LOS TRES COLORES DE PIEL
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Teokeno
Los tres reyes magos se encuentran
Los tres reyes magos visitan a Herodes
Manuscrito original,
comprado a un mercader que dijo venir de oriente.
Mi
nombre es Teokeno, y nací en el reino de Bactra.
Creo firmemente en la existencia del Dios del cielo, a quien llamamos Asura y también en la existencia de Ahrimán, su adversario y enemigo.
Soy un príncipe; es decir: voy a ser rey cuando muera mi padre. Mi tribu es muy
conocida por ser la mejor domesticadora de caballos, desde antiguo. Mi vida
cambiaría cuando una noche de invierno tuve un sueño en el que un ser de luz me
dijo:
—No temas Teokeno, sé que eres
un hombre recto; un hombre de fe. Vas a conocer al hijo de quien tú llamas Asura que será rey de un gran pueblo
llamado Yehudah, muy lejos de aquí.
Quiero que te pongas en camino, porque yo guiaré tus pasos y no tendrás nada
que temer.
Yo
me desperté atolondrado, porque no había entendido mucho de lo que me había
dicho el ser de luz; tampoco me explicó lo que habría de entender, un tiempo
después, cuando conocí a Mensor y a Sair,
otros reyes de reinos muy distantes, que también vieron al ser alado y luminoso
en sueños; a Mensor el ser de luz le dijo que se llamaba Gabriel.
La
noche del sueño, me levanté de la cama, miré al cielo y vi una estrella potente,
amarilla, que dominaba sobre toda la bóveda celeste. Además, tenía una
particularidad: no se movía como las demás, sino que permanecía inmóvil, hacia
poniente. Debía ser una señal que no podía ignorar.
Me
despedí de mis padres con una venia; solo mi madre sonreía, pero a mí no me
importó. Cabalgamos y cabalgamos hacia poniente; nunca vimos pueblos hostiles o
agresivos hacia nosotros. Pasaron los días y los meses, entre los bosques de
nuestra región, los jacintos que vinieron y las ceibas que nos abrigaron
después. El sol se ocultaba diariamente hacia poniente, como queriéndome decir
que nuestro destino estaba bastante oculto a nuestros ojos. A los seis meses de
camino, volvió el ser de luz en sueños y me dijo:
—Debes ir a Damasco, en la Provincia
de Siria, que pertenece a una federación llamada Decápolis. Ve al arco romano
que preside la Vía Recta. Allí verás dos grandes comitivas con camellos, que
también van a conocer al Rey de Yehudah. Una de las
comitivas está presidida por otro príncipe, de nombre Sair, que viene de los
desiertos del mediodía. Lo reconocerás porque es más negro que el carbón. La
otra, por el Rey Mensor, que viene del norte, y es más blanco que la leche.
Me
desperté nuevamente, esta vez sonriendo, por la comparación de la leche y el
carbón; y yo, amarillo como el sol. ¡Qué tres! Esperé que se vieran los
primeros rastros del alba y desperté al resto de la expedición, para
comunicarles nuestro destino.
Llegamos
en un par de días a Damasco, y nos dirigimos a la “Vía Recta” como había ordenado
el ser de luz. Allí estaban, como él lo había predicho, las otras dos
caravanas. Yo bajé de mi caballo, y caminé hacia ellos. Sentados en una piedra,
justo debajo del arco, estaban Sair y Mensor. No tenían pierde. “El carbón y la
leche”, pensé; y así riéndome llegué al lugar donde estaban ellos con mi
traductor.
—Teokeno eres tú, ¿verdad? —me
dijo Sair en griego a través de su traductor.
—Sí, soy yo —los
dos me miraron de arriba abajo, si se rieron.
—¿Por qué os reís?
—Porque el ángel nos dijo que
tenías los ojos como los de un gato —dijeron riéndose—;
y no se equivocaba.
