LOS CAMINOS HAY QUE EMPRENDERLOS

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Andrés y Juan van al Jordán
Andrés y Juan conocen a Juan el Bautista
"Que se rellenen los valles"


Carta escrita sobre un papiro, encontrada por Carlos Pineda en una caja de cedro, procedente de la tumba de Jesús.

Andrés saluda a su queridísimo amigo, Juan.

Ayer me contaron que estás en Asia menor, y no pude menos que recordar todo lo que hemos vivido juntos. No estamos lejos; yo estoy en Patras, en Grecia. Deberíamos sacar tiempo para vernos en algún momento, mientras el Señor nos dé vida.

He querido enviarte el recuerdo de lo que sucedió al principio; es un recuerdo entrañable de tu adolescencia y de nuestra amistad que no tiene barreras, y menos ahora que somos hermanos, hijos del mismo Padre.

Que mi amistad y mi cariño te acompañe siempre.


Juan sintió que le faltaba el aire y que se ahogaba, y luchaba como un pez rebelde por escapar de mis brazos, sin poder respirar. Cuando ya el desespero era evidente, lo solté.

—¿Pero qué haces? —me gritó mientras tosía.

—¡Era una broma, hombre! —le dije riéndome—; es para que te vengas conmigo.

—No sé, Andrés; no me hace especial ilusión.

—Los caminos hay que emprenderlos; si no, uno nunca sabe lo que pudo ser y nunca fue. Yo siento que debo ir.

—Tengo que trabajar —respondió Juan.

—¡Y yo!, pero es solo una semana, y luego reponemos el tiempo. Yo ya he hablado con mi hermano, y me dice que no hay problema.

—Pues mi madre piensa otra cosa.

—¡Y venga con tu madre! ¡También decía que te podías ahogar, cuando yo ya te había enseñado a nadar! ¿No recuerdas que te prohibió acercarte al mar? —Juan sonrió—. ¡Bueno! ¡Al menos ya sonríes, que no es poco! ¡Venga hombre! ¡Acompáñame! Mira que mi hermano sí se tiene que quedar con tu padre, faenando, y no puede hacerlo.

—¡Venga! —dijo sin mucho convencimiento—, hablaré con mi padre.

—Sé que no te arrepentirás; ya lo verás —le dije con una sonrisa, mientras le daba una palmada en la espalda—. ¡Me voy! ¡Nos vemos mañana! —le dije guiñándole un ojo.

Así había sido siempre mi relación con Juan: un continuo descubrimiento, en el cual yo le abría las puertas del mundo, un mundo al que le costaba adaptarse, en parte por la sobreprotección de su madre, en parte porque no había logrado con sus hermanos la confianza que tenía conmigo. Desde pequeño, yo lo había adoptado como a uno más de mis hermanos y, ahora que había crecido un poco, era uno de mis mejores amigos.

Recordaba esta conversación, cuando emprendimos el camino del mediodía. Todavía era de noche y las estrellas titilaban, y se reflejaban en el mar en calma. Desde que había tenido memoria, yo había mirado extasiado a las estrellas, a las que mi padre me había enseñado a apreciar y con las que él me había enseñado a orientar. Pocas cosas me llevaban a imaginarme el infinito como las estrellas y el mar. Ese mar que hoy estaba dormido, y se manifestaba con un ronquido muy suave; el de las olas mansas que ni siquiera revientan contra las pequeñas rocas de la orilla, sino que suavemente se van durmiendo entre ellas. Así como este mar era mi vida: mansa y sosegada, pero estaba a punto de cambiar radicalmente.

A mi amigo Juan, el sentimiento de estar perdiendo el tiempo viajando lo agobiaba, y se le notaba con solo mirarlo a la cara. Sabía que sus hermanos iban a estar trabajando con su padre, y eso no lo dejaba tranquilo “¿Quién me manda a mí a ir al desierto?” se veía que pensaba, mientras llevábamos el paso decidido y firme; mascullaba frases ininteligibles hasta que se le escapó una que se entendió:

¿Qué se me ha perdido a mí en el Monte Nebo? dijo por fin, como desahogando todo su pensamiento.

¿Cuántas veces te tengo que decir que no vamos al Monte Nebo? Repliqué con impaciencia. ¿estás arrepentido de haber venido? —Él negó con la cabeza; yo insistí—: es mucho más al norte. Cerca de Jericó, donde pasas con mamá, cuando vas a Jerusalén. Juan levantó la ceja izquierda, poniendo cara de cansancio; nunca le gustaba cuando hacían referencia a su madre, porque eso lo hacía sentir más niño.

Sí, pero se ve el Monte Nebo ¿no? protestó.

