LUZCA LA SONRISA DE TUS DULCES LABIOS
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
José decide ir al censo de Quirino en Belén
José y María no encuentran sitio para ellos en el mesón
María y José en el pesebre
Jesús nace en Belén de Judá
Extracto de la carta que José envía a su hermano Cleofás.
María
puso al bebé en mis manos; yo me sentía un incapaz, por no saber cómo tratarlo
ni cómo manejarlo; parecía que se me iba a resbalar de las manos en cualquier
momento, porque era de una fragilidad extrema; incluso me preocupaba que se
pudiera romper en mis brazos.
—¡Gracias
Yahvé! —dije en voz alta, mirando al cielo; María me sonrió y me apretó la
mano, mientras dejaba escapar unas lágrimas; también comencé a llorar mientras
acercaba el bebé a mis labios para besarlo, desahogando tanta tensión
contenida; luego lo abracé; sentir su calor cerca del mío ya fue la paz máxima
que puede sentir un ser humano.
Lo
volví a poner en la cuna improvisada. Tenía una naricita diminuta y los labios
rosa muy bien perfilados; yo había visto muchos bebés antes, pero éste ¡era
tan, tan pequeño! Un rato más tarde, vi que movía las manitas como si estuviera
buscando algo; sus piecitos diminutos parecían un juguete, con todas las líneas
claramente definidas en las plantas de los pies, que movía también a todos
lados como si quisiera saludar al mundo con ellos. Pero casi todo el tiempo
abría y cerraba sus ojos pesados, como si estuviera dormido y no necesitara,
para nada, ver el mundo que lo rodeaba.
Entonces,
recordé todo lo que habíamos tenido que pasar para llegar a este momento lleno
de felicidad. Todo había comenzado el requerimiento urgente y absurdo de un rey
que ni siquiera era judío, y que nos obligaba a hacerlo. ¿Por qué Herodes
organizaba un censo en nombre de Augusto? Seguramente para tener controlado a
todo aquel que debía pagarle impuestos.
—No te
la lleves así; si quieres déjala aquí que yo te la cuido; aquí tiene todo lo
que necesita —me decía Ana, la madre de María; y otro día —: —¿Por
qué arriesgar la vida del bebé haciendo este viaje? —Al final después de tanta
insistencia, le dije a mi esposa:
—Tu
madre tiene razón, María. Además, seguramente mis primos ya tienen todas las
estancias de sus casas ocupadas, y no va a ser fácil que puedan alojarnos.
—José,
hijo de Jacob —me dijo; yo ya sé que cuando las mujeres te llaman por tu nombre
completo, es que la cosa va en serio —Iré sí o sí; aunque tú no lo apruebes. No
voy a tener este hijo sin ti. ¿O vas a vivir con un hijo al que no has visto nacer?
Así
terminamos yendo, lentamente hacia Jerusalén y Belén por un largo, larguísimo
camino, entre el frío del invierno y los colores del desierto. Cuando
comenzamos a subir desde Jericó yo ya pude respirar aliviado, adivinando en los
montes, bajo la luz de la luna, los firmes cipreses de mi Judea natal; hasta
que, por fin, comenzamos a bajar la montaña y se dibujó, ante nuestros ojos, la
silueta del Templo, con sus murallas y sus luminarias. “Menos mal”, pensé yo;
“Por lo menos esta noche tendremos a los familiares de María que nos ayuden en
Jerusalén”.
Logramos
llegar a la casa que había sido de la abuela de María. Imaginamos que todos
estarían dormidos, pero llamamos a la puerta. Al poco tiempo apareció su tía
Tikva:
—¡María,
hija mía!, ¿qué haces aquí? ¡Meretz, ven rápido a ayudarme! —María bajó del
burro, y se fue con la tía Tikva; inmediatamente apareció su marido.
—Venís
al censo, ¿no? —me preguntó el tío Meretz con curiosidad—; yo asentí. Después
de organizarlo todo, subimos de los establos hasta la casa. Allí estaba la tía
Tikva con María, que me dedicó una sonrisa; a mí la sonrisa de María siempre me
devolvía la tranquilidad, que yo en ese momento tanto necesitaba.
—Ya me
ha contado María todo lo que habéis pasado para llegar hasta aquí —me dijo la
tía Tikva levantando las cejas en señal de asombro.
—Y lo
que nos falta, señora —le respondí, agobiado por el cansancio y por lo avanzado
de la noche.
