EL OVILLO SE DESHACE
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
José y María vuelven a Nazaret desde Ain Karim
María anuncia a Joaquín y Ana que está embarazada
José
llevaba el burro del cabestro con mucha lentitud, como si el camino fuera de
fango; estaba muy preocupado por mí, y no quería que el viaje afectara al bebé
que yo llevaba en mi vientre.
—Prefiero volver
despacio a Nazaret antes que de prisa, no sea que os pase algo —decía mientras caminaba, y me
fue llevando por los caminos que tenían menos inclinación, y deteniéndose varias
veces en el trayecto. Yo protestaba:
—No soy una tullida, José. Si estuviera tan mal, como piensas tú, estaría
acostada.
—Ya lo sé —me
dijo sonriendo—. Pero aquí, no te olvides que mando
yo —. Ahora la que sonreí fui yo, porque yo sabía que él no creía en eso de
que los hombres mandan. Las mujeres siempre hemos llevado las riendas de las familias,
desde Eva, hasta hoy. Muchas mujeres en la historia de Israel habían utilizado
su bondad para hacer el bien a sus familias y a su pueblo. Ester, por ejemplo,
que había sido esposa del rey Asuero en Persia; Rut, la moabita, madre del
abuelo del rey David y Judit, que logró derrotar con sus acciones y oraciones
al ejército asirio.
Desde Ein
Karim hasta Nazaret, el camino por Samaría es casi una línea recta, pero
teníamos que desviarnos, e ir bordeando el Jordán, por culpa de una vieja
pelea: los samaritanos estaban convencidos de que había que adorar a Yahvé en
el monte Garizim, no en el monte Moriah, desde la revuelta contra el rey Roboam,
y por eso vivían enemistados con los judíos. Yo tenía muy claro que a Yahvé
había que adorarlo, no en un lugar físico, sino con el corazón, y por eso no entendía
estas peleas.
Tampoco me importaba mucho, porque el camino con
José era muy placentero y, sobre todo, porque llevaba un tesoro dentro de mí, y
su presencia me daba una paz que José no lograba entender. Le sonreía mientras
íbamos vadeando montañas y, dejando atrás las zarzas y los peñascos de la baja
Judea, nos adentramos en la Galilea de las flores y del prado verde.
Así hicimos muy despacio todo el camino de vuelta,
yo aprovechaba para ir mirando el paisaje, agradeciendo a Yahvé tantas cosas
que nos había dado. Mis
padres estaban en casa cuando, por fin, llegamos.
—¡Gracias a Dios, hija mía! —exclamó mi madre cuando nos vio llegar, mientras me
abrazaba y me llenaba de besos—; José había venido hace dos semanas a despedirse,
porque ya iba a buscarte; ya estaba preocupada preguntándome cuándo ibais a
venir.
—Estoy muy bien, madre. Y menos mal que fui, porque le pude ayudar mucho
a la prima Isabel.
—Me dirás que sí estaba embarazada….
—¡Vaya si lo estaba! Dio a luz un niño precioso al que han puesto por
nombre Juan. —Mi madre me miró extrañada
—¿Pero cómo lo supiste tú? No me lo explico —me dijo.
—Porque yo también estoy embarazada, mamá. —Fue la última palabra que escuchó, antes de caer desmayada.
Llamé a mi padre, que vino inmediatamente. Entre los dos, la hicimos recostar
en la estera donde dormía yo.
—¡María! ¿Qué le ha
pasado a tu madre? —preguntó
mi padre alarmado.
¡Corre, trae un lienzo mojado en agua! —Yo salí corriendo mientras decía:
—Pues que mi madre no ha podido aguantar que yo le dijese que estaba
embarazada.
—¿Embarazada hija? ¿No habéis podido esperar? —me dijo sacudido por la situación de mi
madre y por enterarse de sopetón de mi estado. Ahora era mi padre, el que
parecía estar a punto de desfallecer.
—¿Y
por qué esperar padre?, ¡si yo ya estoy casada con José! —protesté cuando llegaba con el
lienzo húmedo.