Pues sí; se ve. Y también en algunos días, desde el Monte Nebo se puede ver hasta Jerusalén. ¿No ves que ahí llevó Yahvé a Moisés para que viera toooda la tierra prometida? Mientras decía “toooda”, yo extendía el brazo y describía un semicírculo, como un rey que quisiera señalar todos sus dominios desde la cima de un monte.

Era una mañana fría y limpia, a pesar de que el día anterior se había antojado de nubes gruesas y pesadas. Yo me había empeñado en llevármelo a Bethabará, donde estaba un profeta, también de nombre Juan, a quien llamaban el Bautista, un ermitaño que había vivido casi toda su vida en el desierto; algunos decían que probablemente pertenecía al grupo de los esenios, aunque nadie hubiera podido comprobarlo. A lo mejor lo de llamarlo esenio era ese afán desmedido que tenemos los hombres por encasillar a los demás para poderles poner categorías y para entender el mundo. Había tenido noticias suyas por varios viajeros que venían de Judea y que aseguraban que el Bautista era el Mesías, nuestro salvador, prometido por Yahvé desde antiguo.

El frío viento del invierno nos golpeaba en la frente, y nuestros vestidos se bamboleaban como las hojas en los árboles. Yo sabía que el viaje no era fácil, en especial para alguien joven como Juan, porque era la primera vez que salía de su casa para ver mundo, y por eso yo le marcaba un ritmo decidido. De vez en cuando me detenía a beber agua del río e invitaba a mi amigo a que se refrescara.

—Apenas vamos en el primer díaprotesté arqueando las cejas, ¿cómo irás a dar la lata cuando llevemos cuatro o cinco días de camino? ¿Vas a seguir protestando? Porque si así va a ser todo el camino, más bien vuélvete donde tu padre, y sigue lavando la ropita con tu madre. Ese comentario no le gustó nada; su cara denotaba enfado. Ni siquiera mi sonrisa, un poco burlona, y una pequeña palmada en la espalda le levantó el ánimo.

Al tercer día pasamos por Beith She’an, y vimos las ruinas de la destrucción de los asirios, en una ciudad a la que los romanos llamaron Escitópolis, debido a la gran cantidad de escitas que vivían allí. La tierra prometida de Yahvé: una tierra que mana “leche y miel”, pero que no se deja conquistar; no se deja mimar. Según el libro de la Ley, es porque los judíos no hacen caso a los mandatos de Yahvé. Otros dirán que los judíos no sabemos aprovechar las oportunidades, ni sabemos de estrategia.

Dicen que éste sí puede ser el libertador de Israel dije yo intentando animar a mi compañero de viaje. Juan replicó:

Pues no sé qué sabiduría guerrera puede tener éste, como para sacar a los romanos de aquí; yo creo que son demasiado poderosos. ¿No has visto sus carros, ni sus caballos, ni sus lanzas? Además, si el Bautista es el libertador de Israel, ¿qué hace en el desierto y en el río? Debería estar organizando un ejército.

Hacia el mediodía, el Jordán se antojaba más un lago que un río; era como un gran mikvé, un baño ritual, con aguas muy calmadas; se podría decir que allí el río no fluía, sino que se estancaba; los arbustos y las cañas se hundían en el río, y salían enhiestos hacia el cielo gritando por su necesidad de la luz. Muy pronto descubrimos el tumulto. Había muchas personas que iban y venían por donde nosotros nos aproximábamos; era la hora séptima de un día radiante.

Por fin llegamos y allí estaba él. No era especialmente alto, tenía pelo largo y barba pulcra; vestía una túnica buena y cuidada, hecha de hilos de pelos de camello; la llevaba ajustada con un cinturón de cuero. Se veía que era pobre, pero no era un zarrapastroso.

—¿Algún día habéis estado así de sucios que nadie se os acerca porque oléis mal y tenéis tierra por todas partes? —estaba diciendo; los presentes se rieron por la pregunta, imaginándose la situación—. Os laváis y os perfumáis, y os ponéis una túnica limpia; así os transformáis en personas decentes. Cuando pedimos perdón sinceramente a Yahvé, Él nos perdona todo el mal que hayamos hecho, pero solo si se lo pedimos con sinceridad. Habréis leído en el libro de la Ley, acerca de los rescates que hay que hacer para conseguir el perdón de los pecados; sí, lo que manda Moisés; bueno, Yahvé, a través de Moisés: lo de sacrificar novillos sin defecto, corderos, y hasta asar panes en las brasas. Todo eso está muy bien pero el verdadero rescate, ¡escuchad bien! El verdadero rescate lo pone Dios mismo cuando ve un corazón arrepentido. Os debéis preparar para recibir a Yahvé. ¿O no os preparáis vosotros cuando un amigo viene a vuestra casa?

