LA EMBAJADA
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Caifás envía emisarios a hablar con Juan el Bautista
"Raza de víboras"
"Yo soy la voz que clama en el desierto"
Extracto de una carta enviada por Caifás a su hijo. Nota: El nombre completo de Caifás era Yosef Bar Kayafa; por eso Anás lo llama "José".
La mitra casi se me cae de la cabeza; me la acomodé mientras pensaba: “¿quién habrá inventado esto tan incómodo?”. Lo único que ordenaba la Ley era que fuese de lino fino, pero a alguien se le había ocurrido la “brillante” idea de ponerle un trasto para sostenerla más alta. Yo estaba un poco irascible esa mañana, no lo niego, porque las noticias que venían de levante eran alarmantes. Yo ya sabía las respuestas a nuestras inquietudes pero no faltaba, entre los setenta y un miembros del Sanedrín, quién lo dudara. ¿Cómo era posible que alguien pudiera pensar que ese zarrapastroso era el Mesías? El Mesías va a ser el gran libertador de los israelitas, porque nosotros somos el pueblo elegido; tendrá que ser alguien poderoso y elegante, nacido de una buena familia, que nos lleve por el camino de la guerra definitiva contra nuestros enemigos, e instaure la supremacía de Israel sobre el resto de los pueblos. “Aunque te dé rabia, hazles caso José”, me había sugerido mi suegro, Anás, señalando irónicamente al cielo con su dedo. Y mi suegro sabe mucho de cómo manejar a la gente.
La mitra casi se me cae de la cabeza; me la acomodé mientras pensaba: “¿quién habrá inventado esto tan incómodo?”. Lo único que ordenaba la Ley era que fuese de lino fino, pero a alguien se le había ocurrido la “brillante” idea de ponerle un trasto para sostenerla más alta. Yo estaba un poco irascible esa mañana, no lo niego, porque las noticias que venían de levante eran alarmantes. Yo ya sabía las respuestas a nuestras inquietudes pero no faltaba, entre los setenta y un miembros del Sanedrín, quién lo dudara. ¿Cómo era posible que alguien pudiera pensar que ese zarrapastroso era el Mesías? El Mesías va a ser el gran libertador de los israelitas, porque nosotros somos el pueblo elegido; tendrá que ser alguien poderoso y elegante, nacido de una buena familia, que nos lleve por el camino de la guerra definitiva contra nuestros enemigos, e instaure la supremacía de Israel sobre el resto de los pueblos. “Aunque te dé rabia, hazles caso José”, me había sugerido mi suegro, Anás, señalando irónicamente al cielo con su dedo. Y mi suegro sabe mucho de cómo manejar a la gente.
Y
sí; obedecí a mi suegro, claro; envié a unos cuantos de los míos a hablar con el
Bautista (así creo que le decían). Supuestamente era un profeta; algunos decían
que era Elías, que había resucitado de entre los muertos. Esa perspectiva nos hacía
bastante daño frente a los fariseos. ¿Por qué? Porque ellos creen en la
resurrección de los muertos pero nosotros, los saduceos, no. Y ellos no debían
ganar la partida, porque vivían ávidos de poder y lo primero que iban a hacer,
si vencían, era querer poner a alguien de los suyos en mi lugar. Eso, seguro
que mi suegro estaría de acuerdo conmigo, no lo podíamos permitir.
Mi
suegro había sido muy inteligente toda la vida y había sabido aprovechar muy
bien las circunstancias de este pueblo ignorante y de nuestros invasores
romanos. Primero, se había asegurado de ir a Damasco a hablar con Quirino, en ese
entonces, recién nombrado gobernador de Siria; un pobre diablo nada
aristocrático, que Augusto terminó nombrando como gobernador de esta región
apartada del imperio, cuando aún vivía. “La guerra para los guerreros” solía
decir el emperador, a quien el Oriente le parecía sucio y traicionero; no le
faltaba razón. Claramente ningún miembro del senado romano, iba aceptar una
posición tan lejana de Roma, y colindando con las tribus complicadas del
desierto. No señor. Había que nombrar a un guerrero; alguien del pueblo, que se
hubiera ganado el poder y la posición a pulso. ¿Quién mejor que Quirino, que
había vencido a los marmáridas y a los homonadenses?
Al fin y al cabo, Augusto nos consideraba bandoleros, como los primeros, con lo
cual el plato estaba servido, y en bandeja.
Mi
suegro se aseguró de darle buenos consejos al “guerrero”, y con eso se ganó su
confianza. Y nombrar a alguien de confianza es lo lógico, sobre todo cuando
existe la amenaza de que todo tu poder se derrumbe, como se derrumba un muro
mal construido, por culpa de unos “bandidos locos y descerebrados”.
Así,
mi suegro consiguió ser nombrado sumo sacerdote. ¿Y por qué los gobernadores
romanos nombraban a los sumos sacerdotes, si esta última posición es religiosa?