—Sí, claro hija mía, yo lo sé. Y a veces pasa que la novia se casa
embarazada; pero a veces no —dijo como si no esperara ser demasiado comprendido—. Y sé que aquí en Galilea no está mal visto como en Judea. Pero creo
que esas prisas no conducen a nada.
—Se casa no, padre —dije yo, queriendo puntualizar—, va
a su fiesta de bodas embarazada.
—Pues eso, hija. Que me parece que os habéis precipitado —mi padre ni me miraba, de lo
agitado que estaba, tratando de reanimar a mi madre—. ¿Y
en ese estado habéis hecho el camino de vuelta? —me dijo, levantando la cabeza de mi madre y
acomodándola sobre una manta doblada.
—José ha estado cuidándome como si yo fuera una cáscara de huevo, papá, como
si me fuese a quebrar a cada instante; ha estado velando por mí en cada
momento, y mimándome mucho. De hecho, casi no ha dormido el pobre en todo este
camino tan largo. De verdad padre; creo que un poco de confianza en mí y en él
no os vendría mal.
—Era lo menos que él podía hacer, ¿no? —dijo disgustado—.
Pues no me extraña la preocupación de tu madre.
—Pues sigo sin entender su disgusto y el tuyo. Te lo repito: José es mi
marido y yo soy su mujer —dije intentando zanjar la discusión.
—Bueno, bueno. Esperemos que se reponga un poco tu madre, a ver qué
hacemos.
—¿Qué hacemos? —dije resuelta—, lo que yo voy a hacer, cuando se reponga, es hablar con vosotros tres: Mamá, José y tú. Esto tiene que aclararse de una vez por
todas.
Estuvimos un buen tiempo reanimando a mi madre, con
compresas frías y con hierbas aromáticas. Al caer al suelo, se había aporreado
bastante la rodilla y el codo. Yo fui a abrirle la puerta a José, que se había
quedado atando al burro y dejándole comida y agua. Mi madre comenzó a abrir los
ojos y le pareció ver la cara de su marido, con el sol al fondo.
—¡Joaquín! —dijo
sonriendo mientras tomaba las manos de mi padre y mirándolo como se mira dormida
una visión en medio de los rayos del sol—. Me
he desvanecido, y he soñado que venía María, y que me decía que estaba
embarazada.
—No lo has soñado, Ana. Ha venido y te ha dicho que está embarazada. Ya
he hablado yo con ella; tranquilízate. —Mi madre intentó incorporarse,
pero se tuvo que poner la mano en la frente al sentir un leve mareo.
—¡Entonces
es verdad! —exclamó mi madre sonriendo, pero aún mareada—¡Vamos a ser abuelos, Joaquín! —le dijo a la vez feliz y angustiada—. No sé
qué pensar, ¡pero yo me siento muy feliz!
—Sí, Ana; pero también me preocupa la premura de María y José. Podrían
haber esperado un poco, digo yo.
—Esposo mío, ya pasó. Es la voluntad de Yahvé; no te preocupes más —.
Miró a su alrededor y preguntó:
—¿Y dónde está mi niña?
—Fue a abrirle a José; dice que quiere hablar con nosotros tres
urgentemente. ¿Qué será eso tan importante que nos quiere decir? ¡Ay Dios! ¡María,
haciendo estas cosas tan extrañas, nos va a matar!—En ese justo momento entrábamos
José y yo. Hice caso omiso de las palabras que acababa de escuchar, pero no me
aguanté:
—¡No es posible entender la cordura sin la locura! —sentencié, y mi padre no pudo menos que sonreír ante la declaración tan seria que yo
acababa de hacer. José fue y abrazó a su suegro, y se inclinó hacia su suegra
para darle un beso. Estaban ahí todos en su habitación.
—¿Querías hablarnos? —preguntó con sus cejas alzadas mi padre.
—Si padre. Entiendo que para vosotros sea complicado entender lo que está
sucediendo, y quería contaros el porqué de muchas cosas, para que todo está
claro en vuestros corazones y en vuestras almas.