Yo también me lo había preguntado muchas veces; ¿hacer los actos externos que ordenaba la Ley era suficiente para obtener el perdón de Yahvé? Es decir, no entendía por qué los sacrificios perdonaban los pecados. ¿Qué tenía que ver una cosa con la otra? Sin embargo, este hombre lo explicaba claro: lo importante era la intención con la que se hacían las cosas; el arrepentimiento de corazón era lo esencial. ¿Por qué no nos enseñaban así los doctores de la Ley?

—¿Queréis limpiar vuestra casa? ¡Claro que sí! Porque el Señor va a venir y va a cambiar todo en Israel —seguía diciendo—; así como dice la escritura:

Que se rellenen todos los valles,
y se rebajen todos los montes y collados;
que se allanen las cuestas
y se nivelen los declives.
Porque se va a mostrar la gloria de Yahvé,
y la verá toda carne a una.

Y Yahvé espera que cada uno de nosotros esté dispuesto para recibirlo.

—Maestro: tú nos hablas de preparación; ¿cómo nos debemos preparar? —preguntó uno de sus discípulos. El Bautista lo miró con cariño y le dijo:

—Arrepintiéndoos de verdad; pidiendo perdón en vuestro interior, como pedís perdón a vuestros amigos o a vuestros hermanos cuando os equivocáis. ¡Tenéis que hablar con Dios, así como habláis con la gente en la tierra —un discípulo suyo, le preguntó:

—¿Pero Yahvé escucha cuando se le habla?

—¡Claro que escucha! Por eso os digo que el bautismo que yo os estoy dando, os lo doy con agua, que es un signo de limpieza; y cuando llegue Dios mismo, deberéis tener el alma limpia para recibirlo. Hay que amar a Dios con la mente y con el espíritu, para que todo vuestro ser se entregue a Él, sin condiciones. Y así os vais a dar cuenta de que el amor compromete lo más profundo de vuestro ser; es una decisión inquebrantable de amarlo y de seguirlo.

Ahora entendía por qué la gente hablaba de él. Hablaba desde el corazón. ¿Él era el Mesías? Yo no lo sabía. El Mesías iba a venir a liberar a Israel, y a cumplir las promesas de alianza que Yahvé había hecho a nuestro padre Abraham y el Bautista parecía un profeta, más que un Mesías. Un anciano de barba larga le dijo con la cabeza gacha:

¿Puedes bautizarme? Él lo tomó de la mano y le dijo:

Entremos juntos en el río. Entraron y Juan, tomando agua entre sus manos, se la vertió en la cabeza, mientras miraba al cielo. Después añadió:

—Hay uno, que está en medio de vosotros, y que es quien os va a bautizar con el Espíritu de Yahvé El Bautista bajó la cabeza y añadió—: y yo no soy digno ni siquiera de desatar la correa de sus sandalias.

Juan, mi amigo, y yo, nos miramos, extrañados; ¿de quién hablaba? ¿Estaba en medio de nosotros? Esas palabras se quedaron grabadas en nuestra mente, mientras  seguía hablando. Al poco rato también nos hicimos bautizar, y pasamos todo el día con él y con sus discípulos. Algunos de ellos trataban de rebatir sus enseñanzas, pero él tenía una fuerza descomunal en sus argumentos y, sobre todo, en su sencillez. De repente Juan cambió de entonación su discurso, como si un trueno se hubiera apoderado de su voz:

¡Sois venenosos y traicioneros como serpientes! ¿Creéis que os vais a librar de lo que os espera, aparentando ser lo que no sois? yo alcancé a asustarme por el grito, y vi que se lo decía a unos recién llegados de Jerusalén. Juan y yo estábamos alucinados; el Bautista se había alterado mucho, y parecía tener un látigo en su voz. Uno de ellos le replicó:

¿Por qué nos hablas así? ¿Quieres que te hagamos arrestar? ¡Aquí hay algunos soldados del Templo, y nosotros somos gente influyente! —preguntó uno de ellos. Juan calló; otro se llevó aparte a quien acababa de amenazarlo, pero el hombre se soltó de su brazo y se fue a hablar con un soldado. Mi amigo me preguntó:

—Oye, Andrés; ¿tú crees que aquí corremos peligro y que nos pueden arrestar? —Yo sonreí, y le respondí negando con la cabeza. —Un tercero protestó:

¡Nosotros también somos hijos de Abraham!

¿Qué tiene que ver eso? ¿No os dais cuenta de que si Yahvé quisiera, podría hacer que estas piedras se convirtieran en hijos de Abraham? Pues si no os arrepentís de corazón, Él mismo os puede cortar de raíz, como un leñador que corta el árbol con un hacha —Unos de los que habían llegado se fueron, ofendidos por sus palabras; se escuchó mascullar a alguno:

—Yo no me voy a quedar a que me insulten.

