UN MAESTRO ENTRE MAESTROS

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Cómo celebraban la Pascua los judíos
Jesús perdido y hallado en el Templo
"¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?"


Hay sorpresas que te hacen feliz, que hacen que la sonrisa se instale en tu alma. Pero hay otras que la desgarran, y al final terminas sin saber qué es lo que ha pasado. Ésta iba a ser una Pascua tranquila; al menos eso era lo que creían María y José. El día anterior habían celebrado la fiesta de los Ázimos, para agradecer a Yahvé la primera cosecha del año, y ahora se disponían a celebrar la Pascua, en casa de los tíos de María, Meretz y Tikva. Se pusieron a la mesa y Meretz, como señor de la casa, pronunció la bendición de la primera copa:

—Alabado seas, Yahvé
nuestro Dios
rey del universo
que creaste el fruto de la vid.

Allí estaban presentes, además de los anfitriones y los invitados, dos siervos de la casa. Todos brindaron y, comenzaron a beber de la misma copa, como era tradición. Meretz realizó la ablución y comenzó a distribuir los panes ázimos entre todos, y las lechugas y rábanos amargos que todos comieron. Después, Meretz sirvió la segunda copa. En ese momento se levantó Jesús, por ser el más joven de los presentes:

—¿Qué hace de esta noche, una noche especial? —preguntó, según ordenaba el rito.

Meretz, que era el mayor de los presentes, se levantó y comenzó a contar toda la liberación del pueblo de Israel en Egipto, como está escrita en el libro de la Ley. Cuando llegó a la parte en la cual se cuentan las plagas enviadas por Yahvé, cada uno puso diez gotas de vino sobre su plato, expresando su compasión por los egipcios. Luego de la explicación brindaron todos con la segunda copa y Meretz recitó:

—Te damos gracias, Señor,
te alabamos y glorificamos
y exaltamos y adoramos, nuestro Dios,
que has hecho tantos milagros
a nuestros padres y a nosotros.
Tú, Señor, nos has traído de esclavitud a libertad,
de tristeza a gozo, de llanto a festividad,
de la oscuridad a la luz, de cautiverio a redención.

Dejaron la copa y se levantaron y comenzaron a rezar la primera parte del Salmo Hillel, recitando un verso unos, y otro verso otros, de manera alternada:

—¡Aleluya!
—¡Alabad siervos de Yahvé!
—¡Alabad el nombre de Yahvé!
—Sea bendito el nombre de Yahvé
ahora y por los siglos eternos.
—Sea alabado el nombre de Yahvé
desde donde sale el sol hasta el ocaso.
—Excelso sobre todas las gentes es Yahvé.
—Su gloria es más alta que los cielos.
—¡Quién semejante a Yahvé, nuestro Dios,
que tan alto se sienta!
—Que mira de arriba abajo
en los cielos y en la tierra.
—Que levanta del polvo al pobre
y alza del estiércol al desvalido,
—dándole asiento entre los príncipes,
entre los príncipes de su pueblo.
—Que hace a la estéril, sin familia
sentarse gozosa madre de hijos.
—¡Aleluya!

Terminada la primera parte del Hillel, tomaron la segunda copa, y se fueron todos a lavar para comer el cordero. Se sentaron otra vez; Meretz dio gracias a Yahvé por los alimentos y comenzaron a comer “a toda prisa”, como había mandado Yahvé; así, consumieron el cordero, los rábanos y las lechugas con la salsa haroseth y con los panes ázimos. Cuando terminaron la comida y, siguiendo con el rito, Meretz tomó un pan ázimo adicional que había separado y lo partió entre todos y se los dio, para que todos comieran de lo mismo, en señal de unión, diciendo:

—Bendito eres tú, Señor,
nuestro Dios, Rey del Universo,
que alimentas al mundo entero
con tu bondad, con gracia,
con cariños amables, y con tu misericordia.
Tú das pan a toda carne,
porque tu misericordia es eterna.

Todos contestaron, con el pedazo de pan en la mano:

—Bendito eres tú, Señor,
que alimentas todas criaturas.

Meretz llenó la tercera copa, y todos se pusieron de pie:

—¿Qué te daré, Señor, por todo lo bueno que me has dado? Todos contestaron, alternándose con el dueño de casa:

—Tomaré la copa de salvación, y clamaré al nombre del Señor.
—Cumpliré mis votos al Señor, enfrente de toda la asamblea.
—Es preciosa a los ojos del Señor la muerte de los santos.
—Oh Señor, soy tu siervo, el hijo de tu sierva.
—Tú has roto todas mis cadenas; yo te haré sacrificios de alabanza, y llamaré a tu nombre.

Luego todos brindaron con la tercera copa, diciendo:

—Bendito eres, Señor nuestro Dios,
Rey del Universo,
que has creado el fruto del vino.

