HE AQUÍ QUE TÚ ERES HERMOSA

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


¿Cómo eran las bodas entre los judíos?


Extracto del escrito de alguien que se identifica como criada de Ana, la madre de María:


María tenía una hermosura sencilla; no era exuberante ni demasiado bonita, pero era una chica de esas que siempre lucía guapa, independientemente del vestido que se pusiera, o del complemento que usara. Ana lo tenía claro y sabía que iba a ser muy fácil arreglarla para el día de su boda; sin embargo comenzó a prepararlo todo desde mucho tiempo antes, como se prepara un ritual; sabía que, a partir de ese día, su hija no le iba a pertenecer, y quería aprovechar hasta el último de los instantes con ella. De hecho tenía guardado un vestido de novia muy sencillo para María, desde hacía tiempo.

Ana comenzó con el baño. Hacía tanto tiempo que no bañaba a su hija, que había olvidado los lunares que tenía, ni los pequeños golpes que tenía desde pequeña: las pequeñas imperfecciones que terminan por hacer bello el cuerpo de una mujer. Después la perfumó con una fragancia discreta de nardo, que solo podía distinguirse si se estaba cerca de ella. “Como debe ser”, pensó Ana. Todo este ritual lo hicieron las dos mujeres en silencio, estando cerca por última vez, en un diálogo silencioso. De vez en cuando la madre se detenía y besaba a su hija. “Cuando nació yo la limpié; ahora que la entrego a su marido, la limpio por última vez”, pensó, mientras se le escapaba una lágrima. Aunque ella sabía que todo debía ser así, se le encogía el corazón de pensar en que ya no iba a tener la sonrisa de su niña en casa.

Procedió luego a vestirla: una túnica sencilla de lino blanco, con remates en el cuello y en los puños: una triple línea resaltada del plano del vestido, como superpuesta a la tela de base; los pliegues limpios y cuidados. Su vientre ya dejaba ver la presencia del niño que llevaba en su seno, pero no lo tenía demasiado protuberante, y no se le notaba demasiado. Llevaba además un velo de seda sobre la cabeza, y una coronita de pequeñas florecillas blancas, que le sujetaban el velo en la cabeza. También tenía un collar de lapislázulis, que había pertenecido a la madre de Ana, y que hacía un juego especial con sus ojos.

Era raro verla toda de blanco, ella que lucía casi siempre la mantilla azul junto con la túnica blanca. Debajo del velo que tenía puesto, por el lado izquierdo, se asomaba su pelo negro, en ondas, que le caían sobre el pecho. En el caso de María lo que veías por fuera, era lo que había en el interior: solo sencillez. Completaban el atuendo, los hoyuelos en sus mejillas, fruto de su espontánea sonrisa, y sus profundos ojos azules.

Era la tarde del cuarto día de la semana en el final de un verano poco lluvioso, y el olor del mirto seco lo inundaba todo; los invitados, en casa de Joaquín, se entretenían contándose los últimos cotilleos del pueblo o “arreglando a Judea”, como le gustaba decir a Joaquín. El “arreglo”, consistía en criticar todo lo que los romanos hacían en Israel. Había algunos que, sin embargo, pensaban que, si no estuvieran los romanos, los judíos, galileos y samaritanos acabarían por matarse los unos a los otros; porque en lo profundo de cada judío “hay siempre un guerrero”, como decía el padre de María.

Ya la luz del día terminaba por irse; “las tardes de verano son interminables”, pensaba Joaquín, mientras sonreía a los invitados. Algún hombre venía y lo felicitaba, pero él no creía haberlo visto en la vida. “Cosas que tienen las bodas”, pensaba. Las amigas de María tenían las lámparas dispuestas para la procesión, todas con aceite suficiente en sus alcuzas. Ana hablaba con sus amigas más cercanas. Joaquín, se le acercó y le susurró al oído:

Parece que está llegando José —la voz de Joaquín sonaba apremiante.

—¡Que viene el novio! dijo alguien en voz alta.

Inmediatamente se hizo una gran mezcla desordenada de ruidos, mientras afuera sonaba el shofar, un instrumento hecho con un cuerno que servía para anunciar la llegada de la comitiva nupcial; todo el mundo hablaba y comentaba. Los curiosos se asomaron por las ventanas para ver a José, que venía acompañado por todos sus amigos, que no eran pocos. Podría decirse que José era un chico popular en toda la región; era un buen albañil, y mejor artesano, y era conocido hasta en Séforis. Eso le había dado cierto prestigio en un pueblo tan pequeño como Nazaret.

Los invitados que estaban en la casa de los padres de la novia comenzaron a salir, encendiendo sus lámparas, a saludar al novio. Joaquín también salió a abrazarlo, en tanto que Ana fue a buscar a María, mientras afuera se formó un jolgorio de saludos y caras sonrientes.

