LA VISITA ANUAL
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Jesús adolescente viaja a Jerusalén con sus padres
El Templo de Jerusalén
La piscina de Betzatá
¿Cómo debía ser el cordero de la Pascua?
Extracto de un diario desconocido.
Jesús
despertó a su madre con un beso. Era la manera en que María prefería ser
despertada. Es más: cada día que se despertaba, lo que más deseaba era un beso
de su hijo. José era su amor, pero Jesús era su vida. Había crecido tanto, que
María ya temía el triste día en el que le iba a tener que decirle adiós. De
hecho, Jesús tenía ya doce años, y a los doce años se supone que un judío ya está
listo para enfrentarse solo a la vida.
—Ya tenemos todo preparado, madre
—le dijo con una sonrisa. Ella apenas logró verlo en las
tinieblas de la última vigilia de la noche.
—Ya voy, hijo.
María
se levantó, y dio gracias a Dios por su nuevo día. Aunque a veces a “sus hombres”,
no les gustaba desayunar, ella les calentó unos panes que había horneado la
noche anterior en los hornos compartidos de la ciudad. Se lo puso con aceite y
unos cuantos higos.
—Mmmmm. ¿Qué le has puesto al
pan, que sabe y huele tan bien? —preguntó José. María
sonrió. Le encantaba que su cocina les gustara a Jesús y a José.
—Solo un poco de tomillo —José levantó las cejas.
—¡Pues a mí me encanta! —dijo también Jesús. María hacía muchos
ensayos en la cocina, algunos muy afortunados y otros no tanto; le gustaba
experimentar, cosa que José agradecía. Ya Ana, su madre, le había advertido a
María que “A los hombres se les conquista en la cocina”, y ella no
desaprovechaba las oportunidades. Jesús terminó de desayunar y le dijo:
—Estaba todo muy bueno, mamá. —María sonrió, dejando al
descubierto los hoyuelos que habían encantado a José desde el principio.
—¡Venga! ¡Que tenemos que salir
ya! —apremió José.
—En un momento estoy lista —contestó
María—. ¿Habéis preparado los pellejos de agua?
—Ya los preparo —dijo
José—; siempre se nos olvida algo. —María torció un poco la boca; Jesús sonrió.
El
cielo estaba iluminado al amanecer por una luna que no acababa de cuajar;
estaría llena cuando llegaran a Jerusalén, para la Pascua, y entonces se podría
ver completa, iluminando la noche con su luz. Ahora tenían que tener mucho
cuidado, porque en los caminos a veces hay rocas grandes con las que era fácil
golpearse.
Lo
que más le gustaba a José cuando iban a Jerusalén, era pasar por el Mar de
Galilea porque, aunque el camino era un poco más largo, le encantaba la vista
del lago; especialmente, le cautivaba el amanecer, en el que se veían aves que planeaban
sobre las aguas; parecía como si no tuvieran necesidad nunca de posarse sobre
la tierra, sino que estuvieran suspendidas en el aire, como colgadas de hilos
invisibles.
Allí
llegaron por la tarde, cuando ya casi no había luz. Precisamente, eso era lo
que más le gustaba a José: llegar sintiendo la presencia de ese gigante de agua
dormida; y al día siguiente, al despertar, ver la tenue luz del amanecer y
luego que el sol se alzara majestuoso. Así se imaginaba José la primera alborada
de la creación del mundo: la tierra entera cantaba la majestad de Yahvé, cuando
el sol desplegaba sus doradas alas y se reflejaba, triunfante, en la superficie
de las aguas. Era el mes de Nisán,
que coincidía con la primavera, y los montes se vestían con todas las galas de
rudas, casias y lirios.
Después
de la magnificencia del Mar de Galilea, el camino comenzaban a seguir el curso del
Jordán con su lento discurrir, que hacía también más lento y pausado el camino;
las cañas no olían a nada, y las aguas no sonaban. En cambio, al llegar a
Jericó, todo se dinamizaba con un contraste insólito: los ruidos y los olores comenzaban
a ser vitales. La gente compraba y vendía en esta ciudad, desde hacía más de
ocho mil años, bajo un hervidero de especias, animales, vendedores, hombres y mujeres.
Subían
a Jerusalén, por el camino de Jericó, para no tener que pasar por Samaría. A
José no le gustaba encontrarse con posibles sorpresas desagradables al pasar
por Siquem si sus habitantes se enteraban que iban hacia Jerusalén. Los samaritanos
sostenían que ese culto a Yahvé debía ser realizado sobre el Monte Garizim,
porque así lo había ordenado Yahvé, según ellos:
Cuando Yahvé tu Dios
te haya introducido en la tierra
a la que vas a entrar para tomarla en
posesión,
pondrás la bendición sobre el monte
Garizim
y la maldición sobre el monte Ebal.
En
cambio los judíos, censuraban a los samaritanos porque cuando los asirios los
conquistaron, se habían mezclado con ellos y habían dejado de ser judíos “puros”.
