LOS CAMINOS HAY QUE EMPRENDERLOS
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Andrés y Juan van al Jordán
Andrés y Juan conocen a Juan el Bautista
"Que se rellenen los valles"
Andrés saluda a su queridísimo amigo,
Juan.
Ayer me contaron que estás en Asia menor,
y no pude menos que recordar todo lo que hemos vivido juntos. No estamos lejos;
yo estoy en Patras, en Grecia. Deberíamos sacar tiempo para vernos en algún
momento, mientras el Señor nos dé vida.
He querido enviarte el recuerdo de lo que
sucedió al principio; es un recuerdo entrañable de tu adolescencia y de nuestra
amistad que no tiene barreras, y menos ahora que somos hermanos, hijos del
mismo Padre.
Que mi amistad y mi cariño te acompañe
siempre.
Juan sintió que le faltaba el aire y que
se ahogaba, y luchaba como un pez rebelde por escapar de mis brazos, sin poder
respirar. Cuando ya el desespero era evidente, lo solté.
—¿Pero qué haces? —me gritó mientras tosía.
—¡Era una broma, hombre! —le dije riéndome—;
es para que te vengas conmigo.
—No sé, Andrés; no me hace especial ilusión.
—Los caminos hay que emprenderlos; si no,
uno nunca sabe lo que pudo ser y nunca fue. Yo siento que debo ir.
—Tengo que trabajar —respondió Juan.
—¡Y yo!, pero es solo una semana, y luego
reponemos el tiempo. Yo ya he hablado con mi hermano, y me dice que no hay
problema.
—Pues mi madre piensa otra cosa.
—¡Y venga con tu madre! ¡También decía
que te podías ahogar, cuando yo ya te había enseñado a nadar! ¿No recuerdas que
te prohibió acercarte al mar? —Juan sonrió—. ¡Bueno! ¡Al menos ya sonríes, que
no es poco! ¡Venga hombre! ¡Acompáñame! Mira que mi hermano sí se tiene que
quedar con tu padre, faenando, y no puede hacerlo.
—¡Venga! —dijo sin mucho convencimiento—,
hablaré con mi padre.
—Sé que no te arrepentirás; ya lo verás —le
dije con una sonrisa, mientras le daba una palmada en la espalda—. ¡Me voy!
¡Nos vemos mañana! —le dije guiñándole un ojo.
Así había sido siempre mi relación con
Juan: un continuo descubrimiento, en el cual yo le abría las puertas del mundo,
un mundo al que le costaba adaptarse, en parte por la sobreprotección de su
madre, en parte porque no había logrado con sus hermanos la confianza que tenía
conmigo. Desde pequeño, yo lo había adoptado como a uno más de mis hermanos y,
ahora que había crecido un poco, era uno de mis mejores amigos.
Recordaba
esta conversación, cuando emprendimos el camino del mediodía. Todavía era de
noche y las estrellas titilaban, y se reflejaban en el mar en calma. Desde que
había tenido memoria, yo había mirado extasiado a las estrellas, a las que mi
padre me había enseñado a apreciar y con las que él me había enseñado a
orientar. Pocas cosas me llevaban a imaginarme el infinito como las estrellas y
el mar. Ese mar que hoy estaba dormido, y se manifestaba con un ronquido muy
suave; el de las olas mansas que ni siquiera revientan contra las pequeñas
rocas de la orilla, sino que suavemente se van durmiendo entre ellas. Así como este
mar era mi vida: mansa y sosegada, pero estaba a punto de cambiar radicalmente.
A
mi amigo Juan, el sentimiento de estar perdiendo el tiempo viajando lo agobiaba,
y se le notaba con solo mirarlo a la cara. Sabía que sus hermanos iban a estar
trabajando con su padre, y eso no lo dejaba tranquilo “¿Quién me manda a mí a
ir al desierto?” se veía que pensaba, mientras llevábamos el paso decidido y
firme; mascullaba frases ininteligibles hasta que se le escapó una que se
entendió:
—¿Qué se me ha perdido a mí en
el Monte Nebo? —dijo por fin, como desahogando
todo su pensamiento.
