DE LA HORA SEXTA A LA HORA DÉCIMA
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Juan el Bautista habla de Jesús a sus discípulos
"Este es el cordero de Dios"
Andrés y Juan conocen a Jesús
La pesadilla era recurrente: un ángel y una
serpiente con ojos muy negros luchaban por apoderarse de mí; yo quería que el
ángel ganara esta lucha sin cuartel pero la serpiente, al fin, vencía. Sin
embargo, aquella noche el sueño no se completó porque cuando la serpiente vino
hacia mí, me desperté abruptamente; inmediatamente miré las estrellas en el
cielo que me acunaban sin lograr darme paz. Me quedé asustado, temblando de
frío y de pavor y me costó dormirme nuevamente, porque aún sentía la sensación
del aliento de la serpiente en mi rostro. En la mañana me sentía cansado y
agotado por la tensión de la pesadilla. Andrés ya se había levantado cuando
abrí los ojos.
—¡Ánimo, dormilón! —me dijo con una
sonrisa—. Tenemos que aprovechar antes de que llegue el cascarrabias! —me miró
y exclamó—: ¡Ufff! Vaya cara, ¿no? —apenas alcancé a hacer un gesto con mis
ojos. Andrés hacía referencia a su hermano Simón que se había quedado en
Jerusalén, consiguiendo unos aparejos de pesca nuevos, que unos mercaderes
habían traído desde Egipto.
Los
tres habíamos estado en la ciudad santa unos días, para la fiesta de Purim, pero Andrés y yo, al regreso a nuestras
casas, nos habíamos adelantado para estar unos días con Juan el Bautista en
Bethabará, en la Perea, a orillas del Jordán. Mi hermano Santiago no había podido
venir de viaje con nosotros, sino que se había quedado a ayudar a mi padre, y
al padre de Andrés y Simón en las faenas de pesca del Mar de Galilea.
El
día anterior habíamos estado ayudando a Juan a bautizar, y ya tenía agujetas en
los brazos de levantar las manos; sonreí, recordando los días anteriores, con
tanta la gente que venía a ver y a hablar a Juan. Sus palabras arrastraban a la
multitud, y llenaban los corazones de los que las escuchaban, hablando de Dios
con una cercanía que no podíamos escuchar en la sinagoga.
—Sabéis que Yahvé nos pide que nos
lavemos cuando entramos en contacto con algo sucio o impuro —decía—. Y es
lógico, porque así nos mantenemos limpios. Por eso yo os estoy dando el bautismo con
agua: para que entendáis que debéis lavaros y estar purificados cuando recibamos
a Yahvé. Él va a venir a nosotros; y cuando venga, nos
va a enseñar el camino que lleva a la justicia; y ¡alegrémonos! Porque Él mismo
hará que se cumplan todas las promesas que hizo a nuestros padres.
Llevaba tanto tiempo hablando, que su voz
estaba ya ronca; solo a la hora décima, se sentó a descansar un poco; El Jordán
servía de marco extraordinario para su predicación y, como una gigantesca
piscina, nos daba la calma y la paz necesaria, después de toda una jornada intensa
de trabajo. Unos de sus discípulos se fueron a comer, pero nosotros nos
sentamos a conversar con él. El Bautista era tal vez demasiado serio, pero me
gustaba todo lo que decía. Y cuando estábamos con él a solas me gustaba más,
porque nos decía cosas más especiales.
Después de un rato, vimos venir a lo
lejos al tipo raro que habíamos visto el otro día; el que, al ser bautizado por
Juan, provocó la voz de trueno que vino del cielo. Digo “voz de trueno”, porque
ese día algunos escuchamos que la voz del cielo decía que el hombre era “su
Hijo amado”, pero otros solo escucharon un trueno. El Bautista había dicho de este
hombre, que no era digno ni siquiera de desatar las cuerdas que anudaban sus
sandalias. Esta vez, exclamó cuando lo vio venir:
—¡Ese es el cordero que va a ofrecer Dios
para quitar el pecado que existe en el mundo! —nosotros lo miramos, sin entender
por qué insistía Juan en hablar así de este hombre; hizo una pausa y continuó—:
Yo tengo la misión de bautizar, y de darlo a conocer.