De hecho en ese momento de la historia cuando se dividieron: el reino de Judá
para Jerusalén y el Monte Moriah, y el reino de Israel para Siquem y el Monte
Garizim donde, en época de los profetas Nehemías y Manasés, se había edificado
un Templo para el culto.
Llegaron
a Jerusalén desde el mediodía, como siempre. Ni María ni José se acostumbraban
a ver la majestad del Templo sin sorprenderse de que los seres humanos pudieran
crear algo tan esplendoroso. “A Yahvé se debe tanta majestad”, decía María
siempre que se hablaba del tema. Al fondo se veían las escaleras de acceso a la
explanada. Herodes, en su afán constructor, había confinado toda la superficie
del Monte con la ayuda de unas piedras labradas gigantescas, que garantizaban
su estabilidad para siempre. Arriba, había reconstruido el Templo, en el mismo
lugar en el cual se había alzado el Templo de Salomón, antes de su destrucción
por Nabucodonosor, y posterior reconstrucción de los Macabeos; además, coincidía
con el sitio exacto donde se creía que Abraham había ido a sacrificar a su hijo
Isaac.
Siempre
que iban a Jerusalén, dormían en la casa de unos tíos de María, que vivían
cerca de la Piscina de Betzatá, al lado de la puerta de las Ovejas; una piscina
en dos niveles que, en la mitad, tenía un pórtico de doble altura que acogía
enfermos y pordioseros de todos los estilos: desde los ciegos, paralíticos y mudos
verdaderos, hasta los que habían hecho de pedir limosna un oficio, pudiendo
realmente trabajar.
Llegaron
allí, en la tarde, cuando aún lucía el sol. Pasaron sobre el puente sobre el
torrente Cedrón, y se dirigieron a la puerta Shushan. Ya dentro de las murallas de la ciudad, a todos los
aspergieron con cenizas mezcladas con agua, ceremonia que aseguraba la
purificación de quienes llegaban a la ciudad santa. María llegaba con la
esperanza de que su tía no se hubiera adelantado a limpiar la casa,
acontecimiento que se convertía casi en una ceremonia antes de comenzar la
Pascua. Llegaron por fin a la casa. En la puerta no había una toalla puesta,
señal de que aún quedaba espacio para que pudieran pernoctar allí los peregrinos.
—¡Parece que todavía hay alguna
cama disponible en esta casa! —gritó María
bromeando desde la puerta.
—¡Por supuesto! —exclamó
el tío Meretz desde las habitaciones, reconociendo la voz de su sobrina. Todos
salieron a su encuentro, abrazando a José y a Jesús. Con los tíos Meretz y
Tikva se había alojado Ana, la madre de María, a la muerte de sus padres, antes
del matrimonio con Joaquín. O sea que María allí se sentía como una hija más.
—¡Dios mío! ¡Jesús! ¡Cómo creces
todos los días! —le dijo la tía Tikva a Jesús.
—¡Y eso que como poco! —bromeó
Jesús tocándose la barriga.
Este
año no fue la excepción y su tía había limpiado con esmero todos los rincones.
Era una señora muy activa y muy comprometida con el servicio en la casa, cosa
que le hacía mantenerse siempre joven, según decía ella.
Al
oscurecer, según la tradición, comenzaba un nuevo día para los judíos; ya era
el día 14 del mes de Nisán, y celebraban
la fiesta de los Ázimos, como todos los años con la comida de panes sin
levadura, para celebrar la primera cosecha del año. Aunque la Pascua y los Ázimos
eran dos fiestas diferentes, se celebraban siempre juntas.
Oh Yahvé que ordenaste:
“Durante siete días comeréis ázimos;
ya desde el primer día
quitaréis de vuestras casas la levadura”.
Permítenos comprender,
al guardar toda la levadura
presente en nuestra casa,
la grandeza de tu poder
cuando sacaste a tu pueblo cautivo
de la Tierra de Egipto,
y la limpieza que debemos tener
para poder comer tu Pascua.
Se
fueron todos a dormir pronto. Jesús durmió con sus padres, como de costumbre
cuando salían de viaje.
Desde
la casa de Meretz se alcanzaba a ver la parte de arriba del Templo sobresalir
por encima de las murallas. “Increíble que esto lo haya construido un
extranjero”, pensó Meretz al levantarse, en referencia a Herodes, el idumeo.
Esperaban que sonaran las trompetas de plata indicando que, en el Templo, el
sacerdote había ya puesto el segundo pan normal de la bandeja del sacrificio al
fuego; esa era la señal de que había que preparar ázimos para la Pascua en toda
Jerusalén.
Después
de una breve bendición del dueño de la casa, quemaron toda la levadura que había
en la casa, y María y la tía Tivka mezclaron la harina con el agua para hacer
los ázimos. Esto se hacía con el fin de conmemorar que el pueblo de Israel
había salido a toda prisa de Egipto, y que los panes no habían podido laudar
para ser horneados.