Luego Meretz sirvió la cuarta copa, y comenzó a rezar por todos los vivos y los difuntos de las familias presentes; cada uno en su interior fue repasando su propia lista de familiares. María hizo especial énfasis en sus padres y en Isabel, su gran amiga y confidente. “¡Tenlos en tu seno, Yahvé!”, le pidió a Dios. Meretz prosiguió:

—Nuestro Dios, y Dios de nuestros padres: rezamos para que podamos llevar a nuestra vida diaria el mensaje de libertad y paz de esta mesa. Que la memoria de esta noche nos ayude a nosotros mismos a borrar nuestra intolerancia, ambición y odios. Que rompamos las cadenas que esclavizan nuestras mentes y nos ciegan para dedicarnos a la gloria, belleza y bondad que esta vida nos ofrece con tanta abundancia. Sé nuestro Dios, ayúdanos a darnos cuenta de que no podemos tener libertad para nosotros mismos, si no la tratamos de conseguir para los demás. Que con nuestras vidas y acciones ayudemos a liberar a los que viven en temor, pobreza y opresión. Que la luz de la libertad penetre en todos los rincones del mundo, y levante la oscuridad de la tiranía hasta que la tiranía no exista, y todos los hombres sean libres. Terminado este discurso, todos se abrazaron y se felicitaron, bebiendo la cuarta copa. Luego, para terminar, Meretz dijo la oración final:

—Que Dios os bendiga y os guarde.
Que el Señor haga brillar su rostro sobre vosotros
y os llene de su misericordia.
Que Dios mire con bondad sobre vosotros y os dé la paz.
Amén.

Después de terminar la pequeña ceremonia, se abrazaron, y se fueron a dormir hasta la mañana siguiente.

Jesús se despertó temprano; se fue al Templo, sin despertar a sus padres, y volvió para el desayuno.

—¿Dónde andabas? —le preguntó la tía Tikva—, sentí que saliste temprano.

—A Él le gusta madrugar a rezar —apuntó María mientras sonreía. Tikva se quedó pensando un momento y añadió:

—¿A rezar desde tan temprano? ¡A ver si vamos a tener un Rabbí en la familia! José pensaba sonriendo: “¡No sabes hasta dónde, tía Tikva!”. Toda la familia descansó ese día. En la tarde, hicieron el paseo tradicional por los campos, recogiendo la primera cosecha de la cebada, con una hoz que tenía cada familia, y la llevaron al Templo.

Al día siguiente, un sacerdote pasaba toda la cebada por un tamiz y la tostaba en el lugar del sacrificio; entonces este sacerdote se juntaba con otros dos que vertían, uno el aceite de oliva y el otro incienso. El primero vertía entonces la cebada ya tostada, guardando un poco para sí mismo y su familia. Así pasaron los ocho días de fiesta, de felicidad, con los tíos y en familia. El día anterior a la partida, Jesús se despidió de los tíos:

—Mañana me levantaré muy pronto para ir a rezar al Templo. Así que os doy dos besos de despedida desde hoyel tío Meretz le contestó con una sonrisa:

—Hijo mío, ha sido muy grato estar con vosotros esta Pascua.

—¡A ver si dejas de comer para crecer menos! —bromeó la tía Tikva, mientras lo abrazaba. María y Jesús sonreían en tanto que José, fuera, preparaba el burro para que llevara a María con todo el equipaje. Se fueron a dormir pronto, con el fin de poder madrugar con tranquilidad.

Al día siguiente aún estaba oscuro cuando José preguntó a María:

—¿Y dónde está Jesús?

—En el Templo —contestó ella—. Recuerda que ayer nos lo dijo.

—¿Tan pronto? —preguntó José extrañado.

—Sí; ya se despidió de los tíos ayer.

Despertaron a Meretz y a Tikva para darles el beso de despedida. Aún las estrellas dominaban el firmamento que, más tarde, se teñiría con el azul del cielo. José, después de abrazar a los tíos, dijo algo sobre el Templo y sobre Jericó, y salió de la casa, llevándose el burro consigo. María se quedó dándoles un adiós más especial a los tíos, y salió luego hacia el Templo; sin embargo, no vio ni a José, ni a Jesús. “Seguramente vino a buscar a Jesús, y juntos emprendieron el camino”, pensó para sí. Comenzó a caminar deshaciendo su camino a Nazaret, por el Jordán, convencida de que José y Jesús iban delante.

Atravesó el torrente Cedrón, camino de Jericó y tampoco vio a José ni a Jesús; apresuró el paso, pero en toda la bajada a Jericó no los pudo encontrar en medio de tanta gente que volvía a sus casas y de tantas caravanas de gente, animales y bullicio. Ya una vez en Jericó, comenzó a buscarlos entre todo el campamento lleno de viajeros:

—¿Habéis visto un hombre de barba corta, con un niño y un burro? —preguntó María, ya bastante nerviosa.

—Hay tantos así, señora, que no va a ser fácil que los encuentre. —Algunos ni le entendían; estaba desesperada. “Yahvé, que no haya pasado nada malo”, pedía incesantemente al cielo. Ya era noche. Vio un fuego y se acercó. Allí estaba José. Se abrazaron.