—¿Cuántas veces te tengo que
decir que no vamos al Monte Nebo? —Repliqué con impaciencia—. ¿estás arrepentido de haber venido? —Él negó con la cabeza; yo insistí—: es mucho más al norte. Cerca de
Jericó, donde pasas con mamá, cuando vas a Jerusalén. —Juan levantó la ceja izquierda,
poniendo cara de cansancio; nunca le gustaba cuando hacían referencia a su
madre, porque eso lo hacía sentir más niño.
—Sí, pero se ve el Monte Nebo ¿no?
—protestó.
—Pues sí; se ve. Y también en
algunos días, desde el Monte Nebo se puede ver hasta Jerusalén. ¿No ves que ahí
llevó Yahvé a Moisés para que viera toooda la tierra prometida? —Mientras
decía “toooda”, yo extendía el brazo y describía un semicírculo, como un rey
que quisiera señalar todos sus dominios desde la cima de un monte.
Era
una mañana fría y limpia, a pesar de que el día anterior se había antojado de
nubes gruesas y pesadas. Yo me había empeñado en llevármelo a Bethabará, donde
estaba un profeta, también de nombre Juan, a quien llamaban el Bautista, un
ermitaño que había vivido casi toda su vida en el desierto; algunos decían que
probablemente pertenecía al grupo de los esenios, aunque nadie hubiera podido
comprobarlo. A lo mejor lo de llamarlo esenio era ese afán desmedido que
tenemos los hombres por encasillar a los demás para poderles poner categorías y
para entender el mundo. Había tenido noticias suyas por varios viajeros que
venían de Judea y que aseguraban que el Bautista era el Mesías, nuestro
salvador, prometido por Yahvé desde antiguo.
El
frío viento del invierno nos golpeaba en la frente, y nuestros vestidos se
bamboleaban como las hojas en los árboles. Yo sabía que el viaje no era fácil,
en especial para alguien joven como Juan, porque era la primera vez que salía
de su casa para ver mundo, y por eso yo le marcaba un ritmo decidido. De vez en
cuando me detenía a beber agua del río e invitaba a mi amigo a que se refrescara.
—Apenas vamos en el primer día—protesté
arqueando las cejas—, ¿cómo irás a dar la lata
cuando llevemos cuatro o cinco días de camino? ¿Vas a seguir protestando?
Porque si así va a ser todo el camino, más bien vuélvete donde tu padre, y
sigue lavando la ropita con tu madre. —Ese comentario no le gustó nada; su cara denotaba enfado.
Ni siquiera mi sonrisa, un poco burlona, y una pequeña palmada en la espalda le
levantó el ánimo.
Al
tercer día pasamos por Beith
She’an,
y vimos las ruinas de la destrucción de los asirios, en una ciudad a la que los
romanos llamaron Escitópolis, debido a la gran cantidad de escitas que vivían allí. La tierra prometida de Yahvé: una tierra que mana “leche y
miel”, pero que no se deja conquistar; no se deja mimar. Según el libro de la Ley,
es porque los judíos no hacen caso a los mandatos de Yahvé. Otros dirán que los
judíos no sabemos aprovechar las oportunidades, ni sabemos de estrategia.
—Dicen que éste sí puede ser el
libertador de Israel —dije yo intentando animar a mi
compañero de viaje. Juan replicó:
—Pues no sé qué sabiduría
guerrera puede tener éste, como para sacar a los romanos de aquí; yo creo que son
demasiado poderosos. ¿No has visto sus carros, ni sus caballos, ni sus lanzas? Además,
si el Bautista es el libertador de Israel, ¿qué hace en el desierto y en el
río? Debería estar organizando un ejército.