—Pues a mí me dijo que vosotros
erais como un carbón y como la leche—dije señalándolos
a cada uno, según su color—y tampoco se equivocaba.
Los
tres nos miramos y nos pusimos a reír. Los demás de las expediciones nos
miraban como si fuéramos de otro mundo; y lo éramos. “¡Apenas se conocen, y ya
se ríen!”, pensaban; “Y eso que tienen que hablar a través de traductores”. Y
era verdad; parecía como si nos hubiéramos conocido toda la vida.
—Si os parece, pasaremos aquí la
noche, y mañana partiremos temprano en la mañana —les sugerí; ambos asintieron.
Al
día siguiente partimos al alba, hacia poniente. La verdad, era bastante fácil
seguir a la estrella, a la que siempre veíamos. Además, ya lográbamos ver una
montaña que los indígenas llamaban el Monte Hermón justo en esa dirección, con
lo cual no era muy complicado hacer el camino. El Rey actual de Yehudah, según Sair, se llamaba Herodes
y no tenía fama de muy buen tipo. Había hecho desterrar a su mujer y a su hijo
Antípater, para casarse con la hija de otro rey. “Cotilleos de la corte”, como diría mi padre.
Pero, aparte de esto, ya había hecho ejecutar a tres de sus hijos, acusados de traición.
El
camino era bastante rocoso pero con mucha vegetación; en especial vi muchas
flores amarillas pequeñas que no había en mi país. Muy diferente a nuestra
tierra, donde solo hay vegetación al lado de las corrientes de agua. La
estrella, cada vez iba girando más hacia el mediodía. Eso quería decir que el
Hermón lo íbamos a dejar hacia la derecha. Sair nunca había visto una montaña
nevada, con lo cual la mayor parte del tiempo miraba sin poder dar crédito a lo
que veía.
—La nieve es fría —le decía yo.
—¿Fría? —preguntaba incrédulo y reía con
esos dientes blancos que le llenaban la boca. Mensor y yo también nos
contagiábamos de su risa. Una vez pasamos el Hermón, la estrella giró completamente
hacia el mediodía y, así, caminamos una semana entera.
—Nos lleva hacia Jerusalén; no
hay duda —dijo el Rey Mensor—. Creo que lo
mejor será que hagamos noche aquí en Jericó, y mañana vayamos allí. Esta ciudad
es muy importante. ¡Aquí se han inventado cosas tan importantes como la
escritura!
Yo
llevaba ya varios meses de camino; creo que si el ángel me hubiera advertido
que el camino iba a ser tan largo, habría hecho caso a mi padre, y me habría
quedado tan tranquilo en sus jardines. Al día siguiente, el clima siguió tan
desapacible como el anterior, y las nubes ocultaban la estrella.
—No nos va a quedar otra
alternativa que ir al palacio del Rey Herodes —repuso Sair—.
Bueno, de todos modos dicen que este rey es un gran constructor y me han dicho
que el Templo de Jerusalén es digno de verse.
—Tiene mucha fama el Templo —dijo
el Rey Mensor, quien también se veía cansado—, pero yo quiero
llegar cuanto antes al lugar donde esté el nuevo rey. Seguro que hoy no nos
libraremos de la tormenta. —Lo decía, pero él no sabía que la tormenta la traíamos nosotros con nuestras
noticias.
Subíamos
pesadamente la montaña; de repente, después de una pequeña colina, apareció
ante nosotros un espectáculo que yo jamás voy a olvidar: con unas grandísimas
murallas habían cerrado y contenido todo un monte. Desde donde lo veíamos, los
hombres parecían pequeñas hormigas que subían una gran roca; grandes y
monumentales escaleras daban acceso a una gran explanada sobre la cual se veían
otras construcciones.
Mucha
gente por el camino nos veía y nos daba vítores; se veía que ya se había
corrido la voz sobre nuestra llegada. Imagino que no muchas veces se veían
comitivas de este tamaño, además por la gran cantidad de animales que traíamos.
