LA HIJA DE MI PRIMA
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Gabriel le anuncia a Isabel que conocerá a la madre del Salvador
María visita a Isabel
"Bendita tú entre las mujeres"
Papiro atribuido a Isabel
El
día en que murió mi suegro, mi marido no lo ayudó a enterrar, ni guardó luto. ¿No
poder dolerte por el padre que te dio la vida? ¿No honrar a tu padre, como la
misma escritura lo pide? Incomprensible; y era que Zacarías mi marido, de acuerdo con la Ley, no
debía estar nunca en contacto con la impureza, por ser sacerdote, y el contacto
con un muerto es considerado impureza. Yo me pregunto: ¿Cómo no va a ser
importante enterrar a tu padre con dignidad? Yo no lo entendía, pero mi marido
era un tiquismiquis de esos mandatos; era muy pesado y, sin embargo, yo
trataba, en la medida de lo posible, de ser una persona normal.
Los
sacerdotes del Templo viven demasiado ocupados enseñando los preceptos de
Yahvé, integrándolos en el relato de la escritura. Los “descendientes de Aarón”
deben hacer todo lo referente al culto de Dios, en nombre del pueblo. Inicialmente,
Yahvé había reservado a todos los primogénitos de Israel, para hacerlos
propiedad suya y que le sirvieran, pero más tarde ese servicio pasó únicamente a
los descendientes de Aarón y a los levitas.
Nuestra vida había transcurrido en ese
torbellino de responsabilidades y privaciones y, aparte de todo eso, teníamos
un dolor muy grande en nuestros corazones porque no habíamos podido tener
hijos; eso nos había angustiado mucho durante nuestra vida porque todos en
Israel, hombres y mujeres, queremos ser los padres del Salvador. “Tú eres mi Dios; atiende Señor a mi voz suplicante”, le habíamos
dicho día tras día como el salmista.
Sin
embargo, nuestra oración sin pausa tuvo su premio, cuando Zacarías tuvo que
enfrentarse a la fuerza de Yahvé, en el Templo de Jerusalén. Se le apareció un
ángel, que se hizo llamar Gabriel, y que le anunció que tendríamos un hijo. ¿Un
hijo para alguien que siempre había sido estéril? Él no le creyó al ángel, y se
quedó mudo. ¿Castigo de Yahvé? Más bien, yo lo llamaría una prueba.
Dios
no castiga; corrige, tal como lo hace un padre. ¡Pero si incluso a Elías, que
fue tan grosero, Yahvé finalmente le ayudó! Un día deseó morirse y le dijo al
mismo Dios: ¡Basta, Yahvé. Lleva
ya mi alma, que no soy mejor que mis padres!”.
Él siempre atiende nuestras peticiones, aunque creamos que no, especialmente si
se las decimos con confianza y sinceridad, como se le habla a un amigo.
Pero
mi marido es muy bueno. Yo estoy segura de que no lo hizo por maldad, sino por
ese vicio que tiene, de querer comprobarlo todo con sus propios ojos, y de
cerciorarse de que se cumplen hasta la última de las condiciones que él quiere
para las cosas. La verdad no era fácil creer en el mensaje, pero si quien te lo
dice es un ángel…
Yo
también recibí la visita de Gabriel en sueños; me contó que la madre del salvador
del mundo había creído en sus palabras, y me confió que yo la iba a conocer.
¡Qué felicidad! “¿Y cómo voy a saber quién es?”, le pregunté. Él sonrió y me
dijo: “Cuando el hijo que llevas en tus entrañas salte de alegría en tu vientre,
ese será el signo de estás delante de la madre del Mesías, el Hijo de Dios”.
Eso quería decir que faltaba muy poco tiempo para conocerla porque yo ya estaba
en el sexto mes del embarazo.
Desde
ese día, mi alma no tuvo reposo; no me quedaba quieta en mi casa ni siquiera un
instante. Yo nunca había sido una mujer se esas que se mantiene en la calle,
pero esa confidencia del ángel no me permitía estar en paz; iba donde mis
amigas, donde mis vecinas, al mercado, a todos los sitios y estaba atenta a los
movimientos de mi hijo. Él se movía ya desde el cuarto mes dentro de mi vientre
y, cada vez que lo hacía después del anuncio del ángel, yo miraba a mi alrededor
preguntándome si esa chica, si esa señora, o si esa criada podía ser la madre
de mi Señor. Pero yo miraba y no sentía a mi hijo moverse de una
manera especial.
Yo
iba al encuentro de esa mujer especial, buscándola en cada calle y en cada rincón,
pero lo que nunca imaginé es que ella fuera la que iba a venir hacia a mí. Todo
fue muy rápido; yo estaba terminando de limpiar la casa, con mi criada; aún lo
recuerdo como si fuera hoy; estaba sacando manchas al suelo del sitio donde solíamos
cocinar y escuché que me llamaban en voz alta:
—¡Isabel! ¡Isabel! —Sentí
que el niño daba una voltereta de felicidad dentro de mi vientre, y mi corazón
dio un vuelco con él. Era la señal que había estado esperando. ¿Quién me
llamaba? Yo no lo sabía, pero me moví inmediatamente.