Hacia
el mediodía, el Jordán se antojaba más un lago que un río; era como un gran mikvé, un baño ritual, con aguas muy
calmadas; se podría decir que allí el río no fluía, sino que se estancaba; los
arbustos y las cañas se hundían en el río, y salían enhiestos hacia el cielo
gritando por su necesidad de la luz. Muy pronto descubrimos el tumulto. Había
muchas personas que iban y venían por donde nosotros nos aproximábamos; era la
hora séptima de un día radiante.
Por
fin llegamos y allí estaba él. No era especialmente alto, tenía pelo largo y
barba pulcra; vestía una túnica buena y cuidada, hecha de hilos de pelos de
camello; la llevaba ajustada con un cinturón de cuero. Se veía que era pobre,
pero no era un zarrapastroso.
—¿Algún día habéis estado así de sucios
que nadie se os acerca porque oléis mal y tenéis tierra por todas partes? —estaba
diciendo; los presentes se rieron por la pregunta, imaginándose la situación—.
Os laváis y os perfumáis, y os ponéis una túnica limpia; así os transformáis en
personas decentes. Cuando
pedimos perdón sinceramente a Yahvé, Él nos perdona todo el mal que hayamos
hecho, pero solo si se lo pedimos con sinceridad. Habréis leído en el libro de
la Ley, acerca de los rescates que hay que hacer para conseguir el perdón de
los pecados; sí, lo que manda Moisés; bueno, Yahvé, a través de Moisés: lo de
sacrificar novillos sin defecto, corderos, y hasta asar panes en las brasas. Todo
eso está muy bien pero el verdadero rescate, ¡escuchad bien! El verdadero
rescate lo pone Dios mismo cuando ve un corazón arrepentido. Os debéis preparar
para recibir a Yahvé. ¿O no os preparáis vosotros cuando un amigo viene a vuestra
casa?
Yo
también me lo había preguntado muchas veces; ¿hacer los actos externos que
ordenaba la Ley era suficiente para obtener el perdón de Yahvé? Es decir, no
entendía por qué los sacrificios perdonaban los pecados. ¿Qué tenía que ver una
cosa con la otra? Sin embargo, este hombre lo explicaba claro: lo importante
era la intención con la que se hacían las cosas; el arrepentimiento de corazón era
lo esencial. ¿Por qué no nos enseñaban así los doctores de la Ley?
—¿Queréis limpiar vuestra casa? ¡Claro
que sí! Porque el Señor va a venir y va a cambiar todo en Israel —seguía
diciendo—; así como dice la escritura:
Que se rellenen todos los valles,
y se rebajen todos los montes y collados;
que se allanen las cuestas
y se nivelen los declives.
Porque se va a mostrar la gloria de Yahvé,
y la verá toda carne a una.
Y
Yahvé espera que cada uno de nosotros esté dispuesto para recibirlo.
—Maestro: tú nos hablas de preparación; ¿cómo
nos debemos preparar? —preguntó uno de sus discípulos. El Bautista lo miró con
cariño y le dijo:
—Arrepintiéndoos de verdad; pidiendo
perdón en vuestro interior, como pedís perdón a vuestros amigos o a vuestros
hermanos cuando os equivocáis. ¡Tenéis que hablar con Dios, así como habláis
con la gente en la tierra —un discípulo suyo, le preguntó:
—¿Pero Yahvé escucha cuando se le habla?
—¡Claro que escucha! Por eso os digo que el
bautismo que yo os estoy dando, os lo doy con agua, que es un signo de
limpieza; y cuando llegue Dios mismo, deberéis tener el alma limpia para
recibirlo. Hay que amar a Dios con la mente y con el espíritu, para que todo vuestro
ser se entregue a Él, sin condiciones. Y así os vais a dar cuenta de que el
amor compromete lo más profundo de vuestro ser; es una decisión inquebrantable
de amarlo y de seguirlo.