En la parte baja, casas de judíos que se agarraban a la montaña, como felinos,
para no despeñarse.
—Creo que es imprudente subir
con los animales por esas escaleras —les grité para que
me escucharan—; tendremos que rodear el
monte.
A
ellos les pareció bien. Llegamos al palacio por el mediodía, a través de un
camino flanqueado por cipreses; cuando llegamos a la puerta, salió a recibirnos
el mayordomo de Palacio. Inmediatamente Sair, Mensor y yo descabalgamos;
también lo hicieron nuestros traductores. Cada uno tenía uno que podía traducir
del griego a nuestras lenguas y viceversa. El mayordomo comenzó a mirar toda la
serie de artilugios y de mapas que traíamos, y que él no había visto nunca en
su vida.
—¿Qué trae por aquí a tan
insignes visitantes? Ya me han informado que vienen ustedes de muy lejos. Y no
todos los días se ven en Jerusalén comitivas tan fastuosas. —Los tres hicimos una venia
respetuosa, como poniendo a la orden del Rey nuestras posesiones. Mensor tomó
la vocería por todos.
—Así es, su ilustrísima.
Permítame primero presentarnos. Yo soy Mensor, rey de Erebuni;
él es Sair —dijo moviendo graciosamente la
mano hacia él—, príncipe de Tabuk,
Tierra de Maidán. —Luego lo hizo
hacia mí, y dijo—: Y él es Teokeno, príncipe de
Bactra, la ciudad círculo.
Nos atrevemos a venir al Rey, porque queremos consultarle sobre nuestro
destino. —El mayordomo desapareció por las puertas del
palacio, después de hacer una mueca ininteligible. Los dos fornidos guardias
egipcios pusieron las dos lanzas cerrando el paso, aunque nosotros no hicimos ningún
ademán de pasar hacia dentro sin autorización.
Al
cabo de un rato, apareció de nuevo; mientras tanto, nosotros nos habíamos
acicalado un poco y arreglado con nuestras mejores galas. Nos hizo pasar, solo
a los tres; el resto de la comitiva se quedó fuera. Si el palacio era fastuoso
por fuera, era difícil de imaginar cómo era por dentro: frisos de yeso, baldosas
de mármol, y paredes decoradas con el mejor de los gustos.
El
mayordomo, seguramente porque había visto todos nuestros artilugios nos presentó:
—¡Mi rey! —exclamó mientras nos señalaba—:
estos son los magos de oriente que vienen a hablar con usted.
—¡Ilustrísimos visitantes! —saludó
Herodes apenas nos vio. Era
un hombre de mediana edad, pero con apariencia de mayor; su barba larga y
descuidada, casi se juntaba con el pelo de su pecho; tenía cejas muy negras y su
corona con piedras preciosas, y unos pinchos demenciales.
—¡Su majestad! —dijimos
nosotros casi a coro—. Estamos alucinados con esta
ciudad, que se está convirtiendo casi en una segunda Roma. —El rey no dejó que atisbara ni
la menor muestra de humildad cuando replicó:
—Si uno tiene que trabajar en un
sitio del imperio, hay que hacer las cosas como las haría César mismo.
—La vista del monte que está
siendo confinado por muros, desde el camino de Jericó, es impresionante.
—Así es; era un problema que nos
planteábamos al pensarlo, porque ese monte es muy importante para los judíos—.
Él mismo se excluía, como es natural—. Allí, en el
Monte Moriah fue el lugar donde Abraham nuestro padre iba a sacrificar a su
hijo Isaac a Yahvé.
—¿Sacrificar a su propio hijo? —puse cara de desagrado, pero pensaba irónicamente en los tres
hijos que este rey había ya sacrificado.
