LA SOMBRA DE UN HOMBRE
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Jesús va al Jordán
Bautismo de Jesús
"Este es mi Hijo amado, ¡Escuchadlo!"
La
sombra de un hombre venía vadeando el río. Era una sombra anónima, a la que
nadie conocía; apenas su madre y algunos vecinos. Aparte de esto, parecía un hombre
cualquiera. Era alto; usaba túnica blanca, amplia para poder tener más
agilidad, anudada con un lazo marrón a la altura de la cintura; tenía la barba
cuidada, el cabello negro que le llegaba hasta los hombros y los ojos azules,
como los de su madre. No tenía las cejas tupidas, pero sí muy negras. Había en
su cara una sonrisa difícil de describir, que le iluminaba el semblante. Acarreaba
consigo poca cosa: un pellejo de piel de cabra con agua, y un atadillo con una
túnica de repuesto, que usaba para recostar su cabeza cuando dormía.
Por
su manera de andar, se podría decir que tenía prisa en llegar; caminaba con
determinación, bordeando el río, en dirección al mediodía, y por la margen
izquierda. Quería llegar al sitio donde, según la tradición, Josué había
cruzado el río con todos los guerreros de las doce tribus, pero sin las mujeres
y los niños ni de las tribus de Gad ni de Rubén, rumbo a la tierra prometida por
Dios; también era el sitio donde se creía que Elías había sido arrebatado al
cielo por el fuego de Yahvé, y donde Eliseo había recogido su manto para
continuar con su labor.
Llevaba
toda la vida preparándose para ese momento, y lo había esperado con una emoción
contenida, porque ansiaba cumplir cada una de las enseñanzas y mandatos de su
Padre. Había nacido para este momento, y ese pensamiento dominaba su andar
firme y decidido. Traía en su cabeza toda la Ley y los profetas, que había estudiado
desde pequeño. Se la sabía casi de memoria, como si fuera un maestro de la Ley. Aprendió
a argumentar gracias a su padre quien, no siendo un experto, sí era un profundo
conocedor de las escrituras; y de su madre, que las comprendía mejor que muchos
escribas.
El
recuerdo de gratitud hacia su madre permanecía en su mente y en su
corazón. La recordaba con los hoyuelos en sus mejillas, cuando sonreía con los
ojos expresivos como los suyos. Le encantaba cuando alguien le decía que se
parecía a ella, porque su madre era guapa, sencilla y dulce; ahora mismo estaba
sonriendo al recordarla sin darse cuenta o, por lo menos, sin pensar en ello.
Llegó
por fin al sitio, descendiendo entre las grandes rocas que había en el camino, desplazándose
con dificultad entre las cañas y los arbustos que rodeaban el río. Había allí
gran cantidad de gente escuchando a un profeta que algunos creían el Mesías, el
salvador de Israel; era familiar suyo, y se habían visto bastantes veces, sobre
todo cuando eran niños. Después había sabido, por su madre, que este profeta se
había ido al desierto, cuando ya sus padres habían muerto. El profeta se
llamaba Juan. Su madre quería mucho a esa familia; se podría decir que eran sus
familiares más cercanos.
Se
sentó a la sombra de un arbusto, donde estábamos varios discípulos del profeta, mientras
éste nos hablaba desde una piedra en la cual descansaba, con el cielo azul de
fondo. Era el mes del Shevat; se sentía el aroma de la primavera temprana y el ambiente estaba frío. Hacía tiempo que el hombre no veía a Juan, y le pareció que
estaba bastante cambiado. Su piel estaba completamente bronceada; parecía que
no se hubiera ocupado de cubrirse la cabeza para defenderse del sol del
desierto. El profeta vestía una túnica marrón clara muy sencilla, hecha de pelo
de camello, sin atar a la cintura. Tenía la barba tupida pero bien cuidada.
Sus
miradas se cruzaron. El profeta comenzó a hablar más emocionado, pero
distraído, como si el cruce de las miradas hubiera cambiado su discurso. No
pudo hablar mucho más, terminó abruptamente y fue a donde Él estaba. El hombre
se incorporó, fue a su encuentro, y se dieron un abrazo y dos besos en las
mejillas. Nosotros nos preguntábamos quién podría ser éste, a quien su
maestro quería tanto. Juan lo saludó:
—Shalom aleichem
—Aleichem Shalom —le
respondió el recién llegado.