—¿A este hombre? —preguntó uno de sus
discípulos— ¿Por qué? ¿Dios va a ofrecer un cordero? ¡No entiendo, Maestro!
—Me ordenaron que viniera al Jordán y que
comenzara a hablar de Dios. Y me dijeron que “el hombre sobre el cual descienda
una paloma, ése es el que debe bautizar”. ¿Os acordáis del día en el que lo
bauticé? Ése día vi la paloma claramente.
—¿O
sea que este hombre es importante? —pregunté. Juan asintió, hizo una pausa y
reafirmó:
—Él debe ser cada vez más importante, y yo
debo ser cada vez más pequeño —dijo ya casi imperceptiblemente.
Ya el extraño estaba muy cerca, entonces
Juan dejó de hablar, para que no se percatara de que hablábamos de Él. Se
levantó, le dio un abrazo y se fueron a conversar. Parecía que fueran amigos de
toda la vida, por la manera como se trataban. Entre tanto, los discípulos de
Juan seguíamos preguntándonos qué quería decir el Bautista con este mensaje que
nos daba. Al fin el hombre siguió su camino, y Juan reemprendió el bautismo de
todos los que habían llegado recientemente.
Terminamos exhaustos al final del día,
después del trabajo tan intenso, y nos acostamos a dormir en una cueva cercana,
cerca del río. Esa misma noche, vino hacia mí el mismo sueño recurrente. Esta
vez la serpiente tenía cara de ángel, también con ojos muy negros y, cuando vencía al
ángel bueno, lo despedazaba con sus dientes. Creo que grité en sueños, porque
Andrés me despertó:
—¡Despierta Juan! ¿Es otra vez tu pesadilla?
—me dijo medio dormido. Yo asentí, y me cubrí mejor con la manta.
A la mañana siguiente, volvió a comenzar
la rutina de la ayuda al Bautista que, la verdad, comenzaba a cansar. Sería
como la hora de sexta, cuando esta vez el mismo hombre extraño venía del norte
y pasaba rumbo a Jericó. Hizo una señal con la mano para saludar a Juan, y Juan
nos dijo a Andrés y a mí:
—¡Ese es el cordero de Dios! —¿Por
qué insistía Juan en llamarlo “cordero de Dios”? ¿Qué quería decir con eso? Andrés
me hizo señas, con el fin de que saliéramos del río. Afuera me dijo:
—Este tipo tiene que ser importante; por algo
Juan nos está insistiendo. Sigámoslo a ver quién es.
Yo asentí. Comenzamos a caminar detrás del
hombre, a una prudente distancia, para que no se diera cuenta de que lo
seguíamos. Yo me sentía raro, como si fuéramos unos ladrones persiguiendo a una
víctima. Llevaba buen paso, pero nosotros lo teníamos siempre a la vista.
Habíamos recorrido como cinco estadios, cuando me di cuenta que la distancia no
era tan prudente como pensábamos, porque Él se estaba dando cuenta de que lo
seguíamos; estábamos ya cerca de un wadi, cuando se volvió, se paró, y nos preguntó:
—¿Qué queréis? —Andrés se
adelantó, azorado, y le dijo:
—Maestro, ¿dónde vives tú? —el
hombre nos miró a los ojos con su mirada profunda, con la que lograba conocer
los corazones, y nos dijo:
—¿Por qué lo preguntáis? —Andrés
estaba muy cortado para responder, pero el hombre dijo—: Venid,
y os muestro dónde.
—¿Pero dónde es? —preguntó Andrés medio cerrando
un ojo como signo de curiosidad.
—Es una cueva aquí cerca, donde estoy
durmiendo, pero mi casa está en Nazaret.