—Debemos salir lo más rápido posible con
el cordero —dijo Meretz apurado—. Si no, las filas se hacen interminables en el
Templo. —José intervino:
—Si quieres, vamos Jesús y yo; quédate tú
con las chicas ayudándoles —dijo guiñándole un ojo—. Además tú tienes que
encender el fuego para asar el cordero.
—Está bien. Id entonces.
Jesús fue al patio de la casa y desamarró
el cordero, que había sido separado por Meretz desde el 10 del mes de Nisán y fue a la entrada, donde lo esperaba su padre. La casa quedaba bastante cerca
del recinto del Templo; dejaron atrás la piscina de Betzatá y entraron con
rapidez por la puerta de las Ovejas, dejando a la derecha la puerta “bonita”,
por la que habrían de entrar después de hacer la fila. Apenas les tocó una fila
de veintitrés personas por delante suyo. “No son muchos”, pensó José; esperaban,
mientras los levitas cantaban y tocaban varios instrumentos musicales, con el
fin de acrecentar el carácter festivo. No había fiesta más grande para un
judío, que recordar su cautiverio en tierra de Egipto y “el paso del Señor” por
sus casas sin herir a nadie y, en cambio, pasar por las casas de los egipcios
hiriendo de muerte a todos los primogénitos; como dice la escritura:
“Desde el primogénito de Faraón,
que se sienta sobre su trono,
hasta el primogénito del preso en la
cárcel,
y a todo el primer nacido del ganado”.
Cuando entraron en el atrio de las
mujeres, el ruido de animales, trompetas y cánticos se hizo más ensordecedor.
En las cuatro esquinas del atrio estaban los recintos de aceite y de los
nazaríes a la izquierda, y el de los leprosos y el tesoro del Templo a la
derecha. Cuando el patio se llenaba, cerraban las puertas, para poder coordinar
a los sacerdotes. Comenzaron a subir las escaleras que daban a la puerta de
Nicanor, que era propiamente la entrada al edificio. A Jesús siempre le
molestaba el ruido, cuando Él lo que quería era rezarle a su Padre, Dios. No
era justo que la confusión del recinto acallara los anhelos de su corazón. Se
llevó las manos a los oídos, y casi se le escapa el cordero. José le ayudó.
—¿Qué te pasa, hijo?
—Nada, padre; con este ruido atronador es
imposible rezar. —José hizo morros, expresando su comprensión.
El proceso del degüello de los corderos,
lo tenían los sacerdotes bastante mecanizado: una fila de medios arcos
sostenidos en el suelo, permitía poner la cabeza de varios corderos al tiempo.
Un sacerdote, que ya estaba bastante sucio de sangre, pasaba degollando los
animales, mientras que otro sacerdote, perfectamente acompasado con el
anterior, iba recogiendo en un jarro la sangre que derramaban los animales; estos
jarros los iban pasando de sacerdote en sacerdote, formando una cadena humana,
hasta llegar al altar de los sacrificios, donde la sangre era vertida sobre las
brasas. El lugar entero, era todo un estropicio.
De ahí, otros sacerdotes iban poniendo
los corderos muertos en unos pilares bajos de mármol, con el fin de ir despellejando
los cuadrúpedos, y sacarles las entrañas para ser quemadas, también en el altar;
luego se los devolvían a sus dueños ya despellejados y listos para ser asados. José
se echó a hombros el cordero sobre un saco, para proteger su túnica y su manto,
en tanto que Jesús cargó con la piel del animal para ser aprovechada después.
Cuando regresaron a la casa de Meretz,
los recibió María con un abrazo; José llevó el cordero al fuego que había
preparado Meretz dentro de un horno con leña. Según la ley de Moisés, el cordero
no se debía condimentar de ninguna manera, sino comido asado a la brasa.
Estuvieron toda la tarde en familia, conversando animadamente. Meretz y la tía
Tikva eran muy simpáticos aunque el carácter del tío Meretz, pensaba María,
tenía un aire seco, parecido al de su madre, Ana. Probablemente era la manera
de ser de sus abuelos, que lo transmitieron a sus hijos. “Uno aprende lo que ve
en su casa”, decía siempre María, y no se equivocaba.
Cuando ya se puso el sol y el cordero
estuvo listo, Meretz y José lo desmembraron y lo sirvieron, con cuidado de no
ir a quebrarle ningún hueso, como ordenaba la Ley. Los judíos comían recostados
en el suelo de manera que, si se mirara desde arriba, se verían las piernas extendidas
hacia afuera, como formando un sol con sus rayos, y todas las cabezas cerca de
la mesa.
Complementaban el menú, aparte del
cordero, los panes ázimos hechos por “las chicas”, lechugas amargas, que
recordaban la amargura de la esclavitud en Egipto, vino y salsa haroseth, una salsa hecha de dátiles, manzanas, nueces y
zumo de naranja, que se dejaban macerar toda la noche con canela y cilantro y
que recordaba, al ser roja y pastosa, la argamasa que utilizaban los judíos
cuando construían para los egipcios.
¿Una Pascua como cualquier otra? Estaba
por verse.
😍😍😍😍
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