EL RESCATE
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Historia de Simeón
¿Quién era Ana de Fanuel?
"Una espada atravesará tu alma"
Simeón:
Soy
un judío nacido en las islas del Mar Grande, y desde hace más de treinta años
traduzco documentos del hebreo a la lengua de mis padres: el griego. Tengo que
decir que la traducción de las escrituras cambió mi vida, porque entendí que
Dios estaba de nuestra parte; no entendía cómo había gente que pensaba en un
Dios vengador, como creían los romanos de algunos de sus dioses. El Dios judío
era un Dios bueno que nos cuidaba y nos educaba en el tiempo.
Ana:
Mi
nombre es Ana, hija de Fanuel, y desde pequeña había sentido cosas raras; raras para los demás,
porque a mí me parecían de lo más normal. Veía seres que resplandecían en mis
sueños; más tarde me contaron que esos seres se llamaban ángeles. Cuando crecí,
mis padres me casaron con un comerciante que se desesperaba con mis visiones y mis
ayunos y mis rezos; el hombre no me trataba muy bien, pero murió siete años
después de nuestras bodas.
Simeón:
Yahvé
era un Dios más cercano de lo que parecía, porque había decidido hacer una
alianza con los hombres. ¿Por qué hacerlo? ¿Por qué se compadecía de su pueblo
que estaba esclavizado en Egipto? Esas preguntas, solo se respondían con el
misterio de su amor. Yo oraba intensamente para que llegara la promesa que Él
mismo había hecho a través de Isaías:
Porque nos ha nacido un niño,
nos ha sido dado un hijo,
que tiene sobre su hombro la soberanía,
y que se llamará maravilloso consejero,
Dios fuerte, Padre sempiterno,
Príncipe de la paz.
Y
un día mis oraciones tuvieron su premio: yo estaba al lado de las murallas de
la ciudad cuando un ángel se me apareció y me dijo:
—Simeón —yo me asusté de ver un ser con
tanta luz—: el niño que tanto añoras va a venir a su pueblo —yo bajé la cabeza
porque no me atrevía a mirar al ángel directamente a los ojos, pero el ángel me
tomó de la barbilla y me la levantó—. El niño va a venir a ti, y lo vas a tener
en tus brazos antes de morir.
—¿Cuándo será esto, señor?
—Yo no soy el Señor; soy Gabriel, el que
le sirve en su trono. Yo mismo vendré donde ti y te diré dónde y cuándo lo
verás. —Fue desapareciendo lentamente con la sonrisa en los labios. Yo me quedé
transportado hasta que comenzó a llover y me desperté de mi letargo. Yo tendría
entonces unos cuarenta y cinco años.
Todos los días volvía al mismo sitio de
la aparición de Gabriel, ansioso por conocer al salvador de Israel; pero como
los años pasaban comencé a pensar si eso que había visto hacía tanto tiempo, no
había sido solo un espejismo. No podía ser; yo no podía haber imaginado un
ángel, incluso que se me hubiera presentado con el nombre de Gabriel.
Ana:
Apenas
tenía veintidós años cuando enviudé y, desde ese día, prometí a Dios que no me
iba a alejar del Templo; de eso hacía sesenta y dos años; pero un día comencé a
sentir cosas aún más difíciles de explicar de las que sucedían en mi infancia.
Todo comenzó con un sueño en el que vi un rey que bajaba del cielo, rodeado de
estrellas y de viento de oro. A la mañana siguiente, cuando el sol estaba sobre
nosotros, sentí una fuerza invisible, pero arrebatadora. Sin saber cómo,
comencé a repetir varias veces:
—¡Bendito sea el Rey de Israel! ¡Ha
llegado su perdón y su redención! —Entonces vi al
mismo ser luminoso que venía en mis sueños, desde pequeña, que me tomaba de la
mano; yo lo seguía y él me sonreía, mientras caminábamos hacia el Templo.
Simeón:
Hasta
que llegó el momento; los tiempos nuestros no son los de Dios, y a veces nos
desesperamos nosotros mismo, cuando lo lógico habría sido dejarlo todo en sus
manos desde el principio, y no vivir con la ansiedad de querer que las cosas se
hagan a nuestro modo. Un día, estaba yo tranquilo en mi casa, y se cumplieron
sus misericordiosos designios: volví a ver al ángel, y me asusté como me había
asustado hacía tanto tiempo.