Ahora
entendía por qué la gente hablaba de él. Hablaba desde el corazón. ¿Él era el
Mesías? Yo no lo sabía. El Mesías iba a venir a liberar a Israel, y a cumplir
las promesas de alianza que Yahvé había hecho a nuestro padre Abraham y el
Bautista parecía un profeta, más que un Mesías. Un anciano de barba larga le
dijo con la cabeza gacha:
—¿Puedes bautizarme? —Él lo tomó de la mano y le
dijo:
—Entremos juntos en el río. —Entraron y Juan, tomando agua
entre sus manos, se la vertió en la cabeza, mientras miraba al cielo. Después
añadió:
—Hay uno, que está en medio de
vosotros, y que es quien os va a bautizar con el Espíritu de Yahvé —El Bautista bajó la cabeza y añadió—:
y yo no soy digno ni siquiera de desatar la correa de sus sandalias.
Juan,
mi amigo, y yo, nos miramos, extrañados; ¿de quién hablaba? ¿Estaba en medio de
nosotros? Esas palabras se quedaron grabadas en nuestra mente, mientras seguía hablando. Al poco rato también nos
hicimos bautizar, y pasamos todo el día con él y con sus discípulos. Algunos de
ellos trataban de rebatir sus enseñanzas, pero él tenía una fuerza descomunal
en sus argumentos y, sobre todo, en su sencillez. De repente Juan cambió de
entonación su discurso, como si un trueno se hubiera apoderado de su voz:
—¡Sois venenosos y traicioneros
como serpientes! ¿Creéis que os vais a librar de lo que os espera, aparentando
ser lo que no sois? —yo alcancé a
asustarme por el grito, y vi que se lo decía a unos recién llegados de
Jerusalén. Juan y yo estábamos alucinados; el Bautista se había alterado mucho,
y parecía tener un látigo en su voz. Uno de ellos le replicó:
—¿Por qué nos hablas así? ¿Quieres
que te hagamos arrestar? ¡Aquí hay algunos soldados del Templo, y nosotros
somos gente influyente! —preguntó uno de ellos. Juan
calló; otro se llevó aparte a quien acababa de amenazarlo, pero el hombre se
soltó de su brazo y se fue a hablar con un soldado. Mi amigo me preguntó:
—Oye, Andrés; ¿tú crees que aquí corremos
peligro y que nos pueden arrestar? —Yo sonreí, y le respondí negando con la
cabeza. —Un tercero protestó:
—¡Nosotros también somos hijos
de Abraham!
—¿Qué tiene que ver eso? ¿No os
dais cuenta de que si Yahvé quisiera, podría hacer que estas piedras se convirtieran
en hijos de Abraham? Pues si no os arrepentís de corazón, Él mismo os puede
cortar de raíz, como un leñador que corta el árbol con un hacha —Unos de los que habían llegado se fueron, ofendidos por sus
palabras; se escuchó mascullar a alguno:
—Yo no me voy a quedar a que me insulten.
—Pero espera; cálmate Juan —le dijo otro de ellos que estaba a su lado—. Yo no quiero ser
ese arrojado al fuego. ¿Por qué nos dices eso? —Juan
lo miró a los ojos y replicó:
—Porque vosotros os engañáis a vosotros
mismos pensando que cumpliendo con preceptos inventados por hombres estáis
justificados ante Dios; ¡Y no es así! Debéis ser sinceros primero con vosotros
mismos, y especialmente con Dios. —Juan lo tomó de la mano, y le sonrió—: Él conoce todos tus
pecados. Si le pidieras perdón, Él podría perdonarte; porque ¿cómo te va a
perdonar, si tú no se lo pides? —El hombre le dijo,
un poco desconcertado:
—Lo haré; lo haré.