—¿Y cómo te llamas? —le preguntó Andrés; el hombre se detuvo y sonrió:
—¿Me preguntáis dónde vivo y no sabéis
cómo me llamo? —Nosotros nos avergonzamos de todo lo que estaba pasando; Andrés se
sonrojó, y el hombre soltó una carcajada—: ¡Es broma! Me
parecía curioso, sin más. —Andrés y yo respiramos aliviados y nos reímos
también.
—¿Y de dónde conoces al Bautista? —le preguntó
Andrés.
—Nos conocemos hace tiempo; somos
familia. —Yo me extrañé de esa respuesta, porque sí conocíamos a Juan, pero no
teníamos ni idea acerca de su familia.
—¿Ah, sí?
—Sí; su madre era prima de mi abuela
—Andrés se puso a hacer los cálculos del parentesco con los dedos. Cuando se
dio cuenta de que no lo iba a entender, insistió:
—Bueno; pero aún no nos has dicho cómo te
llamas. —El hombre rio de buena gana, y nosotros reímos con Él; tenía una
risa clara y sincera.
—Me llamo Jesús —le respondió.
—Yo soy Andrés —luego, extendiendo la
mano hacia mí, dijo—: él es Juan.
—Eres bastante callado, ¿no Juan? —me dijo sonriendo; yo sonreí también.
—Solo soy muy joven —contesté un poco
azorado.
—Como
si la juventud fuera una disculpa para ser callado.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Andrés. —Jesús
se rio.
—Porque la gente habla más o menos, pero
es independiente de la edad. —Andrés y yo nos miramos sin dejar de sonreír.
—Pues sí —reconoció Andrés—, tienes razón.
Cuando yo era más joven, también hablaba mucho —Jesús cambió de
tema:
—¿Y de dónde sois?
—De Bethsaidá, a la orilla del Mar de
Galilea —Jesús asintió con la cabeza.
—Conozco bien el Mar de Galilea. Uno de
los sitios preferidos de mi padre —hizo una pausa, y añadió sonriendo—¡Y mío
también! ¡Algún día me encantaría trasladarme a vivir allí!
—Pues ven a visitarnos cuando estés por
allí —le dije.
—¡Claro que iré! ¿Y qué hacéis para
ganaros la vida?
—Somos pescadores. ¿Y tú? —preguntó
Andrés, que quería saber más de este personaje enigmático.
—Yo soy trabajador de la construcción, y
carpintero, como mi padre.
—¿Y cómo se llama tu padre?
—Mi padre ha muerto —dijo Jesús con una
sonrisa que también expresaba un poco de contrariedad.
—Lo siento, Maestro —dijo Andrés—No
quería importunarte ni molestarte.
—No me molestas para nada —dijo—, mi
padre se llamaba José, y murió hace poco, pero mira: murió siendo un buen hijo
de Dios; además, la muerte es una etapa más de la vida; y sí: es triste no
tener a tu padre aquí, pero también da alegría el poder haber compartido todo
lo que compartí con él. Me enseñó un oficio, y me enseñó a vivir. Y, sobre
todo, me da mucha alegría pensar que ahora está junto a mi Padre. —Andrés
y yo nos miramos extrañados. Jesús comprendió que no entendíamos, y aclaró:
—Mi padre se llamaba José; y al morir, se
ha encontrado con mi Padre, Yahvé.
—¿Tu padre Yahvé? —pregunté desconcertado.
—¡Claro Juan! Yahvé es mi Padre; y
también es el tuyo. —Subimos un repecho, que casi nos dejó sin aliento—. Dios
no es un ser que está por allá lejos, esperando las venias de los hombres; es un
Padre, que vive preocupado por todos—. Después, Jesús nos preguntó:
—¿Y cuándo volvéis a Bethsaidá?
—¡Mañana mismo! —exclamó Andrés—, ya
llevamos demasiado tiempo sin trabajar; mi hermano está bastante enfadado —me
miró, y añadió—: es que es muy cascarrabias. Se ha quedado en Jerusalén, porque
quería comprar unos aparejos egipcios. Trabajamos para él, ¿sabes? Nuestros
padres han sido socios toda la vida, y ahora estamos tomando el negocio las dos
familias; es decir: los hijos nos estamos haciendo cargo del negocio, pero el
jefe es mi hermano mayor.
