno del otro. Yo apuré el paso a ver si encontraba a mi amigo, pero no lo vi por ningún lado. Cuando ya fue de noche me puse a buscar un lugar para descansar; casi todos tenían una pequeña tienda que instalaban a la vera del camino, pero la nuestra la tenía Felipe. 

Busqué un sitio donde dormir y encontré una roca que estaba a poca distancia del camino, bajo una higuera; era plana, como de tres palmos de alta; yo cargaba, junto a mi mantilla, una manta para dormir, y la puse sobre la piedra; era una manta grande, o sea que me sobraba un poco para poner un poco más bajo mi cabeza. Estaba muy cansado, así que pronto me quedé dormido, con la firme intención de buscar a Felipe la mañana siguiente.

Comencé a soñar que llegaba a Roma y que, nada más llegar, me perseguían tres gladiadores; uno tenía un casco completamente cerrado y no era posible ver su cara; los cascos de los otros dos, solo tenían apertura por los ojos. No me podían dar alcance porque yo corría más aprisa, pero el gladiador que tenía el casco completamente cerrado me arrojó una lanza; yo la esquivé contorneando la espalda, pero sentí que me caía al suelo. Y tanto que me caía, que fui a caer en unas piedras que estaban al lado de la roca en la cual dormía, pero bastante más abajo, y me hice un daño terrible; hasta se me rompió la túnica del golpe.

—¡Raca! ¡Raca! ¡Raaaaaaca! —exclamé.

Tenía magullada y raspada la espalda y la túnica rota por el golpe con las piedras. Menos mal no me había golpeado en la cabeza, porque me habría hecho daño de verdad. ¡Cómo me dolía la espalda! Me puse un poco de agua en las heridas para lavármelas, y luego me puse un poco de aceite. “Lleva un poco que nunca viene mal”, me había dicho mi madre antes de emprender el viaje, y menos mal que le había hecho caso.

Miré al cielo estrellado; era apenas la tercera vigilia de la noche. Volví a ponerme la maltrecha túnica, y me volví a acostar, esta vez sobre la tierra, al lado de la higuera. No pude dormir, por más que lo intenté. Cuando salió el sol, me puse en marcha, bastante malherido y somnoliento. Ya me había lavado la espalda, pero me escocía mucho. Me puse el manto encima, para que no se viera el destrozo de mi túnica. De repente, escuché que alguien en el camino me llamaba desde atrás:

—¡Natanael! —Era Felipe por fin—¿Dónde estabas? —me preguntó.

—Por allí; durmiendo —respondí maltrecho.

—¿Recuerdas todo lo que habíamos hablado en Jerusalén, en el Templo? ¡Shalom Aleichem! —me dijo.

¡Aleichem Shalom! —le contesté—. Sí claro; de los profetas.

—Pues yo creo que hemos encontrado al hombre del que hablaban los profetas —Yo lo miré extrañado. ¿Y es que el Mesías se encuentra a la vuelta de la esquina? Felipe continuó hablándome—: es Jesús, un hombre de Nazaret; el hijo de José, el carpintero —yo hice cara de extrañado, porque no conocía a ninguno de los dos; sin embargo, solo pensaba en mi espalda.

En ese momento, parecía que había adoptado una manera de andar más cómoda que me calmaba el dolor. “Voy a seguir caminando en esta posición”, pensé; si no, voy a llegar muerto a Galilea. Como caminaba un poco ladeado, Felipe me miraba con curiosidad.

—No conozco a ningún carpintero de Nazaret —repuse—. ¿Hablan de Él los profetas, me has dicho? Los únicos carpinteros que yo recuerde en el libro de la Ley, son los que trabajaron construyendo el Templo de Salomón —pensaba más en mi espalda que en lo que Felipe me decía.

—¡No Natanael! Estoy hablando del Mesías que hablan Moisés y los profetas.

—¡Ja! ¿De Nazaret? ¿Y es que de allí puede salir algo bueno? Felipe se rió; y era que a él y a mí nos hacía mucha gracia el dicho común, que dice que “a quien Dios quiere mal, le da por mujer a una nazarena”.