—¡Isabel! —repitió, y yo me apresuré a venir hacia el sitio de donde escuchaba esa
voz. Me quedé de piedra cuando vi a la hija de mi prima en la puerta. ¿Era María la que
me llamaba? ¿Era María la madre del Salvador? —la miré, atónita, hasta que
desperté de mi letargo y me postré ante ella, llorando de la emoción.
—¡Bendita seas entre todas las mujeres! ¡Y bendito sea el fruto de tu
vientre! —exclamé.
—¿Qué
haces? —me preguntó ella.
¡No lo podía creer! ¡María! Estaba muy guapa, a
pesar del largo camino, envuelta en su túnica y su mantilla azul. Ella se había
quedado sorprendida por mi reacción; parpadeó dos veces y sonrió con esa
sonrisa suya tan limpia y única, que desvelaban los hoyuelos en sus mejillas.
—¿Por qué viene la madre de mi Señor a verme? —le dije en el colmo de mi emoción—¡Debería haber ido yo a buscarte donde fuese! ¡Qué felicidad debes tener
habiendo creído todos los anuncios del cielo! ¡Tú has sido la elegida! —Ella
me asió de los brazos, me levantó y me abrazó; luego se tocó el vientre, como
acariciándolo; no dejaba de sonreír, pero también comenzó a llorar de
felicidad, mientras paladeaba estas palabras:
—¡Mi alma solo quiere dar gloria a Yahvé y mi espíritu es feliz porque
estoy con Él, que es mi Salvador! Me ha mirado a mí que soy solo su esclava, para
que se vea que todas las cosas grandes vienen de sus manos. Así es mi Señor: quiere
que seamos humildes y confiemos en Él y entonces nos abraza sin que nos demos
cuenta, y nos llena de bienes; Él no se olvida nunca de los que se ponen en sus
manos y quieren estar en su compañía; y, en cambio, a los orgullosos y a los
poderosos que solo confían en sí mismos, los derriba de sus tronos. Dios no ha
dejado de derramar su misericordia a todo el que se la pide de corazón, y no
dejará de hacerlo mientras exista alguien que quiera acercarse a Él. ¡Él es todopoderoso
y ha hecho en mí cosas muy grandes y, por eso, todos me llamarán bienaventurada!
Yo la miraba fijamente a los ojos, mientras ambas seguíamos
llorando de emoción. ¡La hija de mi prima, la madre del Mesías! Nunca se me
habría ocurrido pero, ahora que lo pensaba, no podía haber escogido a ninguna
mejor; nadie que confiara más en el amor y en la misericordia de Yahvé.
Estábamos
las dos respirando agitadamente, como si acabáramos de correr dos estadios, sacudidas
por los mismos sentimientos. Nos abrazamos de nuevo cuando José, su prometido,
entró también la casa.
—¿Qué hacéis las dos llorando? —nos preguntó desconcertado; no pudimos menos que echarnos a reír; ya tendríamos tiempo de hablar
entre nosotras de todas las cosas buenas que nos estaban sucediendo.
—Isabel —dijo María cuando pudimos calmarnos un poco—vengo a ayudarte; sé que no es
mucho, pero al menos estos tres meses estoy segura de que vas a necesitar mucha
ayuda; todas las madres dicen que son los meses más pesados.
—Gracias, mi niña. ¿Cómo sabes que son tres meses? —Ella me miró y sonrió; sus
ojos me hacían sentir una sensación que no puedo explicar; era una paz,
mezclada con una irrefrenable alegría— Claro
que recibo tu ayuda, de buena gana. Ya sabes cómo son las cosas aquí con “el
purificado” —dije irónicamente, riéndome de las cosas de mi marido, mientras me
limpiaba las lágrimas de los ojos.
—José: ¿Tú también te quedas? —le pregunté.
—No, señora. Yo parto mañana en la mañana de vuelta a Nazaret. Debo
seguir trabajando en varios encargos; además estoy construyendo nuestra casa.
Pero seguro que vendré dentro de tres meses a llevarme a María.
—¿Y cómo está quedando la casa? —pregunté. José miró a su mujer.
—Tiene
varias sorpresas que ya verás —María sonrió nuevamente, mientras José iba a
terminar de organizar cosas.
Yo cerré mis ojos un instante; María apretó mis
manos en las suyas. Pensaba en lo bueno que estaba siendo Dios conmigo, permitiéndome
tenerla en mi casa. Cuando la vida nos golpea, a veces creemos que estamos
recibiendo algo malo del cielo, pero no es así. Dios siempre nos escucha; lo
que pasa es que algunas veces no nos da lo que pedimos porque, a lo mejor, no
nos conviene en ese momento, o no es conveniente para otros, o no va a ser
conveniente en un futuro. Todo tiene un sentido mucho más
amplio del que nosotros somos capaces de ver y nosotros, con nuestra
inteligencia limitada, no logremos entender ni sus designios ni sus tiempos.
Por eso, no nos damos cuenta de que Él nos ama tanto que todas las cosas,
incluso las que pensamos que son malas, son para bien.
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