—Pero
bueno —terció el tío Meretz—, ya la mayor parte del camino está hecha. Creo que
deberíais iros a descansar.
—¡Gracias
tío! —respondió María.
—Mañana
deberíamos salir lo más temprano posible —dije yo, consciente del camino que
nos esperaba—; Belén no queda muy lejos, pero es mejor prevenir.
—¡Me
trae como si yo fuera una paralítica! —protestó María.
—Hija,
a mí me parece muy bien que hayáis venido despacio porque, en este estado, tu
marido debe cuidar de ti —apuntó la tía Tikva, apoyando todo lo que yo había
dicho antes.
—No
voy a permitir que te pase nada —corroboré.
Esa
noche dormimos como troncos, y nos despertamos bastante avanzada la mañana. Sus
tíos nos dieron de comer pero yo tenía prisa por salir, así que nos lavamos un
poco, agradecimos de buena manera todas las atenciones y salimos de camino
hacia Belén, que no quedaba demasiado lejos. En cada paso que dábamos, yo
miraba cómo iba María con el burro. Ella sonreía, mientras el animal caminaba
lentamente.
Cuando
finalmente pudimos llegar a Belén, fuimos antes que nada donde mi primo Tobeit.
—Lo
siento José —me dijo después de darnos dos besos—; nuestra casa ya está llena y
si entra tu mujer, y se pone de parto, nos contaminará a todos. A lo mejor en el mesón vas a encontrar un
sitio; allí, casi siempre, tienen estancias de todo tipo. —Yo lo entendí
perfectamente y seguí buscando. Fuimos al mesón y la misma respuesta:
—Lo
siento, pero el mesón está lleno.
—Pero
¿no tienes siquiera un sitio separado de la casa? Cualquier rincón nos vale.
—el hombre negó con la cabeza y dijo:
—Además
tu mujer puede dar a luz en cualquier momento; imposible —Yo me fui, cabizbajo,
pensando en qué hacer, pero no se me ocurría ninguna solución. La noche estaba
tornándose más rigurosa y yo no tenía todavía un sitio dónde dormir. María
respiraba hondo, y mi tensión aumentaba en cada paso.
—Tendremos
que volver donde Tobeit —le dije desconsolado a María, después de recorrer el
pueblo entero—; en algún sitio podremos dormir, aunque no sea lo más cómodo.
—María asintió. Salimos hacia allí y llamamos de nuevo a la puerta.
—¡Vaya
José! ¿No has podido encontrar sitio? —dijo Tobeit contrariado.
Yo
negué con la cabeza. Con una tristeza grande, mi primo me ofreció el único
lugar que le quedaba vacío: una cueva no muy grande, oscura y desnuda, donde
dormían sus animales; Con el titilar de las estrellas y el frío por testigo nos
fuimos a acomodar allí, donde no se escuchaba nada, aparte del masticar de una
mula, un buey, y algunas ovejas. Era una noche de invierno, con olor a arena
mojada y paja, donde la oscuridad de la cueva reflejaba mi intranquilidad.
Mi
primo trajo unas cuantas mantas para que estuviéramos un poco más cómodos. Al
menos era un sitio en el cual dormir. ¡Qué angustia saber que tienes que hacer
algo importante y no lo logras cumplir! María me miraba con su mirada limpia y
con sus cabellos negros que caían como un manantial oscuro sobre sus hombros.
Aún en la pesebrera en la que estábamos, viéndola sonreír, yo me sentía el más
afortunado de los hombres.
—Creo
que está viniendo el niño —me dijo cuando comenzaba la tercera vigilia.
—¿En
serio? —pregunté con angustia; ella asintió. ¿Cómo se maneja uno en estos momentos? ¿Qué
puedo hacer? Yo salí corriendo a buscar ayuda; Tobeit y su mujer
con cara de dormidos, trajeron un manto adicional con el que íbamos a arropar
al niño, y una criada, que había ayudado en algún parto, trajo el agua con que
lo íbamos a lavar y unos lienzos para limpiar.
No fue
un parto difícil. El niño salió del vientre de María, como se desliza un pez de
las manos; María ni siquiera se quejó. La criada de Tobeit, lo hizo
magníficamente y con mucha destreza; no se creía lo fácil que había salido.
Seguía haciendo frío, a pesar de la hoguera que yo había encendido allí dentro.
Cuando la criada limpió al bebé, nos lo presentó.