—Ven; ¡vamos y lo verás! —me dijo—; están un poco más adelante.

—¿”Están” quienes?

—Jesús está con tres de mi pueblo: Simón y Andrés, los hijos de Jonás, y Juan, el de Zebedeo.

—Espera que a mí me…. —le iba a decir que me dolía la espalda, pero en verdad, parecía que me estuviera pasando el dolor.

—Te, ¿qué?

—Nada; vamos —le dije mientras calibraba mi espalda en cada paso que daba. Caminamos un poco más aprisa hasta que nos acercamos por detrás a un grupo de gente y escuchamos que un hombre decía, sin voltear a mirar:

—Este que viene detrás es un verdadero israelita, sin nada de falsedad. El hombre se paró y, con Él, los demás. Me miró con su mirada penetrante, y sentí que me leía la mente y el corazón.

—¿Tú me conoces? —le pregunté desconcertado. Él me miró fijamente y me respondió:

—Estabas debajo de una higuera —luego sonrió y me dijo:

—Soy Jesús de Nazaret.

Yo me quedé helado; la espalda ya no me dolía; caí en cuenta que desde que Felipe me había mencionado a este hombre la espalda estaba bien. Y nadie más que yo, sabía que el accidente con la espalda había sido debajo de una higuera; ni siquiera Felipe sabía que yo me había lastimado. Me quité la capa. Yo no entendía nada. Jesús me dio unas palmadas en la espalda, dándome la bienvenida. Palpé mi túnica y la moví para ver el destrozo, pero estaba remendada. ¿Cómo era eso posible? Yo me puse a pensar en lo que me acababa de decir Felipe: “Jesús es del que hablan Moisés y los profetas”. Todas las profecías que habíamos estado discutiendo en Jerusalén y en el poder de Dios que se iba a ver reflejado en su enviado. ¿Era posible que este hombre fuera de verdad el Mesías? O si no, ¿cómo puede curar alguien que solo es un hombre? ¿Y cómo puede adivinar los pensamientos, y hasta remendar una túnica? Yo no lo comprendía, pero sentí una fuerza extraña y me postré ante Él:

—¡Maestro! —le dije temblando, todavía impactado por lo que había sucedido.

—¡Claro! Te dije que te vi debajo de la higuera, y por eso has creído.

—¡Tú eres el Hijo de Dios! —los demás me miraron, creyendo que yo estaba loco.

—¿Y qué dirías si vieras a unos ángeles subir y bajar del cielo abierto sobre el Hijo del hombre? —Me di cuenta de que Jesús estaba hablando del sueño que había tenido el profeta Daniel en la escritura:

Seguía yo mirando en la visión nocturna,
y vi venir sobre las nubes del cielo
a uno como hijo de hombre,
que se llegó al anciano de muchos días
y fue presentado ante éste.
Le fue dado el señorío, la gloria
y el imperio, y todos los pueblos,
naciones y lenguas le sirvieron,
y su dominio es dominio eterno que no acabará,
y su imperio nunca desaparecerá.

Jesús me levantó del suelo, pero yo seguía asustado; había confesado a Jesús como Mesías, rey eterno, y como el Hijo del hombre de la profecía. ¿Era verdad? Así lo sentía, y pensaba en la trascendencia que podía tener todo esto para nosotros, que éramos unos pobres hombres del campo, en pueblos perdidos de Galilea. Deseaba averiguar un poco más sobre Jesús, porque apenas acababa de conocerlo y quería también aprender algo más de sus enseñanzas.

En el resto del camino hacia Galilea nos fue explicando las escrituras como no le había escuchado a ningún escriba. Sin saberlo, había encontrado el tesoro que yo andaba buscando. Yo me palpaba la espalda y ya no sentía ningún dolor. Jesús se reía de mí, porque yo intentaba que la espalda me doliera, contorsionándome, para comprobar que no me había pasado nada raro, pero todo pertenecía ya a un cuento con tres gladiadores.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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