Pues porque el pueblo judío, desde los tiempos de Moisés, es una teocracia, es
decir, que quien manda es Yahvé, y el poder político lo debe llevar la misma persona
que tenga el poder religioso. Hombre, nosotros los Sumos Sacerdotes mandamos y
decidimos sobre todo lo que sucede con nuestro país, pero el pueblo sí cree que
es Dios quien lo hace.
Nueve
años estuvo en esa posición mi suegro hasta que Valerio Grato, el gobernador
romano de Judea, se cansó de él, porque mi suegro puede llegar a ser un pesado,
sobre todo cuando se trata de intrigas y sospechas. Así, el gobernador nombró a
otros, sucesivamente: Ismael, el hijo de Fabi, Eleazar el de Anano y a Simón,
el de Camitse. Y como se dio cuenta que Judea era ingobernable sin alguien de
confianza (nuevamente la confianza; ¿quién puede vivir sin ella?), le pidió una
tregua a mi suegro. Mi suegro, que es listo como un zorro, le propuso a Valerio
que se fijara en este pobre servidor, su yerno, para no permitir que el poder
se le fuera de las manos.
Por
eso, mi suegro ha sido todo este tiempo el poder en la sombra, y mi aliado más
fuerte contra todo el que se me opone. Me atrevería a decir que no hay judío,
en este reino, más rico que él. Las mejores actividades comerciales de Jerusalén son propiedad suya: el cambio
de moneda en el Templo y la venta de animales para los sacrificios, en el Patio
de los Gentiles.
Cada pecador, un cordero o dos palomas. No puede haber mejor negocio con un
pueblo lleno de pecadores, como el nuestro; o, por lo menos, con complejo de pecador.
Lo de las monedas también está muy bien pensado: las ofrendas del Templo deben
hacerse en shékels de plata,
no en moneda común; o sea que los empleados de mi suegro se encargan de cambiar
denarios romanos o dracmas griegas por los shékels,
a cambio de una “pequeña” comisión. Yo también me he lucrado de sus negocios,
no lo puedo negar.
Sigo
con mi historia para no liarme: envié a tres de mi confianza para hablar con el
Bautista, y éste los recibió con tres piedras en la mano. “¡Sois como
serpientes!”, les gritó. Yo creo que ese hombre estaba loco. Mis enviados no
pudieron averiguar nada, porque solo recibieron insultos. Ahora me tocaba
enviar una comisión oficial a hablar con él, porque tenía que hacer hablar a
Juan, de verdad y de una vez. “Los problemas hay que enfrentarlos, no huir de
ellos”, me decía mi suegro siempre, y tenía toda la razón. “Esto lo desenredo,
pase lo que pase”, pensaba yo. No me gustaba que ese loco del Jordán se convirtiera
en alguien con mucho poder, o en un “profeta resucitado”. Así que seleccioné
bien a los comisionados que debían ir a hablar con él: unos fariseos que
pertenecían al Sanedrín. ¿Quién mejor? Ellos creían en la resurrección de los
muertos. Así se convencerían de que lo de la resurrección son patrañas.
—Ya sabéis lo que está
sucediendo en el Jordán—les dije cuando logré convocarlos—.
El pueblo está preguntándose quién es Juan el Bautista, porque él está hablando
del perdón de Yahvé, de la preparación y no sé qué más cosas. Yo os he
escuchado en nuestras reuniones, y sé que vosotros tres pensáis que él puede
ser el elegido de las profecías. Pues bien: debéis ir al Jordán a hablar con él
y preguntarle si él es o no es el Mesías, y qué debemos hacer nosotros como
autoridades del pueblo. Iréis con algunos levitas que designaré cuando haya
hablado con mi suegro. En total iréis cinco personas.
—¿Vamos de parte tuya? —preguntaron con un toque de ironía.
—No. Vais como representantes de
la autoridad de todo el Sanedrín, o sea que más le vale a Juan que se comporte
y sea serio con nosotros. Pero, sobre todo, no os dejéis embaucar, porque él es
muy hábil y os puede atolondrar con sus palabras bonitas, o amilanaros con sus
insultos. Incluso puede deciros blasfemias para provocaros. Necesitamos un
testimonio real de todo lo que pasa. Si os insulta, tened toda la paciencia del
mundo. Respiráis hondo y aguantáis, hasta que os hable con la verdad.
—Está bien mi señor —su
entonación cambió cuando comprendieron que era una orden perentoria—.
Mañana mismo partiremos.
Y
así fue. Salieron muy temprano en la mañana, sin una sola nube en el cielo. Después
de pasar el Torrente Cedrón, y coronar la montaña, al lado derecho del camino, lograron
ver la línea azul en el horizonte, la presencia lejana del Mar Salado. Tardaron
dos días en llegar al Jordán por el rocoso camino, a pesar del buen tiempo, y
comenzaron a entender la dimensión del problema; barahúndas de hombres y
mujeres venían en sentido contrario, evidentemente de ver al Bautista. Casi
todos venían con una sonrisa a flor de piel, pero a algunos se les veía
preocupados, arrepentidos; algunos hasta lloraban.