A mí
siempre me había parecido una necedad que todas las madres y los padres del
mundo, cuando hablan de sus hijos, hablaban de lo bien que se portan, lo guapos
que son y de la inteligencia con la que razonan. Pero a mí me pareció tan guapo
mi hijo, que comprendí todo lo que había criticado en los demás padres.
María
comenzó a alimentar al niño mientras la criada y la mujer de Tobeit terminaron
de limpiar y de organizarnos el sitio para dormir. Cuando el niño finalmente se
durmió nos dejaron solos. María seguía sonriendo; yo la abracé. De repente
escuchamos ruido en las afueras de la cueva; eran unos pastores que entraron y
comenzaron a mirarnos. Yo no lo comprendía; hasta que uno de ellos dijo:
—¡Ángeles!
—María y yo nos miramos sin comprender—. ¡Muchos ángeles nos dijeron que había
nacido un niño! —Nosotros sonreímos. Los pastores comenzaron a escudriñar al
niño:
—¡Pues
mira! Tiene la mirada de su padre —yo sonreía pletórico.
—Y los
ojos de su madre.
—¡Y
mira la sonrisuca! con los mismos hoyuelos de su madre en las mejillas.
—Miraron a María, que estaba callada, llorando y sonriendo.
—¡Que
no llores mujer! ¡Que el niño es más bonito que un sol!
—Si no
lloro por eso—protestó María—; lloro porque estoy feliz de tenerlo ya conmigo.
¡Casi no me lo creo!
—Ay
hija, sí —dijo una pastora gorda y fuerte a la que le faltaban dos dientes—.
Cómo cuesta traerlos al mundo, para que luego sean unos desagradecidos.
—¡Espero
que el nuestro no vaya a ser así! —protesté mientras todos sonreían; yo miraba
a María que reía, entre lágrimas de felicidad.
—Seguro
que no, hijo mío. Los ángeles en el cielo cantaban y decían “¡Gloria a Dios en
el cielo, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!”. No creo que un
niño anunciado por ángeles vaya a ser un desagradecido —dijo la pastora,
corroborando lo que yo había pensado antes. Me puse al lado de María y la
abracé; después le di un beso en la cabeza y la recosté contra mi pecho.
—Los
hijos son prestados, ¿sabes? —Insistió la pastora; luego miró a María—Se
terminan yendo, y ni se acuerdan de una. ¡Menos mal que tienes un buen padre
para Él!
—Pues,
en verdad, a mí el niño se me parece a su padre—dijo un pastor que seguía
rodilla en tierra, para poder verlo de cerca.
María
y yo estábamos felices. Cada vez que nos decían a quién se parecía, los dos
sonreíamos. Daba igual a quién; lo importante era que ya estábamos los tres
juntos, y comenzaba la vida de nuestra nueva familia. “Dame toda la fuerza que
voy a necesitar”, pedía a Yahvé mientras no desamparaba la mano de mi mujer.
María me miraba con su sonrisa, que hacía contraste con sus lágrimas, en su
cara encandilada todavía por la emoción.
Después
de un rato se fueron los pastores; María no dejaba de bajar su cabeza, para
unir su cara a la del niño.
—No me
lo explico José; ¿Has visto el parto? Es como si el niño hubiese salido
naturalmente, como si se hubiera deslizado fuera de mi cuerpo sin ninguna
dificultad. —yo asentí.
—¡Y no
te quejaste nada!
—¡Es
que no me dolió, mientras que a las que paren les duele todo! Mi hijo pasó por
mi cuerpo como si quisiera dejarme intacta. ¿Ves que todas quedan un poco más
hinchadas? Mírame a mí; yo no. No estoy en nada diferente a cuando estaba soltera.
es como si el niño hubiera querido respetar cada poro de mi cuerpo.
—¡Más
guapa, si! —protesté. María sonrió y yo le apreté un poco más la mano—. No
existía en la tierra una persona que tuviera más fe en Yahvé que María; yo
también le sonreí, y entre sonrisas los tres nos fuimos quedando dormidos,
arrullados por el recuerdo del relato de los pastores.
Participo mucho en internet y son muy pocos los hermanos que publican estudios bíblicos con RAÍCES HEBREAS. Me preocupa que así sea, porque nuestro alimento espiritual de todos los días es la Bendita Palabra de Dios.
ResponderEliminarComparto mi nuevo video que espero les sea de edificación.
https://www.youtube.com/watch?v=gzo7t55IaiA&list=UUr-qayMo9yd8xSMFdI_qTpg&index=1&ab_channel=MiguelMarceloCuadras
Bendiciones.