—No te dé miedo, Simeón; el Señor va a
cumplir su promesa —me dijo—; ve al Templo ahora mismo y verás al niño. —Yo me
puse de pie inmediatamente y comencé a caminar en cuanto terminé de hablar con
él, sin pensar en nada más que conocer al Príncipe de la paz.
Ana:
Los
vi desde la puerta de la cámara de los nazareos, en la que me encontraba. La madre
del niño tenía una túnica carmín claro con un borde que imitaba el color del
oro, y que le llegaba a las sandalias; traía también un manto azul y blanco,
que se confundía con la sábana en la que traía envuelto a su bebé, recién
nacido. Su padre traía una pequeña jaula con dos tórtolas para ofrecerlas como
sacrificio por la purificación de la madre, como ordena la Ley; era joven, de
ojos marrones, barba corta y kipá
blanca en su cabeza. Parecían los dos muy felices.
El
sacerdote los recibió:
—Shalom Aleichem.
—Aleichem Shalom —respondió
el padre del niño.
—¿El niño ya está circuncidado? —preguntó
el sacerdote.
—Sí; lo está.
—¿Y qué nombre le habéis puesto?
—Jesús. —El sacerdote asintió.
—¿La madre ya está purificada?
—Sí señor; ya han pasado los cuarenta días
de la purificación. Traemos las dos palomas: una para la adoración y la otra
por el pecado. También traemos el dinero del rescate de nuestro primogénito.
—Eso lo metéis ahí, en el
gazofilacio.
—Está bien.
Había
allí trece huchas con forma de trompeta en las cuales se metía el dinero del
rescate; cada una tenía una función específica: una para los leprosos que se
curaban; otra para la leña del sacrificio, para los sacrificios individuales,
para el incienso, o para los vasos de oro. José, el padre del niño, metió en la
tercera hucha los cinco siclos de plata, como correspondía. El sacerdote
recibió las tórtolas y se las dio a su ayudante, quien las llevó al altar del
sacrificio. Yo me preguntaba qué purificación le podía caber a la madre de mi
Señor.
En
ese momento llegó al lugar donde estaban los padres y el niño, el anciano
Simeón a quien todos conocíamos; era un hombre bajo de estatura que siempre se
había conmovido en cómo Dios había tenido piedad cuando escuchó las lágrimas de
su pueblo cautivo en Egipto. Simeón traía una túnica blanca, cubierta con el
manto marrón claro que siempre usaba. Este manto le cubría también la cabeza. Siempre
había sido un hombre bueno y santo que oraba por el bien de todos. Le pidió a
la madre si podía tener al niño en sus brazos; la chica lo miró, escrutándolo,
y le dijo:
—¡Con mucho cuidado! —Él lo tomó con los dos brazos,
e inmediatamente dijo sonriendo:
—¡Ahora, Señor, soy el hombre más
feliz del mundo! Ya puedes dejar que descanse en paz, porque has cumplido la
promesa de tu ángel, y mis ojos han visto la salvación que has preparado; ¡Este
niño va a ser la luz que ilumine a todos los pueblos! —Entonces, le devolvió el niño a
su madre; les impuso las manos a los tres, y los bendijo diciendo:
—¡Bendito sea el nombre de Señor
sobre este niño y sobre estos esposos! —Luego, el anciano miró a la madre del
niño, y su voz se ensombreció—¡Hija mía! Este
niño va ayudar a muchas personas en Israel, pero también va a ser la caída de
muchos; yo sé que lo que estoy diciendo es una contradicción, pero confía
siempre en Yahvé. Tú misma sabes que Dios sabe sacar siempre cosas buenas de
las cosas malas, y que nosotros no entendemos sus designios porque somos muy
cortos de pensamiento. —la miró con tristeza y luego
cerró los ojos con fuerza—: una espada te va a traspasar
el alma —abrió los ojos y continuó diciendo—:
pero, sin embargo, el dolor que te va a producir la espada, va a hacer que muchos corazones
descubran el amor de Dios. —Simeón no le dijo nada más; simplemente sonrió y se fue yendo, como se
había ido la sonrisa de todos los que estábamos allí.
Cada capítulo tiene su parte conmovedora. ..En este caso, me interpela la paciencia y confianza de Simeón y de Ana. ..¡Ay de nosotros si aprendiéramos a fiarnos de los tiempos de Dios!
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