—Y si quieres ser aún mejor,
deberías compartir lo que tienes con los demás, que son tus hermanos. Podrías,
por ejemplo, dar una de las túnicas que tienes, a quien no tenga ninguna; o
darle comida a quien no tenga nada para comer; tú mismo deberías perdonarle a
quien te ofenda. —Juan, mi amigo, me
comentó bajando la voz para que nadie nos escuchara:
—Es raro; el Mesías es el
libertador de Israel; ¿no? El Bautista tiene mucha energía, pero no tiene pinta
de libertador. Yo me imagino al libertador como me imagino a Moisés, a Josué o
a David: como un guerrero de verdad. Y éste es flaco y sin energías. Más bien
parece un profeta alucinado, aunque muchas de las cosas que dice tengan todo el
sentido del mundo.
—David cuando comenzó también
era flaco —repuse yo.
—Sí, pero David comenzó desde muy
joven. Éste tiene ya treinta y tantos, y no parece un estratega. Es un hombre
de Dios, sin duda, pero no un guerrero.
—David tampoco lo era.
—Pero era un buen cazador, y eso
le ayudó durante toda su vida a defenderse; ¿te olvidas de cómo mató al gigante?
Cuando
terminó el día nos retiramos a dormir allí mismo, cerca del Bautista y de sus
discípulos. Hacía frío, pero nos calentábamos con el fuego que habíamos
encendido; dormimos al aire libre, poniendo la capa como una almohada
improvisada; y ahí, con la noche por testigo, nos fuimos quedando dormidos. En el
frío, las estrellas titilaban como el día en que partimos y vigilaban todos nuestros
sueños.
A
la mañana siguiente vinieron dos publicanos, que eran judíos que cobraban
impuestos a nombre del Imperio Romano y a quienes todo el mundo tenía por
pecadores; uno era mayor, y con poco pelo, y el otro de mediana edad. Casi
todos los que estaban con Juan, se comenzaron a retirar.
—¿Vosotros por qué os retiráis?
¡Hipócritas! ¿No sois vosotros mismos también pecadores? —les dijo Juan. —Algunos
al oír la palabra “pecadores”, reflexionaron y volvieron; otros, se fueron
definitivamente.
—Maestro: queremos bautizarnos —dijo el
mayor de los publicanos.
—¡Venid! —dijo Juan mientras entraba con
ellos en el agua—y os pido que nunca exijáis más dinero de lo que está
establecido. —El de poco pelo bajó la cabeza, porque sabía que era una práctica
muy extendida entre los publicanos la de cobrar más dinero del que
correspondía, y quedárselo, porque sabían que tenían el apoyo de los romanos. También
había allí unos soldados del Templo, de los que habían hablado con el fariseo del día anterior; vinieron y se
sentaron cerca de él; su uniforme los delataba.
—Vosotros sois soldados —les dijo—, y andáis
con armas; y sabéis que esas armas os dan poder. Pues debéis saber que el poder
en la tierra solo debe ser utilizado para servir a los demás, o sea que no
utilicéis esas armas para extorsionar a nadie. El Templo os paga bien; así que no
querráis ganar más dinero por vuestra cuenta utilizando vuestro poder.
El poder corrompe, y yo estaba seguro de
que, si alguien así de sincero como estaba siendo Juan, atacaba a los poderosos,
éstos no iban a estar preparados para escuchar sus errores, así como así; y
menos a recibir ataques. Así como uno lo había amenazado, alguien poderoso
podría pasar de las amenazas a los hechos. Pero el Bautista seguía ajeno a los
peligros que corría, llevando todo lo que decía hasta un punto donde no iba a
haber vuelta atrás. Esa noche nos fuimos a dormir sin luna en el cielo y la noche,
como un gran casco oscuro, se cernía sobre nosotros; nosotros no nos dábamos
cuenta, pero ya teníamos el sol en nuestros corazones.
..."En mi amor estará el remedio ". ¡Me encanta !
ResponderEliminar¡Qué buena descripción de las escenas de Juan el Bautista! Muy auténtico y directo.
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