—Sí, pero Yahvé lo detuvo a
tiempo y no lo hizo. —Todos
hicimos un gesto de alivio. Herodes continuó:
—Todo el mundo en Jerusalén está
impresionado con vuestras caravanas. ¿A qué debemos tan magna visita? —Herodes se sentó, y nos hizo
señas para que hiciéramos lo mismo. Sair tomó la palabra y dijo:
—Venimos buscando al rey de los judíos.
—Herodes levantó
las cejas y abrió los ojos, sorprendido.
—¡Lo tenéis enfrente! —dijo
al fin.
—No, no —sonrió con sus dientes blancos—; es el rey que acaba de nacer.
Su majestad debe haber escuchado algo al respecto.
—Pues no; aquí el rey soy yo —dijo
de malas pulgas—y he sido nombrado por Roma. O
sea que ningún recién nacido puede quitarme el trono. —Yo repuse:
—Creo que no nos estamos
entendiendo. Este rey que ha nacido es un rey espiritual y religioso —Herodes hizo un gesto de enojo—. Hemos visto su estrella y la
hemos seguido, porque queremos ir a adorarlo.
—¿A adorarlo? —dijo Herodes ahora con evidente enfado—, ¿y desde cuándo
estáis viendo esa estrella? Yo no he escuchado nada, ni de estrellas, ni de
otros reyes.
—Pues yo la estoy viendo desde hace
seis meses o más.
—¿Se puede ver?
—Ahora mismo el cielo está
encapotado por la tormenta pero supongo que sí se podrá ver, una vez el cielo
esté libre de nubes.
Herodes
estaba desconcertado. ¿Un rey? Los reyes aquí vienen nombrados por César. ¿Se
tratará de alguna profecía extraña? Por si acaso, pidió al mayordomo que
llamaran a algunos escribas y, sobre todo, al “egipcio”. Así parece que le
decían a un tal Simón Ben Boeto. Cuando llegó, todos le hicieron una reverencia.
Se veía que era un hombre con bastante autoridad. Después me contaron que era
el “sumo sacerdote”, y que esa posición entre los judíos equivalía a tener en
sí mismo todo el poder político y religioso. Llegó con algunos de los que
llamaban escribas. Herodes, luego de hacerlos sentar en sus espléndidos
divanes, les preguntó:
—Estos ilustres visitantes —se
dirigió a nosotros—dicen que han venido siguiendo
una estrella, porque ha nacido el Rey de los Judíos. ¿Se referirán al Mesías? ¿Esto
dónde podría ser? —Simón se arrellanó
en el diván; pensó un momento y dijo:
“Y tú Belén, tierra de Judá,
no eres de ningún modo la menor
entre las principales ciudades de Judá;
porque de ti saldrá un guía,
que será Pastor de mi pueblo Israel”.
Luego
añadió:
—Lo dice el profeta Miqueas. —Los demás escribas hacían
gestos de aprobación. Yo, que me había mirado todos los mapas, pregunté
haciéndome el ignorante:
—¿Belén no está aquí cerca?
—Está hacia el mediodía; sí, por
Beith Jalá; como unos 50 estadios más o menos —dijo Herodes; después de un momento, añadió—;
se me ocurre una idea: id y averiguad acerca del rey; cuando lo encontréis,
avisadme dónde está, que yo también lo quiero conocer —hizo
una pausa y añadió—: así podré yo también
adorarlo. —El rey Mensor
tensó los labios; era muy sospechoso todo esto.
—Así será, su majestad —dijo no demasiado
convencido.
—Sí, sí —dijo—; id vosotros que ya sabéis
todo lo de la estrella, y os quedará mucho más fácil venir más tarde a
avisarme. —Ya fuera del
palacio, salimos al camino de nuevo. Ninguno de los tres quería hablar.
—¿Dónde vamos mi príncipe? —me
preguntó Serik, mi sirviente.
—Hacia el mediodía —le respondí; me acerqué a Sair, y le dije en
voz baja:
—No me fío un pelo de este rey.
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