—A mí me pasó igual con mi padre cuando
murió. Tuve que hacerme cargo de todo el negocio.
—Tu hermano es muy bueno, Andrés —le
dije, interrumpiendo la conversación de los negocios familiares—. Hay que ver
cómo trata a tu padre.
—Sí; es verdad. Es muy bueno —sonrió con
picardía—, pero es un poco cascarrabias.
—"Aunque tengas setenta consejeros,
aconséjate primero a ti mismo", como dice el proverbio. —sentenció Jesús—.
Además, ¿has rezado por él? —Andrés no entendía. ¿Qué era eso de “rezar
por él”?
—Maestro, yo rezo como rezamos los
judíos, por nuestro pueblo y por dar gloria a Dios —dijo como si estuviera
recitando una fórmula.
—Pues podrías rezar por cosas concretas,
como por ejemplo tu hermano.
—¿Se puede rezar por algo concreto?
—preguntó dudoso.
—No olvides lo que le estaba diciendo a
Juan; que Dios es un Padre. ¿A tu padre de la tierra no le pides cosas
concretas?
—Pues a mi padre sí, pero no a Yahvé.
—Pues tu Padre, Yahvé, está esperando,
como tu padre de la tierra, que le hables, que lo cuides y que lo mimes. Y Él
también te cuidará y te mimará. El Padre conoce a cada uno de sus hijos, mejor
que nadie, y con cada uno de ellos establece una relación personal; y además te
acepta tal como eres. Él conoce tu corazón y sabe de tus anhelos y de tus
sueños, incluso antes de que a ti se te ocurran. Es más: ¡tu Padre daría la
vida por ti!
—¿O sea que podemos pedirle cosas?
—¡Claro Andrés! Y Él es como los padres
en la tierra, que dan a sus hijos solo lo que es bueno para ellos. O sea que,
cuando le pidas algo, no te debes desesperar, y no debes ser como algunos niños
malcriados que se empeñan en conseguir ciertas cosas de sus padres. Mi Padre
sabe que algunas cosas las puede conceder, y otras no; o las concede en un
tiempo, en el que tú no lo esperas, porque Él siempre sabe cuándo te convienen
las cosas. Y algunas veces pensarás que mi Padre no te ayuda, porque no te da
las cosas que pides; pero Él siempre te ayuda. ¡Siempre!
Así fuimos conversando de un tema y de
otro. El hecho de que Juan el Bautista hubiera dado testimonio de Él, era un
aval demasiado significativo como para no apreciar todo lo que decía, pero yo
sentía que sus enseñanzas eran más fuertes, y a la vez más cercanas que lo que nos
decía el Bautista. Yo estaba un poco callado, pero Andrés era muy curioso, y
preguntaba todo. Sin embargo, la calidez de su conversación nos fue
envolviendo. En un solo día, parecía como si fuéramos amigos de toda la vida,
que hablan de todos los temas. Así pasó el tiempo, mientras caminábamos hacia
Jericó, con la conversación que venía fluida y mansa, como el agua del Jordán.
—Debo ir a Caná de Galilea —nos dijo
Jesús cuando se estaba despidiendo de nosotros—; ¿queréis venir conmigo a una
boda?
Desde que yo tengo hijos me fijo mucho en la figura de san José. Tuvo que ser un gran padre para Jesús. Le enseñó a vivir el amor dentro de la familia, le enseñó a trabajar con sus manos, a ser un buen judío. San José demostró a Jesús que podía amar a María, a Jesús y a Dios con toda su fuerza, a pesar de saber que él ni era el esposo ni era el padre. ¡Vaya forma de cumplir la voluntad de Dios!
ResponderEliminarCuando Jesús habla de su padre (en minúscula) lo hace con mucha ternura y agradecimiento. Es magnífico. No me extraña que encontrara tanta facilidad para hablar del Padre (en mayúscula).