—¿Qué haces aquí?
—¿Por qué te sorprende? —Juan sacudió la cabeza:
—Simplemente no esperaba verte. ¿Cómo
está tu madre? —el hombre sonrió. El recuerdo de su madre siempre lo hacía
sonreír. Parpadeó y respondió:
—Muy bien, pero se quedó triste.
—¿Y cuándo vuelves donde ella? —El hombre miró
hacia el cielo. Juan asintió, como si comprendiera sin recibir una respuesta.
—Vengo a que me bautices —dijo el hombre, dándole un giro a la conversación.
—Tú no necesitas el bautismo. —respondió Juan, negando con la
cabeza. Al
decir esto, los que estábamos cerca nos quedamos aún más
atónitos mirando al hombre. “¿Quién es este que no necesita bautismo?”, pensábamos.
—Juan: yo también necesito
prepararme para la venida del reino de Dios, y necesito la bendición de mi
Padre. ¿Qué es el bautismo sino su bendición?
—Ya lo sé, pero no puedo hacerlo.
¿Quién soy yo para bautizarte? ¡Tú deberías ser el que me bautizara a mí!
—Juan: yo quiero recibir a mi Padre
y al Espíritu de mi Padre. Además tú le has servido toda tu vida, y has seguido
siempre lo que Él te ha mandado. Es ahora de toda justicia que seas tú quien me
bautice.
—Lo hago por obedecerte, pero no
me considero digno de hacerlo.
—Eres el más digno; puedes estar
seguro —Juan bajó la
mirada, comprendiendo que Yahvé enaltece a los humildes. El hombre levantó su
cabeza, sonriendo, y lo miró a los ojos con sus ojos, de una manera penetrante.
Juan sonrió y comenzó a entrar en el río, mientras el hombre hacía lo mismo. El
profeta, entonces, tomó agua y, mirando al cielo, la vertió en la cabeza del
hombre, que estaba concentrado mirando hacia abajo.
Lo
que sucedió después, ninguno de nosotros lo pudo explicar; el cielo se rompió
justo encima de nosotros, como si se rajara en dos la bóveda celeste y bajó una
nube blanca que nos cubrió a todos, que nos habíamos quedado inmóviles y
sorprendidos. De la nube salió una paloma que se posó suavemente sobre la
cabeza del hombre. De repente se escuchó una voz como de trueno que dijo:
—Este es mi Hijo a quien amo
tanto y el que me hace feliz. —Hubo
un gran estruendo y todo volvió a ser como al principio. La gente había visto y
escuchado todo esto, y estaba atónita e impresionada. Juan tuvo que decirles:
—¡Calma! ¡No temáis!
Ya
era tarde; algunos habían salido despavoridos, muertos de miedo, hacia el
desierto; otros no se atrevían ni a mirar a Juan ni al hombre, sino que
simplemente pusieron el rostro en tierra y alabaron a Dios. Sabíamos que algo
importante había sucedido, pero no sabíamos exactamente qué era. El cielo se
había abierto, derramando un mensaje cariñoso sobre el hombre, como si el
bautismo hubiera venido desde el cielo mismo. Salieron ambos del agua, se
dieron un abrazo y el hombre se fue, proyectando su bondadosa sombra sobre la tierra.
Relato del padre Carlos Pineda, que complementa el papiro de Shamir:
La madre Mónica me entregó la estola que las monjas me habían tejido;
tenía bordada la imagen de la virgen María; tenía los ojos azules.
—Yo me los había imaginado siempre
marrones —le dije a la madre.
—¿Qué cosa? —me preguntó.
—Los ojos de la virgen María.
—No padre; todos los que la han visto
dicen que son azules. En Medjugorie, en Fátima, y en todos los sitios dicen que
eran azules.
—¿Pero la Virgen no era palestina?
—Recuerde padre que los judíos son muy
endogámicos; incluso hoy, hay muchos judíos con los ojos azules. Además, la palabra
“Palestina” se la inventaron los romanos a partir de la destrucción del Templo,
para renombrar a Judea, por allá en el siglo I.
—¡Usted sabe mucho! —le dije con
admiración. La madre Mónica bajó la cabeza en señal de humildad.
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