Janina, amigo de José, ya comenzaba a tomar posesión de su papel de “maestro de ceremonias”, recitando pasajes del Cantar de los Cantares. Janina hacía honor a su nombre, que quiere decir “gracioso” en arameo; gesticulaba todo lo que recitaba; parecía que le fuera la vida en cada cosa que decía, y en cada verso, como si estuviera en un teatro griego. Joaquín había hecho traer las andas, que era una especie de asiento con dos barras fuertes longitudinales de madera, para llevar a la novia cargada hasta la casa de José. De repente Janina pidió silencio. Ana salió de la casa y detrás salió María, la novia, con el velo tapándole la cara. Joaquín recitó de memoria la fórmula usada en estos casos, mirando fijamente a los ojos de José, mientras éste sonreía:

Recíbela, pues se te da por mujer,
según la ley y la sentencia
escrita en el libro de Moisés.
Tómala y llévala con bien
a la casa de tu padre.
Y que el Dios del Cielo
os guíe en paz por el buen camino.

José tomó de la mano a María, y en ese momento Janina recitó un pasaje del Cantar de los Cantares:

Hermosas son tus mejillas
entre los pendientes;
Tu cuello entre los collares.
Zarcillos de oro te haremos,
tachonados de plata.

Todos los presentes lanzaron un grito de aprobación. Inmediatamente los músicos comenzaron a tocar, y el alboroto se hizo cada vez más fuerte. María se subió a las andas y todos los amigos del novio, todos menos Janina, la cargaron en hombros y comenzó la procesión por las calles de Nazaret. Todos llevaban una lámpara en su mano, sostenida por un bastón, y las calles por donde pasaban se veían como un mar de luces danzantes, que acompañaba a los novios.

Los que estaban a la vera, todos amigos y conocidos, iban poniendo palmas y ramas de mirto al paso de María, que miraba sonriente a José. Otros echaban granos de trigo o monedas, deseando prosperidad a la pareja. Todas las personas que se encontraban en la calle, con la procesión, se sumaban a la fiesta, y los niños se peleaban por coger las monedas echadas al paso de la novia. Janina seguía a lo suyo:

He aquí que tú eres hermosa,
amiga mía;
he aquí que eres bella;
tus ojos son como palomas.

Así llegaron a casa de los padres de José; adjunta, quedaba la casa que él había hecho con sus propias manos para los dos. Ambos novios sonreían. Ana, al mirarlos, se preguntaba si podía haber una pareja más feliz en este mundo. Los padres de José los esperaban. Janina hizo señal para que todos se callaran y la gente obedeció sin chistar. María bajó de las andas y José la tomó de la mano.

Jacob, el padre de José, pronunció entonces la bendición sobre los dos novios, y dos amigos de José sacaron el kethubah, el contrato definitivo que unía a los novios. Los dos amigos, que a su vez eran testigos, firmaron el kethubah y se lo pasaron a José. Era un compendio de las responsabilidades a las cuales se comprometía el esposo. José firmó y los testigos entregaron el contrato a Joaquín y Ana que sonreían felices. Ahí se formó una gran algarabía y entraron todos en la casa.

Como marcaba la tradición, se hicieron las oraciones de boda y la novia se retiró con sus amigas a la habitación asignada para ellas mientras José, sus amigos y el resto de invitados se quedaron en medio de la música, los bailes y los juegos. Así pasaron la noche; María con sus amigas, y José con sus amigos. Era al día siguiente cuando, según la costumbre, se realizaba la fiesta principal.

Muy de mañana comenzaron a llegar regalos de amigos de los padres de los novios, y del resto de los invitados a la boda. Todos opinaban sobre los regalos, que no dejaron de llegar durante todo el día. En Nazaret nadie trabajaba ese día, porque todos estaban pendientes del acontecimiento, según era lo habitual en estos casos. En la tarde, se hizo la gran cena tradicional, en la cual los hombres comían por su lado, y las mujeres por el suyo. María estaba feliz rodeada de sus amigas, sentada bajo un dosel, mientras los músicos seguían su interminable juerga particular. 

Terminada la comida, José se acercó al dosel donde descansaba María; la música cesó, porque este momento era importante. María recitó despacio la fórmula usual, con una voz dulce que expresaba toda su ternura:

Tus amores son un vino exquisito;
suave es el olor de tus perfumes,
y tu nombre, ¡Un bálsamo derramado!
¡Llévame! Corramos tras de ti.
Llévame, oh Rey.
¿Cómo podría no quererte?

José le respondió, sonriendo feliz:

Levántate, amada mía,
hermosa mía, y ven.
Paloma mía, que te escondes
en las grietas de las rocas,
en apartados riscos;
muéstrame tu rostro,
déjame oír tu voz,
porque tu voz es dulce
y amoroso tu semblante.

José se puso bajo el dosel con su mujer; los dos sonreían exultantes y saludaban a todos los invitados que aplaudían en medio del ruido. Ana lloraba de felicidad, y lo mismo la madre de José, que nadie recordaba su nombre. Jacob le había pasado el brazo sobre el hombro a Joaquín, y estaba feliz también. María y José sonreían felices; comenzaban una nueva vida juntos, con muchos proyectos por delante. Lo que no sabían, era que la vida les tenía preparado un destino que nunca se habrían imaginado.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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