EL HIJO DE ASURA

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Los reyes magos visitan a Jesús niño
¿Quiénes eran los reyes magos?
Huida a Egipto


Extracto de la carta de María a Isabel.



¡Hacía falta tan poco para ser feliz! Llevábamos casi un mes largo, aquí en la cueva de Belén, y ya José y yo estábamos completamente acomodados en ella. La cueva nos había acogido con bastante mimo, y la verdad, no nos había faltado nada; es más: creo que no habríamos podido estar más cómodos en una casa ajena, sin despreciar la caridad que todos habían tenido con nosotros.

Aunque esa cueva era de los animales, había sido “nuestra cueva” todo este tiempo; el asno y el buey respiraban dentro de la cueva, y ayudaban con su aliento a palear el frío que, aunque no era mucho de día, sí lo era de noche. Nos habíamos mantenido calientes con su aliento, con las mantas de Tobeit y con el fuego que alimentaba José. Había que verlo en las noches, como se levantaba a poner más leña en el fuego, para que no nos faltara calor ni al niño ni a mí, mientras él creía que dormíamos. Incluso el masticar de los animales se había convertido en la música que nos hacía dormir por las noches. “Gracias Yahvé por José, por los animales, y por todo lo que nos das”, le decía a mi creador a toda hora.

Los trámites del censo estaban ya concluidos, habíamos circuncidado a Jesús y los tres estábamos listos para volvernos a Nazaret. José estaba de acuerdo conmigo, y ya estaba haciendo todos los preparativos para la vuelta, que la íbamos a hacer en uno o dos días. Yo salía por las mañanas a airearme y a sentir el olor de las flores y del bosque de arbustos que teníamos cerca, paseando a Jesús y mostrándole el mundo. “Ese es el sol”, le decía yo, “pero no lo ves porque cierras los ojos cuando te ilumina directamente”; entonces le daba un besito en los ojos. “Ese olor es el del ciprés; ¿lo sientes?”. Y así con todo lo que nos rodeaba. Yo ya tenía ganas de volver, para establecernos en un sitio fijo y tener un poco de estabilidad. ¡Añoraba tanto a Nazaret! “Nada como volver a casa”, decía mi padre cuando estábamos de viaje. Pero quería volver, sobre todo, para ver a mis padres, y que José viera a los suyos. Además, quería que conocieran a su nieto, y poder contarles todo lo que hablaban de Él.

Esa noche, José me trajo unos panes con aceite para la cena; no sé cómo se las arreglaba, pero siempre me traía algo para comer. Estábamos ahí, arropados con la luz de la lumbre cuando, de repente, comencé a ver luces de antorchas que venían de fuera. Vi también un camello, en la entrada de la cueva, que se abajaba para que descendiese su jinete, pero todo me parecía de lo más extraño; sentí también el ruido de caballos.

¿Qué pasará? le pregunté a José.

Él hizo un gesto y se encogió de hombros. Tres personas entraron en la cueva; estaban ataviados con vestidos preciosos. Se veía que venían de sitios muy diferentes. Uno, era blanco, como la lana; otro, negro como el carbón; y el tercero, amarillo, y con ojos muy cerrados, como de gato. Éste último nos dijo, a través de uno de sus pajes:

Acudimos a adorar al Rey de los judíos. Yo sonreí y les hice señas de que se acercaran. Ellos vinieron y vieron al niño envuelto en el lienzo; se arrodillaron, como hacen los romanos, y bajaron la cabeza; después se levantaron.

Permítanme presentarnos —dijo el de los ojos de gato—: yo soy Teokeno, el príncipe del reino de Bactra; él es Sair, príncipe de Tabuk, Tierra de Maidán, dijo extendiendo la mano hacia el negro. Y él es Mensor, rey de Erebuni. Traemos regalos para el Rey de los judíos; el hijo de Asura. Para mí esto ya era demasiado. ¿Qué hacían estos príncipes y reyes extranjeros viniendo hasta este rincón del mundo? Yo miré a José que estaba desconcertado también.

¿Y cómo habéis llegado hasta aquí? —les preguntó.

Venimos cada uno de nuestro reino, pero nos hemos encontrado en Damasco, siguiendo las indicaciones de un ángel llamado Gabriel. José y yo nos miramos y sonreímos. Ellos entendieron, por nuestras miradas, que nosotros ya conocíamos al ángel y también sonrieron. Fue entonces cuando Sair, el rey negro, vino con una caja plateada; la abrió, y la cueva se llenó de un olor suave.

—Hemos traído unos humildes regalos para el recién nacido. Lo que está en esta caja es mirra —dijo—. En mi tierra es el regalo más precioso que puede existir, porque sirve para muchas enfermedades y tiene un olor especial. Está sacada de unos arbustos muy poco comunes, y significa humanidad; es un regalo para nuestro hermano que acaba de venir al mundo.

Luego vino el de los ojos de gato, Teokeno, que se acercó con un pequeño cofre. Lo abrió y vimos varios anillos, monedas y utensilios de oro.

Este oro es para nuestro Rey dijo—, que se merece todos los tesoros del mundo. Yo abrí los ojos y sonreí. José estaba más estupefacto que yo. El príncipe se postró ante el niño, y lo besó en la frente. Luego vino rey el blanco, Mensor, que era de más edad que los otros dos; abrió también una pequeña caja de madera:

—He traído incienso desde Erebuni; en nuestra tierra su aroma lo usamos para alabar a Dios, que se merece todos los honores dijo mientras se postraba él también. Era increíble ver a los tres, príncipes y reyes postrados ante nuestro hijo. Teokeno tomó entonces la palabra:

Los tres hemos visto al ángel, que nos ha dicho que este niño es el Rey de los judíos, y que es el Hijo de Asura hecho hombre. Hemos visto su estrella desde hace ya seis meses, y la hemos venido siguiendo para conocerlo.