Tuvieron
suerte de que, en el momento en el que llegaron, el Bautista ya no estaba
hablando, sino que se había sentado a conversar con sus discípulos. No tuvieron
que presentarse oficialmente. Simplemente le preguntaron:
—¿Tú quién eres?
—¿A qué viene esa pregunta? —Responder
una pregunta con otra, siempre ha sido de gente muy hábil.
—¿Eres el Mesías que viene a
liberarnos?
—No. Yo no soy ningún libertador.
Yo vengo a preveniros con el fin de que os preparéis para la venida del Señor —respondió enigmático.
—Entonces, ¿quién eres? —Juan callaba—, ¿eres algún profeta? ¿O Elías?
—No—dijo
al fin, negando con la cabeza. Mis enviados subieron las cejas y expresaron un
poco de sorpresa.
—Bueno; entonces si no eres ni
el Mesías, ni Elías, ni ningún otro profeta, ¿quién eres? —Juan no contestaba. Parecería
que guardara algún secreto. Ellos insistieron:
—Juan—le dijeron—, el
Sanedrín quiere saber oficialmente quién eres, porque hay mucha habladuría en
Jerusalén, y la gente está preocupada.
—¿Y por qué están preocupados? —seguro quería indagar, para averiguar nuestras intenciones.
—Porque si tú eres el Mesías o
eres un profeta resucitado, deberíamos comenzar por escribir todas las cosas
que dices y hacer un plan. Caifás, el Sumo Sacerdote… —Mi nombre le inspiraba respeto,
tal como me lo imaginé; Juan les interrumpió:
— “Yo soy la voz que grita:
¡Abrid el camino a Yahvé en el desierto!
¡Allanad en la soledad el camino de
vuestro Dios!”,
Ellos
lo reprendieron:
—¡Entonces tú no puedes limpiar a
nadie de pecado porque no eres el Mesías ni ningún profeta!
—Es que yo no estoy tratando de
limpiar a nadie; yo solo estoy bautizando con agua, con el fin de que entendáis que debéis limpiar vuestra alma; cambiar de vida, y pedir perdón
por vuestros pecados. Debéis saber que Dios está cerca, ahí en medio de la
gente, y Él sí tiene toda la autoridad y el poder para bautizar. Vosotros no
sabéis quién es; Él va a guardar todo su buen grano en el granero; pero la paja,
la va a quemar como se quema toda la basura de Jerusalén en el sitio de la
Gehena, en el Valle del Hinón.
—¿Y en qué consiste ese cambio de vida del
que hablas? —preguntaban mis enviados sin entender.
—Es convertirse; revisar vuestro pasado
para identificar qué cosas habéis hecho mal, y arrepentiros de corazón de
vuestros pecados. Pero ese arrepentimiento no debe ser superficial y pasajero,
sino que debe ser una intención de cambio radical que hagáis en vuestros
pensamientos más íntimos; debe ser una respuesta generosa y firme, que os haga purificar
las faltas pasadas y tener la firme intención de no pecar más.
—¿Entonces lo que nos pides es que
examinemos nuestra vida a la luz de los que nos ha mandado Moisés? —preguntaron
como buenos judíos.
—No debéis solo revisar los pecados de
los mandamientos de la Ley, porque no se ofende a Dios solo con ellos. A Dios
le ofenden todas las faltas de amor que tenéis con vuestros hijos, con vuestras
mujeres, con vuestros amigos y con los que os rodean; a Dios le duele siempre
que os dejáis dominar por vuestro egoísmo, y siempre que no ayudáis al que os
necesita. O sea que debéis preguntaros: ¿he podido ayudar más a los que me
rodean, y no lo he hecho? ¿He contribuido a que mis hermanos vivan mejor? ¿He
hecho feliz a los demás?
Ellos
se volvieron a Jerusalén desconcertados. De alguna manera, Juan estaba
despreciando la Ley. Yahvé había dado la Ley a Moisés, escrita sobre una piedra,
y Juan se atrevía a revocar esa Ley, para promulgar otra. Sentían que el
charlatán los había insultado, pero no sabían muy bien cómo. Cuando me lo
contaron, sonreí.
—¿Habéis visto como ningún
profeta puede resucitar? —Ellos
replicaron:
—Por el hecho de que éste no sea
un profeta no quiere decir que no pueda haber resurrección de los muertos. Si tú
no crees en ella, allá tú; ¿pero entonces por qué debemos ser buenos en esta
vida? ¿Por qué servir a Yahvé? —preguntaron
desafiantes.
—No sigáis por ese camino; no
quiero rasgarme las vestiduras por las blasfemias que decís. Sí; sí; allá
vosotros con esos mitos y leyendas. Tarde o temprano veréis que son mentiras. —Ellos
se despidieron; la conversación no me dejó muy buen sabor de boca; la verdad, algo
de razón tenían, porque si no existe la resurrección de los muertos, no tendrían
sentido muchas cosas de la vida. Llamé a mi suegro urgentemente y se presentó
al momento. Con preocupación le dije:
—Tenemos que acabar con el Bautista.
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