Pero espera; cálmate Juan —le dijo otro de ellos que estaba a su lado—. Yo no quiero ser ese arrojado al fuego. ¿Por qué nos dices eso? —Juan lo miró a los ojos y replicó:

—Porque vosotros os engañáis a vosotros mismos pensando que cumpliendo con preceptos inventados por hombres estáis justificados ante Dios; ¡Y no es así! Debéis ser sinceros primero con vosotros mismos, y especialmente con Dios. —Juan lo tomó de la mano, y le sonrió—: Él conoce todos tus pecados. Si le pidieras perdón, Él podría perdonarte; porque ¿cómo te va a perdonar, si tú no se lo pides? —El hombre le dijo, un poco desconcertado:

—Lo haré; lo haré.

—Y si quieres ser aún mejor, deberías compartir lo que tienes con los demás, que son tus hermanos. Podrías, por ejemplo, dar una de las túnicas que tienes, a quien no tenga ninguna; o darle comida a quien no tenga nada para comer; tú mismo deberías perdonarle a quien te ofenda. Juan, mi amigo, me comentó bajando la voz para que nadie nos escuchara:

Es raro; el Mesías es el libertador de Israel; ¿no? El Bautista tiene mucha energía, pero no tiene pinta de libertador. Yo me imagino al libertador como me imagino a Moisés, a Josué o a David: como un guerrero de verdad. Y éste es flaco y sin energías. Más bien parece un profeta alucinado, aunque muchas de las cosas que dice tengan todo el sentido del mundo.

David cuando comenzó también era flaco —repuse yo.

Sí, pero David comenzó desde muy joven. Éste tiene ya treinta y tantos, y no parece un estratega. Es un hombre de Dios, sin duda, pero no un guerrero.

David tampoco lo era.

Pero era un buen cazador, y eso le ayudó durante toda su vida a defenderse; ¿te olvidas de cómo mató al gigante?

Cuando terminó el día nos retiramos a dormir allí mismo, cerca del Bautista y de sus discípulos. Hacía frío, pero nos calentábamos con el fuego que habíamos encendido; dormimos al aire libre, poniendo la capa como una almohada improvisada; y ahí, con la noche por testigo, nos fuimos quedando dormidos. En el frío, las estrellas titilaban como el día en que partimos y vigilaban todos nuestros sueños.

A la mañana siguiente vinieron dos publicanos, que eran judíos que cobraban impuestos a nombre del Imperio Romano y a quienes todo el mundo tenía por pecadores; uno era mayor, y con poco pelo, y el otro de mediana edad. Casi todos los que estaban con Juan, se comenzaron a retirar.

—¿Vosotros por qué os retiráis? ¡Hipócritas! ¿No sois vosotros mismos también pecadores? —les dijo Juan. Algunos al oír la palabra “pecadores”, reflexionaron y volvieron; otros, se fueron definitivamente.

—Maestro: queremos bautizarnos —dijo el mayor de los publicanos.

—¡Venid! —dijo Juan mientras entraba con ellos en el agua—y os pido que nunca exijáis más dinero de lo que está establecido. —El de poco pelo bajó la cabeza, porque sabía que era una práctica muy extendida entre los publicanos la de cobrar más dinero del que correspondía, y quedárselo, porque sabían que tenían el apoyo de los romanos. También había allí unos soldados del Templode los que habían hablado con el fariseo del día anterior; vinieron y se sentaron cerca de él; su uniforme los delataba.

—Vosotros sois soldados —les dijo—, y andáis con armas; y sabéis que esas armas os dan poder. Pues debéis saber que el poder en la tierra solo debe ser utilizado para servir a los demás, o sea que no utilicéis esas armas para extorsionar a nadie. El Templo os paga bien; así que no querráis ganar más dinero por vuestra cuenta utilizando vuestro poder.

El poder corrompe, y yo estaba seguro de que, si alguien así de sincero como estaba siendo Juan, atacaba a los poderosos, éstos no iban a estar preparados para escuchar sus errores, así como así; y menos a recibir ataques. Así como uno lo había amenazado, alguien poderoso podría pasar de las amenazas a los hechos. Pero el Bautista seguía ajeno a los peligros que corría, llevando todo lo que decía hasta un punto donde no iba a haber vuelta atrás. Esa noche nos fuimos a dormir sin luna en el cielo y la noche, como un gran casco oscuro, se cernía sobre nosotros; nosotros no nos dábamos cuenta, pero ya teníamos el sol en nuestros corazones.


Comentarios

  1. ..."En mi amor estará el remedio ". ¡Me encanta !

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  2. ¡Qué buena descripción de las escenas de Juan el Bautista! Muy auténtico y directo.

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En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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