—¿Y dónde está Jesús? —le preguntó.

—¿Jesús? Yo te dije que pasaras a buscarlo al Templo, porque yo tenía que comprar unas cosas para el burro en el camino.

—Yo estaba convencida de que estaba contigo. Pero bueno, debe estar aquí en el campamento; seguro debe estar con alguien conocido. Comenzaron a buscarlo, pero no había rastro de Él; cuando el cansancio los venció se acostaron a dormir. “Que no le haya pasado nada malo, Yahvé”, rezaba sin cesar María.

A la mañana siguiente, muy temprano, siguieron la búsqueda, mientras toda la caravana se dirigía hacia el norte; ni los conocidos, ni los desconocidos lo habían visto. A la hora de la comida se juntaron, después de haber recorrido la caravana de arriba a abajo. Como no lo habían encontrado José sugirió preocupado:

—¡Volvámonos a Jerusalén!

—¿Qué? ¿Y no estará aquí en la caravana? —respondió ella levantando las cejas.

—María: llevamos un día y medio buscándolo; yo no creo que esté en la caravana.

—Puedes tener razón, pero volvernos ahora…

—No tenemos otra solución; ¡Venga! ¡Ánimo!

Así comenzaron el camino de vuelta. Eran los únicos que iban en dirección contraria al mar de gente que iba hacia el norte. Caminaban esquivando penosamente animales, hombres, mujeres y carros, Al fin, llegaron por la noche a Jericó, y durmieron allí. “Que no haya pasado nada malo, Yahvé”. Al día siguiente madrugaron a hacer el camino a Jerusalén, a donde llegaron ya puesto el sol.
Entraron en el recinto del Templo y, cerca de la puerta “bonita”, observaron a unos sacerdotes con unas lámparas. Se acercaron para preguntar por Jesús, y lo vieron hablando con ellos.

—¡Hijo!, ¿qué ha pasado? —le dijo María, abrazándolo mientras lloraba, desahogándose de los días que había pasado en plena zozobra—¡Te hemos estado buscando desde hace tres días! —Uno de los sacerdotes que estaban allí le dijo:

—¡Este chico es un sabio! Ha estado aquí explicándonos las escrituras Jesús replicó, mirando a su madre:

—¿Y por qué me estabais buscando? Yo he estado todo el tiempo aquí en el Templo —María lo miró, desconcertada de escuchar esa respuesta;

—¡Estábamos muy angustiados! —Jesús replicó:

—Yo tengo que ocuparme de las cosas que tienen que ver con mi Padre. ¿No lo sabíais? Los sacerdotes miraban perplejos. ¿O sea que ese niño, además de ser un sabio con las escrituras, se había escapado de la mano de su padre y de su madre? José estaba muy enfadado con Jesús, pero no se atrevía ni a hablar. No le parecía nada sensato lo que había hecho, pero no quería armar un escándalo.

—¡Vámonos ahora mismo! —dijo con el ceño fruncido, mientras se alejaban de los sacerdotes.

—¿No vamos a pasar la noche en casa de Meretz? —preguntó María.

—¡Ni hablar! —respondió enfadado José. Salieron otra vez de la ciudad, en silencio. José iba delante con paso decidido. Cuando pasaron el puente del torrente Cedrón, María se agachó, siempre sobre el burro, y le susurró a Jesús, mordiéndose un labio:

—Creo que tu padre se ha enfadado contigo. —Jesús no contestó nada; estaba rezando. María volvió a incorporarse sobre el burro. Jesús se adelantó un poco y caminaba a la par de su padre. Comenzó a caminar completamente acompasado con José, y frunció un poco el ceño. José se paró, y dijo:

—¿Qué pasa? Jesús frunció aún más el ceño y lo miró a los ojos, pero José continuó su camino; Jesús lo siguió con el mismo paso acompasado, imitando a su padre. José no pudo hacer más que soltar una carcajada. María y Jesús también rieron. La madre un poco más lejos se agachó, acercándosele a su hijo, y le susurró, mientras le ponía el brazo en el cuello:

—¿Sabías que te quiero mucho? El hijo le respondió con una sonrisa:

—¿Y sabías que yo también a ti?

Volvieron a Nazaret, y comenzó de nuevo la labor diaria. Jesús ayudaba a su padre con todos los encargos de trabajo: construcción de casas, elaboración de ventanas, puertas y muebles, empedrado de patios, en fin: todo lo que tuviera que ver con la construcción y la carpintería. Así estuvieron trabajando, hasta que Jesús tuvo treinta y tres años; cada año fueron a Jerusalén por la Pascua, la mayoría ya sin los tíos Meretz y Tikva. Treinta y tres años de preparación para su aventura particular. Un día de invierno, Jesús fue a Séforis a negociar una madera para trabajar en el taller. Cuando llegó a casa, su madre lo abrazó y le dijo:

—Tu padre ha muerto.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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