José no lo había pensado hasta ese momento, pero era verdad: él había considerado que Jesús era el Mesías solo como un hombre libertador pero, en realidad, el Mesías era el Hijo de Dios. En ese momento, al caer en la cuenta, se postró ante Jesús. Yo lo tomé del brazo y lo levanté, para no desairar a los reyes. Luego los tres al tiempo se postraron. Permanecieron un rato, hasta que Mensor me preguntó:

Tú, que eres su madre, me podrás contestar una cosa, que me estoy preguntando desde que nos encontramos los tres: ¿Por qué nos hizo venir a saludarlo a tres reyes tan diferentes, uno negro, uno blanco y otro amarillo, y desde sitios tan alejados del mundo? Yo sonreí, y me quedé pensando; luego de un momento respondí:

—Me lo he estado preguntando yo también desde que llegasteis. Yahvé siempre hace las cosas por alguna razón; no hay nada que escape a su pensamiento. Creo que Él ha alineado todas las cosas con el fin de dar este regalo a su Hijo recién nacido; para que, apenas venido al mundo, se sienta bien recibido y que lo adoren todas las razas de la tierra.

“Gracias Yahvé, por ser un Padre bueno”, pensé. ¿Y por qué este niño había querido venir al mundo? Ese era otro misterio para mí. Increíble cómo hace Dios sus cosas: el hombre, con su soberbia, se había equivocado al principio de los tiempo queriendo ser Dios; en cambio Dios, con su humildad había querido hacerse hombre, para enseñarnos cómo debíamos vivir en la tierra.

Después de un rato salieron de la cueva en el más absoluto respeto, y acamparon fuera. Yo tomé la mano del bebé, hasta que me dormí. A la mañana siguiente nos trajeron comida, y estuvieron con nosotros hasta después de la hora séptima. La gente venía curiosa a ver tantos animales y gentes raras con todos los colores de piel. Los niños se acercaban a Sair, riéndose, y lo tocaban para ver si su piel, que era demasiado negra, desteñía; lo mismo hacían con Teokeno. Las carcajadas graves del rey Mensor se escuchaban con el eco de la cueva. Luego vinieron y se despidieron de nosotros, hicieron una última venia a nuestro hijo, y se fueron rumbo al Mar Salado. Al parecer, no querían pasar de vuelta por Jerusalén. “Gabriel nos ha dicho que, de vuelta, no pasemos por el palacio del rey Herodes”, nos dijeron.

Esa noche, estábamos en el más profundo de los sueños cuando José se despertó y se levantó inmediatamente. Salió de la cueva y miró las estrellas; faltaba una vigilia completa para amanecer. Me despertó desasosegado.

Nos vamos a Egipto —me dijo, mientras comenzaba a organizar equipajes.

¿Qué? le dije yo aún medio dormida.

A Egipto. ¡Ahora mismo! —me respondió agitado; me sobresalté y entonces sí me desperté del todo.

¿Y por qué?

¡Vienen a matar al niño! —Salimos a toda prisa como pudimos, por el camino de Hebrón, acompañados por las siluetas de los arbustos en medio de las rocas.

Esta no es la vida que soñé para vosotros —me dijo José.

Déjale algo a Yahvé, como decía mi abuela —le respondí.

Caminamos y caminamos varios días, cansados por el esfuerzo físico y por la tensión. Así pasamos de la Judea de José a los desiertos del mediodía. Casi tres semanas más tarde pasamos por el bosque de palmeras en Arish, contemplando el oro de la arena, a orillas del Mar Grande. Llegamos por fin a Heliópolis, que había sido una ciudad próspera y grande hasta que los persas la habían destruido. Era una ciudad en ruinas, pero allí vivía mucha gente aún, cerca de un viejo obelisco; incluso, muchos de sus monumentos estaban siendo trasladados a Alejandría. A lo lejos se veía una antigua fortaleza romana a orillas del río.

José me miró; yo me encogí de hombros y sonreí; él sonrió también y vino a darme un abrazo. Fue entonces cuando decidimos quedarnos allí. Atrás habían quedado Judea y Galilea; nuestros padres y nuestros sueños. Las cosas las envía Dios, siempre con un propósito que en esos momentos escapaba a nuestro entendimiento. “Tú sabrás”, le decía yo; y era verdad. Él lo iba a reorganizar todo. Al poco tiempo, José había hecho sus primeros clientes en esta tierra extranjera, y eso nos sirvió para estabilizarnos. Luego comenzó la rutina, y el tiempo pasaba, casi sin darnos cuenta.

Jesús crecía y José llegaba todos los días a jugar con Él.  Lo que más me gustaba, era ver cuando ponía al niño en sus rodillas, y las movía hacia arriba y hacia abajo, como si Jesús estuviera montado en un burrito, y las meneaba hacia la derecha y hacia la izquierda, mientras Jesús reía. Ver al padre jugando con el hijo era como si toda la ternura del mundo pudiera ser condensada en una escena. Pero lo que lo hacía desternillarse al niño era cuando José le besaba los piecitos, y su risa inundaba toda la casa, como si fuera posible escuchar los rayos del sol.

Comentarios

  1. Genial! Qué bella manera de recrear la natividad del Señor. Buena mezcla de historia y romanticismo. Felicitaciones al autor!

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En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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