Miré al cielo pidiendo luces para hablar, tomé aire,
y empecé a contarles desde el principio, cómo yo me había sentido siempre extraña
en este mundo. Mi madre y mi padre iban corroborando todo lo que decía yo,
aunque a veces aclaraban o pedían aclaración a todo lo que yo iba diciendo. Cuando
conté lo del ángel Gabriel, sus ojos se volvieron como platos. Mi madre no se
atrevía ni a mirarme; con voz trémula me preguntó:
—Espera,
María; ¿un ángel? —yo asentí con firmeza, para que no quedara ninguna duda; mi
padre no sabía si creerme o no; yo lo miré con mucha seguridad, mientras mi
madre se incorporó un poco y me preguntó—: Y tú,
¿qué le respondiste? —Yo la miré con la fortaleza que me daba la verdad:
—¿Y qué le iba a decir yo? Siempre me he abandonado a los designios de
Yahvé. Simplemente bajé la vista y le dije “Yo soy la esclava del Señor. Que se
haga en mí todo lo que has dicho”.
—¡Hija mía! ¡Qué respuesta más bella! ¿Recuerdas que un día te dije que
tú no tenías mal carácter nunca? Por eso, Yahvé hace las cosas así. —Yo
bajé mis ojos, y callé. Mi padre estaba mudo; no podía articular palabra. Era
como si sus pensamientos se trenzaran en un espiral sin fin, y se mezclaran con
un mar de dudas.
—Gabriel
también se había aparecido a Zacarías para anunciarle el nacimiento de Juan
—les aseguré.
—¿Juan?
¿Quién es Juan? —preguntó mi padre con cara de desconcierto.
—El
hijo de Zacarías e Isabel —le respondí. Mi padre seguía atolondrado.
—¿Zacarías
e Isabel han tenido un hijo? ¡Cada vez entiendo menos! —mi madre y yo
sonreímos; a mi madre se le escaparon unas risas—; o sea que el ángel que se te
apareció a ti, se había aparecido a Zacarías; y a ti te avisó que ibas a tener
un hijo que venía del Espíritu de Dios —repitió mi padre como si no hubiéramos
hablado ya de eso—. ¿O sea que el niño que esperas no
es hijo de José sino del Espíritu de Dios? ¡Qué raro es todo esto, hija! Espera José: ¿Tú creíste todo esto? —preguntó por fin—, porque yo no sé si yo habría
sido capaz de creer todo esto siendo el marido de María. —En ese momento sintió la mirada de mi madre, como se imaginó que se
sentiría una espada —¡Esta
historia es demasiado para mí! — dijo mordiéndose el labio inferior, mientras negaba
con la cabeza; José le respondió de todos modos:
—En un principio, María no me explicó todo; solo me dijo que estaba
embarazada. Yo, la verdad, ese día me fui muy triste de vuestra casa, pensando
que María me había sido infiel. No lo entendía. María era una mujer buena, y no
comprendía por qué me había hecho eso, pero yo no la quería denunciar. Después,
en la noche, Gabriel se me apareció en sueños y me dijo que no temiera recibir
a María en mi casa, porque el niño era hijo del Espíritu de Yahvé. Me desperté
en ese mismo instante, cuando el ángel terminó de hablarme; sería como la
tercera vigilia de la noche. Yo quería venir a toda prisa a hablar con ella, y pedirle
perdón, por haberla juzgado mal y no me pude volver a dormir esa noche; me
levanté y comencé a dar vueltas por ahí, hasta que vine a vuestra puerta a
esperar que amaneciera.
Las cosas, por fin, estaban claras; mi padre no se había
quedado demasiado convencido pero seguro que, con el tiempo, iba a entenderlo mejor
que nadie. La verdad se impone siempre y además él siempre confiaba en mí; en “su
niña”. Pensé en mi hijo, como tratando de adivinar su futuro incierto, y me acaricié
el vientre esbozando una sonrisa.
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